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La cultura es continuidad. La creación, su contrario, es ruptura
Pierre Rey

Escritos

De límites y embriagueces
por Andrea Barone

Sabido es que el dios Baco tiene sus acólitos, adoradores del buen beber; brebaje degustado, paladeado, usado para el padecer o disfrutado placenteramente...infaltable en ocasiones. En sus variadas formas y presentaciones, con sus distintos modos de tomarlo, se articula a imágenes y significantes que tallan el cuerpo, visten, modulan, dan la pregnancia de alguna forma elegida, tomada o soportada más allá de una elección. Poetas, escritores, arquitectos, deportistas, obreros, músicos, artistas plásticos, psicoanalistas, campesinos, médicos, políticos, etcétera, etcétera, etcétera, se articulan por lo general a alguna de esas formas, de esas vestiduras y necesariamente en conexión a algún significante-brebaje particular, (aunque no solo de brebajes pueda embriagarse el hombre...); valga recordar algunos como Baudelaire, Dylan Thomas, Marylin, Abelardo Castillo, Masotta, Carver (quien en La vida de mi padre hace público el agradecimiento a sus amigos por no haberlo acompañado ahí) o los martinis de Buñuel. Mojones de una lista interminable, cada uno con su historia, con sus particulares borracheras, en alguna ocasión o a repetición, cada uno con su menú; lista interminable que en algún punto, el de la singularidad, es inútil, pues no dice de la relación de cada sujeto con una bebida; decir que, en ese punto singular, no es más que en la privacidad del trabajo en un dispositivo analítico. Relación limitada por un lado, legible y escribible para cada quién, contable, mostrable y calculable, incluso aunque el cálculo no sea exacto; pero que, si se articula a ese punto de la singularidad (y aún más en éste el para cada quién), incluye a su más allá, abriéndose a un campo no nombrable, no inscribible, desenlazado, por fuera, pero con el que en muchas ocasiones es posible un hacer. Lazo con lo incalculable del goce y sus efectos, mortíferos, devastadores, que rayan con la locura en medidas distintas para cada quien.

Si en relación con esto tiene ganas de leer más, puede recorrer www.conversacionanalitica.com.ar o ir directo a la conferencia la conferencia del psicoanalista Hugo Piciana, a quien entrevistamos en nuestro número 4.

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Embriagáos
por Lionel Klimkiewicz

En 1915 Sigmund Freud escribe un pequeño ensayo de una calidad narrativa inigualable titulado “Lo perecedero”, que se inicia con una anécdota ocurrida unos años antes cuando, al pasear con dos amigos artistas, estos se manifestaban preocupados por la idea de la transitoriedad de la belleza que se les manifestaba en los floridos campos que acompañaban su caminata. La sensación de que el esplendor que los rodeaba estaba destinado a perecer les impedía a sus acompañantes poder disfrutar del goce que ese paisaje les proporcionaba.

La anécdota le posibilita  entonces a Freud plantear que ante esta preocupación por los estragos que el tiempo le inflige a lo bello, se originan dos tendencias psíquicas distintas: una que conduce al amargado hastío del mundo y otra que conduce a una suerte de negación de esta pretendida fatalidad. Dirá entonces que “la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido” malogra el goce de lo bello. Esto quiere decir que pensar a Cronos como  causa de  sufrimiento es un modo en que el ser hablante puede desplazar sus dificultades para soportar las pérdidas, aquellas de las que ninguno está exento.

Ahora bien, que nos inunde el sentimiento trágico de la vida, como decía Unamuno, que intentemos darle una –siempre patética– significación a la muerte, que naufraguemos en la confusión entre lo inmortal y lo eterno, que siempre tengamos la sensación de haber llegado demasiado temprano o demasiado tarde, que el eterno retorno de lo mismo nos encuentre siempre en el mismo lugar, o que muchas veces sea la hora fatal la que nos entregue la clave del “laberinto múltiple de pasos” de los días que se tejen desde la niñez… todo eso no es culpa del reloj…

Pero mejor ahora leamos lo que podríamos llamar “la solución Baudelaire”, expresada por el poeta maldito en uno de sus  Pequeños poemas en prosa:

EMBRIAGAOS

Hay que estar siempre embriagado. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os quiebra los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que emborracharos sin tregua.
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.
Y si en alguna ocasión, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la sombría soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os responderán:
¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin parar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.

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Grande y discreto: Roberto Malatesta
por Viviana Abnur

Como la poesía que propone Keats. A  simple vista, y a la distancia justa, ahí, donde el ojo no estorba.  Así, la poesía de Roberto Malatesta, transcurre ni antes ni después: durante. Tal vez por eso la palabra se vuelve elástica y dura lo que dura el aliento, la respiración del poema.

Santafesino, nacido en 1961, ha publicado entre otros: “Del cuidado de la altura del níspero”, 1992; “Las Vacas y otros Poemas (1994, premio Municipal de Santa Fe);  “Flores bajo la lluvia”, 1998; “No importa el frío”, 1994;  “Por encima de los techos” (2003, premio José Pedroni); “Cuadernos del no hacer nada”; “La nada que nos viste” (Premio Provincial de Poesía “José Pedroni”, 2009).

También colaboró con reseñas y poemas para diarios como El Litoral de Santa Fe y la revista de poesía Fénix. Parte de su obra fue traducida al alemán por Renato Vecellio, y publicada en revistas literarias de Austria y Alemania.

Escenas cotidianas, paisajes íntimos; para este número de ESTO NO ES UNA REVISTA cae la voz de Malatesta, firme y delicada como lluvia sobre techo de zinc.

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El abuso de la belleza | Arthur C. Danto
por Diego Singer

Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. –Y la encontré amarga. –Y la injurié.
Arthur Rimbaud

Comencemos por desarticular un concepto por demás problemático: el de las “bellas artes”. No porque todo concepto problemático tenga que ser disuelto, no se trata de un afán de disolver o de allanar hacia la simplicidad, sino al contrario se trata siempre de propiciar, de permitir, de poner en cuestión las falsas identidades que no permiten la aparición de una infinidad de problemas más complejos, más creativos, más vitales. Quienes todavía asisten a las exhibiciones de arte presos de esta identidad indisoluble entre arte y belleza, suelen volver decepcionados y culpan a los artistas contemporáneos por no haber podido provocar en ellos el sentimiento de lo bello.

Es claro, desde hace al menos cien años, que la categoría de belleza ya no es ni la única ni la principal manera para juzgar y apreciar las obras de arte. Sin embargo, no es menos cierto, como afirma Arthur C. Danto en El abuso de la belleza, que “seguramente hay buenas razones para que la belleza haya sido la propiedad pragmática paradigmática en la historia del arte, y su atrincheramiento en el discurso justifica más que de sobra el énfasis que pienso darle en este libro”. El título de este escrito, publicado originalmente en 2003 y traducido al español dos años después, explicita un tipo particular de violencia ejercida por la belleza en el campo de las manifestaciones artísticas. La belleza ha hecho a un lado, ha dejado en las sombras otras propiedades pragmáticas de las obras de arte: su capacidad de producir asco, asombro, terror, piedad, sublimidad. Así como también ha puesto en un segundo lugar a los aspectos semánticos de la obra de arte. He aquí el lugar en el que Danto identifica el problema del abuso de la belleza. Ella pretende ser signo de santidad, cree que pertenece al empíreo de las cualidades estéticas. Y no le faltan motivos, le han dicho que formaba una tríada intocable junto a la verdad y a la bondad. Lo más importante para Danto entonces “no es tanto depurar el concepto de arte de cualidades estéticas como depurar el concepto de belleza de la autoridad moral que intuimos debió poseer hasta el punto de que tener belleza acabara siendo visto como algo moralmente reprobable.”

En su famosa obra Principia Ethica, G. E. Moore (filósofo inglés y miembro del grupo de Bloomsbury) afirma comenzando el siglo XX este valor absoluto relacionado con el goce de los objetos bellos en asociación directa con la filosofía moral. Pocos años después el grupo de dadaístas y surrealistas bautizado por Danto como ‘la vanguardia intratable’ abjurará de la belleza. La denunciará porque todavía la asocia a la moralina de los siglos pasados. Los artistas Dadá atacaban al espíritu guerrero, autoritario, patriótico, serio, le oponían una agresividad destructora por el absurdo, el infantilismo, la deliberada falta de esteticismo, las obras efímeras, los panfletos. Producían obras que jamás pudieran ser consideradas “bellas”. Basta ver por ejemplo L.H.O.O.Q. de Marcel Duchamp o asomarse a alguna de las veladas que Hugo Ball y sus amigos realizaban en el Cabaret Voltaire. Está aquí implícita la pregunta respecto de si el mundo en el que vivimos merece que los artistas produzcan objetos bellos, o si se trata en todo caso de algún tipo de colaboracionismo. El artista norteamericano Philip Guston, que había pertenecido al movimiento expresionista abstracto, horrorizado frente a la Guerra de Vietnam, cambia completamente su obra y se pregunta “qué clase de hombre soy, sentado en mi mesa, leyendo revistas, incubando una frustrada furia por todo, para luego entrar en mi estudio para ajustar un rojo a un azul.”

No es cuestión entonces de aprender a ver la belleza, de lograr educarnos para saber apreciar las obras de arte que en principio no lograban producir este efecto. Ya Immanuel Kant afirmaba que el sentimiento de lo bello es anterior a lo conceptual. Danto sostiene sobre la belleza que “cuando está ahí no hay que esforzarse en verla. Uno sí debe esforzarse, en cambio, para descubrir que un cuadro es bueno aunque no sea bello, cuando desde siempre habíamos supuesto que la belleza era el modo en que debía entenderse el valor artístico.” No hay que llamar belleza a lo que no lo es, a la profundidad, a la grandeza, a la superioridad, a la inteligencia. El Desnudo Azul de Matisse es un gran cuadro, pero no es bello. El espectador debe educarse, pero no justamente para saber apreciar la belleza. Quizás la lección principal de este libro sea muy simple. La belleza no es una propiedad que sea deseable en todos los casos para las obras de arte, al contrario, en algunas ocasiones puede resultar en un detrimento de la calidad de la obra. ¿En qué casos sí podemos afirmar su necesidad? Solamente cuando forma parte del significado de la obra en cuestión. La belleza nos invita a la contemplación, si queremos invitar al espectador a la acción, seguramente sea poco conveniente embellecer la obra. La resistencia contra la tiranía de la belleza (y de sus primas hermanas: la verdad y la bondad) debe seguir adelante, pero una vez derribados los ídolos, podemos también volver sobre nuestros pasos y utilizar los antiguos templos como lugares de paso y vestir las vetustas máscaras como escenarios para nuestros juegos.   

Paidós | 2005


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Correspondencia 1930-1940 | Gretel Adorno & Walter Benjamin
por Javier Martínez

La publicación en español de las cartas que, durante una década, se escribieron Gretel Karplus, prometida y luego esposa de Thedor Adorno, y Walter Benjamin, amigo de ambos, ha despertado un enorme interés. El muy buen trabajo de Mariana Dimópulos incluye una fluida traducción, un prólogo y unas estupendas, abundantes y enriquecedoras notas al pie, que amplían el horizonte (de por sí) vasto del libro. Tienen una gran virtud: uno puede prescindir de ellas... pero, no; indefectiblemente volvemos a bucear un poco más en el complejo mundo de esta dupla en los albores de uno de los momentos más aciagos de la historia que tuvo, como uno de sus efectos, el que Benjamin eligiera el suicidio por sobre cualquier posibilidad de volver a una Francia invadida por los nazis. Dimópulos también tiene el mérito de haber generado alrededor de este libro variadas, interesantes y muy respetables lecturas sobre los aspectos literarios y estilísticos de las cartas y sus trazas de relación con los hombres que giran entorno a Karplus; se encuentra también la protección y asistencia financiera de los Adorno para con Benjamin y los recovecos del Instituto de Investigación Social; las opiniones sobre Brecht y su relación con el crítico alemán; el valor documental que tienen las cartas que el libro compila para completar uno de los tantos huecos de esa suerte de autobiografía, hecha de recortes, retazos y vacíos, que nunca fue escrita por Benjamin. Cuestiones mayores y de fondo que, como escenografías, incluyen fantasías intensas en muchas ciudades de Europa; el mismo continente que, durante esa década, fue testigo de la aparición y apogeo del nazismo. Ese el el marco histórico en el que se gestaron estas correspondencias, esas cartas; convirtiéndose, insospechadamente, en un testimonio in tempore de uno de los momentos más devastadores de la Historia.

Por la naturaleza íntima de estas cartas, atravesadas por su contemporaneidad, Correspondencia 1930-1940 le muestra al lector montones de otros pequeños sucesos, detalles menores a la luz de lo antes dicho, que tienen un destello muy peculiar en la relación epistolar que sostuvieron. Procesos de construcción de una relación y su sustento, que también nos permiten pensar alrededor de diversas cuestiones: nuestro propio tiempo; la modernidad; los viajes; los desplazamientos; el uso y el valor del tiempo. En una época sin pantallas brillantes de cuarzo líquido o LEDs, con velos y necesidad de ellos, las posibilidades de confidencialidad, anonimato y discresión respecto a lo cotidiano tenían otras formas, otros límites. Quienes, como Karplus y Benjamin, coquetean con el anonimato, con el secreto que nunca será contado, se ven envueltos en un mar de usos y costumbres que los constriñen, que los cercan. Hay algo de asfixiante en esas rigideces, hay mucho de poesía en los momentos en que las palabras se tienden entre ellos. Pequeñas joyas narrativas que son pilares casi imperceptibles; los puntos estructurales sobre los cuales no gira el relato sino que demarcan el mapa de una lectura posible.

No es develar ningún secreto decir que si algo sostiene el relato que construyen las 180 cartas publicadas es la tensión de una relación que muta: hombre-mujer; amiga-amigo; protectora-protegido; confesor-confesa; y varias versiones más. Tensión en la que subyace una paridad que se resume en una sola palabra, partenaire, la cual nunca será dicha. Esa opacidad, eso que flota indecible entre las palabras, es el material sobre el que se edifican sus intercambios sobre la crítica, los libros, las lecturas, los viajes, la cultura de la época, posiciones políticas, religiosas o morales que ambos entregan, el uno al otro. Una opacidad que no es sino distancias; una ausencia múltiple: él en una ciudad, ella en otra; él en una situación sentimental, ella en otra; el en un momento lógico, ella en otro. Opacidad cuyo antifaz de palabras es la elección de sobrenombres (Felicitas y Detlef), que encubran los nombres propios; esos que le corresponden a sujetos con obligaciones legales y sociales; los que se sienten a gusto en las tramas del secreto... Y a un ritmo que produce en el texto un efecto coreográfico, algo de danza, de lo que danza y está en juego: encuentros permanentemente postergados por diversas circunstancias, entre los voy y no voy de Gretel Karplus y los espero y comprendo de Walter Benjamin; ambos rezumando de deseos insoslayables, esos de los que el otro sabe pero que no se nombran y sobre los que no se rinden cuentas; no se escriben; no dejan rastro aunque sí huella. Y si algún condimento que pudiera hacernos pensar en estas correspondencias como un bellísimo culebrón, una poética romántica en prosa sobre El Imposible, ahí están las migrañas, sin explicación científica, de la dama, tensada entre la soledad y los profundos deseos, y los deterioros silenciosos de él, de los que Karplus, muchas veces, toma conocimiento a través de conocidos en común.

Y si de ritmos se trata, dos insistencias laten, a diversas frecuencias, a lo largo de la relación: el postergamiento de los encuentros a solas (ella ansía aunque más no fuera una hora pero posterga años; el anhela y añora esa hora que nunca será) y el pedido de Karplus, casi un ruego, para que Benjamin rompa algunas cartas inmediatamente después de leerlas. Cosa de la que nos enteramos gracias a que el crítico alemán hizo caso omiso al pedido de destrucción de las pruebas de sus confesiones; que son, sin duda, las pruebas de sus idas fueran del margen de lo permitido, de lo socialmente aceptable, del corset moral.

Como un cielo estrellado, infinidad de pequeñas luces permiten, a cada lector, trazar sus propias constelaciones imaginarias, con una materia prima que permite disfrutar de su lectura, tanto como documento que deleitará a eruditos e inciados, como al lector que disfruta, simplemente, de una narración con momentos maravillosos, pariente cercana de las otrora exitosas novelas epistolares.Eterna Cadencia | 2011


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Turistas | Hebe Uhart

Con la diferencia entre típicos turistas –llevados cual borregos, enfocados en dos shopping y tres palmeras– y una viajera, decidida a que el italiano que estudió su hijo rinda; con este relato del despliegue de un viaje de ese trío familiar –uno deteniéndose en un trolo napolitano, otro, en los muebles y edificios pedorros, otra, sacada de quicio o fascinada por los castillos de otros siglos–, se inicia este libro de Hebe Uhart, escritora que sabe prestar su pluma a la diversidad de palabras y expresiones de variados sujetos, presentándolos y caracterizándolos maravillosamente, con simpleza y recortando tránsitos nada grandilocuentes, experiencias de distintas vidas.

En este libro nos cuenta también del tránsito de un alemán en buenos aires, “Stephan”, escrito con su lengua particular y bajo su mirada, cruzándose con señora muy buena ha respondido para mí o con Malena, la que como primeras palabras le espeta un ¡y eso con qué se come?; nos cuenta su no entender un estrolado, o el estar en una nube de pedos o con pocas pulgas, ni el queda por el carajo o su particular lectura de en boca cerrada no entra la mosca.

Relatos que, como pinceladas, dibujan recortes, fragmentos minimalistas que pintan pequeños mundos, como el de “Revista Literaria”, que nos presenta a tres hombres reunidos en el bar La Perla del Once, que dan la sensación de que algo importante se cocina allí. Uno que por su cuenta vende lo que venga, y que cree que su amigo es una fuente inagotable de sabiduría, ese amigo que quería ser escritor y plantea temas tales como si el arte elitista había muerto, pretendiendo que la cotidianidad no entrara en las conversaciones y quien idea una revista que no se parezca a ninguna; trío completado por otro que anda de paso, recorriendo carreras, cafés, conociendo una cantidad de personas imposibles de creer.

O el de “Reunión de consorcio”, con quejas de uno, otro que farfulla, el problemita de los animales domésticos, el tema del portero o los revestimientos de mármol y algún robo de la soga de la terraza. O la pintura de “Bernardina”, nacida en Ibicuy, con 16 hermanos, viviendo ahora en Solano y con La Rosa en Lomas, criada para no salir torcida, por un padre que renegaba, relato de sus siete años aquí, aunque no se hallaba, y de su relación con sus hijos y parte de su familia allá.

Aquí y allá que son otros en “Turismo urbano”, con la construcción de una pieza arriba, como si fuese suficiente para separarse de la locura que se cuela; su relación con el amor y la amistad, y su sensación de intemperie, de no ser nadie, de no pertenecer a nadie. Aquí y allá que también tienen su particular modo y encarnadura en esa huida a Mendoza en “La excursión larga”–el hacer solamente para evitar otra cosa–, o en “El departamento de la costa” –dado como parte de pago por la venta de un bien, sito en la playa más linda para la  familia– o el sueño y sus vicisitudes de cumplimiento en el “Centro cultural”, armado en la vieja casa paterna. Despliegues de diversos aquí y allá, atravesados por ideales: de reencuentros, de concreciones, simples, experiencias diversas relatadas por una gran escritora para quien claramente no hay jerarquías respecto a lo que es importante contar.Adriana Hidalgo Editora | 2010


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La última vez que maté a mi madre | Inés Fernández Moreno
por Agustina Szerman Buján

Karina dice que para que los nenes chiquitos entiendan lo que es la muerte hay que regalarles mascota. Porque los animales domésticos viven menos que las personas. Así, la primer experiencia no es tan traumática, sólo la ausencia cuando uno abre la puerta de entrada, no en la habitación. Mejor dicho, el extrañamiento que implica no tener a tu siamés para recibirte te prepara para cuando esté vacía la cama del dormitorio, cuando esa persona ya no esté. Amaina el impacto que va a ser perder a un ser querido. Pasa que la muerte es más alta, más pesada y mas dífícil de pasar por la garganta. Es infinita, omnipresente, omnipotente, como Dios. Pero no, me parece que con la Muerte no hay gato que te prepare.

A lo largo de la historia, sociedades arcaicas la consideraron una divinidad, un privilegio o una elevación. Pero hoy, y desde un tiempo que ya se me hace como largo, lo único que hacemos es vivir el momento, para evitar pensar en el futuro, en la muerte, en la insatisfacción y en el vacío que está implicado en todos esos “ítems”.

La literatura también hizo lo suyo con la muerte. Para Ligeia no fue más que un obstáculo intelectualmente sondeable. Para Madame Bovary la respuesta más lógica y para Lina, que no podría estar mas lejos de estas dos heroínas, es algo que le tocó en suerte. Se le murió la mejor amiga y la hermana, y lo que le quedaba vivo adentro.

Dice, no Karina sino la intelectualidad popular, algo así como que sublimamos el dolor y atravesamos la angustia. Porque la angustia es un proceso. Un proceso que atravesamos. Lina vive en proceso, Lina vivió el Proceso. La muerte es un proceso. Lento y parcimonioso, la acompaña en lo que dura “La última vez que maté a mi madre”. Las personas que se le murieron lo único que tienen en común es que están muertas y que Lina las quería mucho. Nadie la puede culpar por tener una visión pesimista de la vida: que algo salga bien parece milagro. En esta novela de Inés Fernández Moreno dos cosas saltan a la vista: el vacío existencial producto del tiempo que se va y que no vuelve, de la cara que envejece, que es un pro-ce-so como la angustia, y la miseria mas triste que es la supervivencia. La muerte entonces ataca por todos los frentes, ideológicos, ontológicos, psicológicos, vejeztóricos. Lina sospecha que está un poco muerta, que le fue vedado disfrutar de las cosas más comunes y simples que hacen a la pequeña felicidad de los que no son ni fríos ni calientes, los famosos tibios. Tomás en otro momento de su vida hubiera pensado que ese margen de tibieza no se daba con él, que tenía convicciones políticas serias y estoicas. Llegando a los cincuenta, a la quinta década de su vida, comprende que, mal que le pese, él también pertenece al rango de los tibios. Siempre fue así. En la habitación del hotel piensa en el departamento de la calle Canning, hogar de su infancia, última atadura a su padre, sobreviviente de la Alemania nazi. Los recuerdos del pasado se interrumpen con los requerimientos del presente. Tiene que hacerle un último favor a Graciela, compañera desaparecida.

La muerte algo positivo tiene; refresca la perspectiva que se tiene sobre la vida. Desde el presente Lina piensa el pasado. Sin saberlo, evoca el mismo recuerdo que Tomás. Una manifestación. Ninguno de ellos, ni Graciela, su amiga en común, se imaginaban aquella tarde que lo que en principio era una protesta iba a terminar en 30 000 desaparecidos. No sabían que de ellos tres uno no iba a llegar a los 25. Graciela un día desapareció. Desaparecer no es lo mismo que morirse. Está desaparecida: 3sg. tiempo presente-modo indicativo (el de la realidad). Está muerta de la forma más inexacta. Lina, treinta años después, lee en el reverso de una foto “Si digo estar vivos quiero decir casi morirse”, puño y letra de Graciela. Piensa Lina en la relación costo-beneficio de morir a manos de la patria de facto, en el fondo no está tan segura de que dejar la vida así amerite la ausencia de su amiga cuando camina por Agronomía.

Los fantasmas acompañan pero no abrazan. 30 000 vidas quedan a merced del vacío, la cosa que se te estruja adentro, el proceso que Lina está obligada a atravesar porque la angustia es un proceso y Graciela está desaparecida gracias a El Proceso. Lady Gaga se llena la cara de implantes y canta “baby Iwas born this way, baby I was born to be brave, I am on the rigth track, baby I was born to survive” Graciela no sobrevivió, Lina sí. No le dio el aguante para morirse, porque es tibia. Pero Graciela no se tenía que morir. Tenía que seguir siendo amiga de Lina y así tal vez presentarle a Tomás, que también era militante. Se tuvo que exiliar a la fuerza. Como tantas veces en la historia, unos pocos pueden elegir entre el exilio o el genocidio. Digo, unos pocos  porque a la mayoría no le preguntan.

La muerte abarca todo, ya lo sabemos, responde a la condición humana por definición, pero también forma parte de la historia argentina, y eso no era inherente a ninguna de sus acepciones. La historia de Argentina y la de Lina se mezclan. Lina no está agradecida con la historia, ni argentina ni propia. El miedo estaba presente en el pasado y también lo está en el futuro. En el futuro el pasado ya no da miedo, solo duele. Los dos, Tomás y Lina, están transitando ese limbo que es el presente, en el que Lady Gaga es muy valiente y Graciela también. Pasivos ante la vida, vuelven una vez más al pasado, a ver si de una vez y para siempre lo entienden, lo procesan. Repasan mentalmente temas básicos: la infancia, la adolescencia, los primeros novios. Hay un problema y es que no están atrapados en su presente, sino que este simplemente es mediocre. Se tuvieron que ir de viaje para pasar la guerra, Tomás ahora no es más argentino, es Yanqui, ¡traición a la patria!, pero la patria le soltó la mano primero. Tomás pasa muchos años afuera y puede ver como la propia fisonomía de la ciudad cambió, y como cambió el nivel de importancia que tienen las cosas y las relaciones. Pero le debe a Graciela, le debe entregarle el paquetito de cigarillos con la foto de ellas en sus épocas de juventud. Lina, en cambio, vive el momento porque no puede hacer otra cosa, está viva y nada más, no está presente como Graciela. Morirse en la propia ley parece obsoleto tantos años después. Podría haber sido cualquiera. Graciela se muere y  Tomás busca a Lina para cumplirle a su amiga, cerrar esa historia en su vida. Pedazo por pedacito, cada objeto que tocan o que ven los lleva a reconstruir el pasado. Los objetos sirven como catalizadores del recuerdo. Están detenidos en el tiempo, como Graciela, no envejecen, portan la historia de sus dueños, el sweater, los muebles. Los dientes de la hermana muerta. Lina y Tomás se conocieron en una manifestación en el año 76' y se abrazaron en el hall de un edificio para pasar desapercibidos, 30 años fueron necesarios para que la adolescencia se haga vejez y el azar los cruce nuevamente, no ya en medio de una corrida sino en el aeropuerto de Ezeiza rumbo a San Pablo. Ahora si es momento.

El destino está, existe. El futuro no nos angustia por lo que tiene de incierto, sino por lo ineludiblemente certero que es. Desde los griegos sabemos a donde vamos a parar, lo que pasa es que en su época tenía un poco más de vuelo poético la cosa; el genocidio no llegaba ni a neologismo.

Punto de Lectura | 2006



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Crack-Crack-Crack-Up
por Javier Martínez

La propuesta parecía un juego literario en el que se ponía en juego un mecanismo como el de las muñecas rusas: la librería Crack-Up presentaba, a través de su sello Crack-Up, el libro El Crack-Up de Scott Fitzgerald. Cita ineludible al chiste por triplicado que estuvo en boca de los encargados de la presentación del libro: Marcelo Cohen, su traductor; Alan Pauls, su prologuista, y Rep, el ilustrador de la tapa. Ante una concurrencia que colmó el espacio de la librería, se presentó una edición que se destaca por una serie de aciertos que el lector local agradecerá y cuya primera traducción (para ir metiéndonos en el fondo del asunto) es un precioso objeto libro, tan cuidado en su confección material como en su intensidad intelectual.

La noche despuntó con Cohen haciendo una introducción alrededor del acierto en la elección de traducir este texto de Fitzgerald, originalmente publicado después de la muerte del escritor norteamericano. Luego de un paseo por su lectura sobre la constitución de los catálogos de las pequeñas editoriales y algunas trazas históricas con otros emprendimientos similares, libreros devenidos editores, se internó en los vericuetos de la traducción en sí, en los mecanismos de la elección de las palabras, en el sentido de la traducción y de lo que se traduce, de lo intraducible, de ese resabio de lo que se pierde en la traslación a un idioma distinto a aquel en el que el texto fue escrito. Y de cómo la elección estética de los mecanismos de traducción pueden dar como resultado un libro distinto por cada traductor.


Foto: Esteban Roca

La rispidez y cierta crudeza no ahorrada por Cohen para con los presentes, tuvo un interesantísimo contraste cuando Rep se encargó de contar su acercamiento a El Crack-Up y a Fitzgerald. De cómo la tapa que más que tapa considera afiche (con las sutilezas y profundidades que ello implica), fue concebida en una aparente contradicción: el tránsito por un texto que es testimonio de la degradación de un hombre, por la mañana, en yuxtaposición con el colorido carnaval de Gualeguaychú, por las noches; ejercicios ambos que desembocan en la confirmación del rasgo en tensión de lo vivificante y lo mortuorio; esa tensión en la que se debate todo sujeto. Y, como un eslabón de una cadena simbólica que recorrió el discurso de los presentadores, hizo hincapié en el acierto de los traductores en usar el título original en inglés, con el artículo en español; centrado en la belleza que le resultó trabajar con la grafía de esas palabras y no con algún modo de traducción posible del término inventado por Fitzgerald.

Esa elección fue la que retomó Alan Pauls para ubicarla en una perspectiva que redobló la apuesta: los nombres propios son intraducibles; el título es el nombre propio de un libro; por lo tanto, el título de un libro no debería traducirse. Y a partir de allí, entendiendo allí como un lugar conceptual, armó un recorrido por la génesis del libro; por la construcción del término Crack-Up como una enfermedad intraducible; la posición dual de Fitzgerald como enfermo y médico diagnosticador de esa enfermedad, una suerte de Jekyll y Hyde de sus propios tormentos íntimos; la relación entre el escritor y su editor, Edmund Wilson, no carente de patadas simbólicas al caído; y El Crack-Up libro como producto de ese encuentro singular (que pocas veces sucede) entre un escritor y un editor. Crack-Up | 2011


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¿Qué es el Tiempo? | Antje Damm

La pregunta del título abre un primer interrogante: ¿cuál será el modo en el que el complejo concepto que es el tiempo le será transmitido a lectores de 5 años de edad en más? La respuesta se construye a lo largo de 70 páginas en las que Antje Damm (Wiesbaden, Alemania, 1965) propone 70 interesantísmos modos de acercarse a la noción del Tiempo. Y los recursos son de lo más variados y divertidos: la medición del mucho o poco tiempo del que se dispone para una tarea, trabajo u obra; la interpretación de refranes; las estaciones del año; la secuencia fotográfica de 8 cumpleaños cosecutivos de una misma niña; los modos de medir el tiempo; la longevidad de los animales; los modos de jugar en diferentes épocas históricas; tiempos lógicos y cronológicos; pérdidas. Con textos breves, no carentes de humor; apoyados en acertadas ilustraciones, fotos, collages, dibujos; ¿Qué es el tiempo? es un muy buen libro para compartir con pequeños y tomarse el tiempo de responder las preguntas que va suscitando la lectura.

Ediciones Iamiqué | Colección Los Fuera de Serie | 2011



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Tangos mareados

Poemas tangueros, letras de tango; ambos han incursionado en los alrededores taciturnos de los vahos alcohólicos. Sea el vino, el champán o el ajenjo, se encuentran retratados en esas piezas literarias breves, cercanas a los clásicos sonetos. Relatos que no siempre acuden a la imagen cruda del borracho derrumbado, hombre que se desmorona, sino que alude, sugiere, apenas roza.

 

Punto cero ¬ Belisario Arévalo


La fule fulería de estos días
la menesunda donde me desboco
me daña el corazón, me saca loco,
mejor el campo, el sol, la taquería

Me la paso ladrando de mañana,
me hice sobón y amigo de las minas
llámense Ester, Carlota o Catalina
sean de ajoba, postas o bacanas

Andar en bondi, palpitar la suerte,
ir a la misa por las dudas, cansa,
el cimbrón que no para ni se amansa
y encima recordarte y querer verte

Me voy al bar buscando el amasijo,
el gran final, el botellón de caña,
tanto turraje con sus tantas mañas
y vos también que me tenés de hijo

 

Copa de ajenjo ¬ Carlos Pesce

Suena tango compañero,
suena que quiero cantar,
porque esta noche la espero
y sé que no ha de llegar.
Y en esta copa de ajenjo
en vano pretendo mis penas ahogar.
Suena tango compañero,
suena que quiero llorar.

Pensar que la quise tanto
y embrujao por sus encantos
hoy perdí la dignidad.
Soy un borracho perdido
que en la copa del olvido
busca su felicidad.
Son caprichos del destino,
que lo quiso una mujer,
si está marcado mi sino
quién sabe si ha de volver...
¡Pero yo la esperaré!

Suena tango compañero,
como una recordación.
Si lloro porque la quiero,
son cosas del corazón.
Sirva otra copa de ajenjo
que a nadie le importa si quiero tomar.
Porque esta noche la espero
y sé que no ha de llegar.

 

Y, para cerrar el broche de oro tanguero, el monumental La última curda, de Aníbal Troilo y Cátulo Castillo, con Pichuco al bandoneón y el canto de Edmundo Rivero, ese feo de voz maravillosa.

Escuchar La última curda



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