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Octavio Paz

Escritos

Los fusilados de la sociedad
por Javier Martínez

¿Importa que A sangre fría no sea la novela inaugural de la non-fiction porque en 1957, 9 años antes, Rodolfo Walsh comenzaba a publicar -fragmentariamente- Operación Masacre? Una cuestión está más allá de cualquier puesta en juego de la virilidad y de la tentación de reclamar la paternidad del género; más allá de la incidencia de la palabra del mercado editorial norteamericano y su peso para fundar un género literario: las piedras basales de la non-fiction, acá o allá, giran en torno a fusilamientos y que, sin que medie casualidad alguna, tanto la vida de sus escritores como la génesis misma de los asesinatos que narran están profundamente ligados a la esencia social de sus respectivos países de origen. Uno, envolviendo en glamour la violencia cotidiana sin explicaciones lógicas posibles, individual y privada, que hoy emerge como masacres en colegios; el otro, denunciando fusilamientos clandestinos, siendo asesinado por la corporación represiva a la que denunció.

En Operación masacre, Walsh narra los fusilamientos de militantes peronistas en José León Suárez, provincia de Buenos Aires, Argentina. En lo que se convertiría en una práctica de rutina para la dictadura militar que asaltó el poder político en 1976, los detenidos fueron llevados a un descampado e incitados a correr para intentar salvar sus vidas: les dispararon por la espalda en un simulacro de fuga. De las doce personas sometidas al fuego fusilador, cinco fueron asesinadas, mientras que las otras siete fueron dadas por muertas en el lugar. A pesar del espeso manto de silencio impuesto por los fusiladores (no mostrar la ilegalidad de la matanza) y de los propios sobrevivientes (miedo a ser encontrado), la noticia le llega a Walsh por lo bajo: un comentario sobre un fusilado que vive, un regresado de la muerte, un testigo del horror. El escritor se encuentra con la obra: investiga la masacre; da con sobrevivientes escondidos detrás de muros de silencio, tratando de ser invisibles; articula el movimiento de la pluma ficcional con la crueldad de un retazo del principio de realidad. Su historia es política y su relato es político porque su escritura es política. La transformación de la obra a lo largo de las publicaciones dispersas de sus fragmentos y su posterior reunión en libro, es política. El escritor es en su propia narración, no ya como creador de texto sino como objeto de esa textualidad: sale transformado del acto de la escritura. Que, con posterioridad a la publicación de la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar,Rodolfo Walsh fuera fusilado en plena calle no es sino un giro de la Historia en el cual sella, con un toque de dramatismo literario, una parábola sobre la escritura como herramienta política y su poder de subversión. Es evidente que su forma de morir está estrechamente atada a su forma de vivir: "Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles", son sus últimas palabras impresas.

Si bien Truman Capote también es transformado por el trabajo de escritura de su novela insignia, hay en él una intención previa en el descubrimiento de la non-fiction. Encuentra su línea argumental en un pequeño recuadro del New York Times, en el cual se narra el asesinato de la familia Clutter en Holcomb, un pueblo diminuto en el estado de Texas, EEUU. Allí Dick Hickock y Perry Smith fusilan a los cuatro integrantes de la familia cuando entran en casa de éstos a buscar una caja fuerte inexistente. Lo que llama la atención de esa matanza es la ausencia de un motivo cierto para la matanza, la falta de una justificación que calme la paranoia de los habitantes de bien; si es que es posible, a esta altura de la cultura, justificar el asesinato. Capote viaja, investiga, logra sus objetivos por contraste: es un diminuto escritor glamoroso de New York en un embrutecido pueblo rural del medio oeste; entrevista a los asesinos, los seduce y es seducido. Lo que se le cuestiona al autor, en relación a Lo Moral, es el uso despiadado del decir y desdecir; su camaleónica actitud de pivotear entre el lujo neoyorquino y el desierto de la celda de castigo; el modo de producir la confesión y no cumplir con su promesa de interceder ante sus influencias en La Política para evitar la pena de muerte de los culpables confesos: en concordancia con el american way of life, termina victimizando al asesino despiadado; lo engaña, le hace creer que otra vida es posible, traiciona su esperanza: Capote necesitaba un final y qué mejor final para A sangre fría que la ejecución de Hickock y Smith. La gran novela-realidad, que escribió luego de cinco años de trabajo, se devoró su futuro literario. Murió con los Clutter, murió con la ejecución de los culpables.

Para una lectura política, poco importa el supuesto mérito de la invención de un género literario; no interesa trazar paralelismos ni superposiciones entre Walsh y Capote; serían anecdóticas las coincidencias circunstanciales que pudiera haber entre los mecanismos literarios de Operación masacre y A sangre fría. Pespuntes de los orgullos nacionales que se pierden en otra evidencia que ambas novelas muestran como llagas: el trabajo de su escritura habla del compromiso de cada uno de estos escritores con su propia lengua/patria y, por extensión, con la sociedad en la que han nacido, crecido y muerto. Sea narrando la furia del asesinato individual, envuelto en glamour y traicionado a la esperanza; sea dando testimonio del anticipo del terrorismo de estado y el horror profundo de la masacre por venir.


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Libertad | Jonathan Franzen
por Andrea Barone

A posteriori de Las Correcciones, nuevamente una gran novela de Franzen despliega los lazos de una familia americana; los orígenes de Patty, su solitaria y desdichada infancia; hija mayor dejada de lado tanto por su madre –demasiado ocupada en causas sociales y en su activismo político–, como por su padre –abogado, ocupado en otras causas–, encuentra un lugar en un equipo de baloncesto, transformándose en una exitosa y brillante deportista.

Ya en la universidad, conoce a Walter, un enérgico ecologista que se ocupa también de ser el sostén de su familia; hijo de un padre borracho y una sumisa mujer, es quien se encarga del funcionamiento del hotel familiar, al menos hasta un momento de su vida en el que puede producir una ruptura. Convive con su amigo Richard, pseudo estrella de rock adolescente que encandila a varias, consumiéndolas, entre ellas a Patty y una amiga de esas épocas; y es justamente él la causa de su acercamiento a Walter, produciéndose en un momento decisivo: una disyunción entre uno y otro, abriendo una nueva historia entre Walter y Patty.

Qué va deviniendo la historia entre ellos tres es parte de la trama que se va desplegando en esta novela, recorriendo distintos matices, momentos y consecuencias: pasiones, envidias, amores y odios, admiraciones, haceres para y palabras no dichas. Con buenas dosis de humor, tintes de acidez incluidos, pinceladas poéticas y una interesante trama, Franzen va desplegando un cuestionamiento al status quo de los sujetos, de las políticas, del concepto y la práctica de la libertad, en nombre de la cuál también se realizó la matanza y devastación de Irak, conjuntamente con los grandes negociados del petróleo.

Con su mirada crítica e incisiva, desgranando encuentros y desencuentros de distintos sujetos y en las distintas versiones del amor –a cada hijo, amigo/a, partenaire u otro lazo familiar–, atravesadas también por el tiempo y los efectos de lo realizado y no realizado, el norteamericano va entramando lo que roza y bordea a la muerte. Elecciones, posibilidades abiertas más allá del ideal que dan lugar a algo nuevo y a otra versión –con distintinto costo– de un márgen de libertad.

Salamandra | 2011

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Filosofía Zombi | Jorge Fernández Gonzalo
por Diego Singer

Si hay un monstruo que se ha hecho del monopolio del capital sanguíneo, es sin dudas el vampiro. Su alimentación basada exclusivamente en la sangre humana le permite erigirse en un degustador privilegiado, casi en un sommelier. Por lo demás, su figura excéntrica, su mirada seductora y su porte aristocrático, terminan de configurar –a pesar de la animalidad vampírica– una estampa de élite y refinada bestialidad.

Sin embargo la sangre no se trasvasa siempre de forma tan certera, tan límpida y elegante. El vampiro está obsesionado con la pureza de la sangre, quiere sorber hasta la última gota, por eso realiza prácticamente una transfusión. Pero todos sabemos, los que somos carnívoros, que la sangre chorrea y salpica, aun cuando no sea el plato principal del que nos alimentamos. En la escuela nos enseñaron sobre sistemas circulatorios abiertos y cerrados, pero todo estalla, mancha y gotea cuando desgarramos la carne y hendimos la fragilidad de la piel. Y es la figura monstruosa de los zombis la que sabe de desgarros de la carne humana viva, de jirones sanguinolentos y de jugosos cerebros.

Jorge Fernández Gonzalo explora algunas de las características del zombi como concepto filosófico y sociológico en su ensayo titulado Filosofía zombi. Quizás lo más interesante de esta figura –explotada más en la filmografía que en la literatura– es que se presenta como parte de una horda, de un colectivo desmembrado de no-muertos incapaces de articular prácticamente signo alguno. Mientras que el vampiro entra en el orden del deseo y la sensualidad, “la horda no tiene deseo, sólo instintos. Su única necesidad es su propio mantenimiento de vida”. Lo que aterroriza de los zombis no tiene que ver simplemente con el temor a ser comidos por ellos. Se trata de su radical otredad, de su inagotable lentitud maquínica, tal como la podemos apreciar en las películas de George Romero La noche de los muertos vivientes (1968) o El día de los muertos (1985).

De todas maneras, aún más fuerte que el horror que produce la masa informe de cuerpos putrefactos que está a punto de atacarnos y devorarnos, encontramos el reflejo de nuestras pobres vidas alienadas en ellos. Y esto no produce horror, pero sí una desazón que no tiene remedio alguno. En la película La tierra de los muertos (2005) encontramos el siguiente diálogo: “–…hay una gran diferencia entre ellos y nosotros. Están muertos. Es como si fingieran estar vivos. –¿No es lo que hacemos nosotros, fingir que estamos vivos?”. La no-vida de los zombis remeda la no-vida consumista, repetitiva, chata y aburrida de los que supuestamente estamos vivos en el mundo contemporáneo. Por este motivo, a diferencia de las lejanas y misteriosas tierras de Transilvania donde habitan los vampiros, los zombis aparecen en medio de la ciudad, asediando un centro comercial o arruinando unas vacaciones de adolescentes que hacen fiestas en las casas de sus padres. El horror de enfrentar a los zombis es también el de ver nuestra muerte en vida.

La irrupción de los zombis rasga la frágil escena de bienestar en la que pretendemos hallarnos. Y lo hace desde abajo. Para devorarnos. En la tipología de los monstruos políticos realizada por Michel Foucault son los reyes y los nobles quienes violan la ley, la prohibición del incesto, se trata de la monstruosidad sexual del vampiro. Pero es al pueblo zombi, a la horda sin nombre que viene a arrasar con nuestra civilización, a quienes se adjudica la violación de la otra gran prohibición: la antropofagia. Y como cualquier violación, no es un acto limpio. La alimentación monstruosa despedaza vísceras y carne, chorrea sangre con una estética cercana al gore y huele mal. Después de todo, los zombis parecen alimentarse exclusivamente de vivos y nosotros, los que aún estamos vivos, sólo nos alimentamos de cadáveres. Huele muy mal.

Anagrama | 2011



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Paisajes después de la batalla | Juan Goytisolo
por Jota G. Fisac


Cuando aquella mañana nuestro hombre salió medio dormido a la calle en busca de su trago matinal de calvados para descubrir, atónito, que los letreros de los bares y restaurantes, del cine, del periódico y hasta del ayuntamiento, “habían sido cambiados por otros pergeñados en el alfabeto extraño”, las diversas hipótesis manejadas para explicar lo que parecía una conspiración confluían todas en una: era “cosa de los metecos que, en número creciente, se infiltraban en los edificios semiruinosos abandonados por sus antiguos moradores y ofrecían la fuerza de sus brazos a los comerciantes acomodados del Sentier”. Con esta “Hecatombe” se inicia Paisajes después de la batalla, la novela de Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) publicada en 1982 con la que, en palabras de Carlos Fuentes, el escritor barcelonés inaugura la novela de la ciudad migratoria.

Treinta años después de su publicación, Paisajes después de la batalla sigue mostrándonos la ciudad migratoria como un lugar de ósmosis pero también de conflicto. Los setenta y siete fragmentos que conforman la novela van dibujando el “París de los trayectos que se bifurcan”, una ciudad poblada de exilados, refugiados, disidentes, misántropos, inmigrantes; tribus que se depositan una sobre otra como “las capas de un pastel hojaldrado”. Desde la buhardilla de nuestro hombre -el monstruo del Sentier- miramos afuera, donde todo sucede. Y pegados a él recorremos los vericuetos del metro, nos sentamos en parques y plazas, asistimos a conferencias (“Albania: último bastión”), a manifestaciones de apoyo y de protesta, o al homenaje al soldado desconocido, quien al ser exhumado, para escarnio de los mercaderes del honor y la patria (“¡Dios mío!/¡Qué horror!/¡No puede ser!”), resulta ser negro.

Alguien me dijo en una ocasión que entre los autores en lengua española solamente Cervantes era más estudiado que Juan Goytisolo en las universidades norteamericanas. No sé si es cierto, o si lo fue durante un tiempo, pero la obra de Goytisolo es una de las más iconoclastas y experimentales que se conocen; una obra que ha atentado siempre Contra las sagradas formas (título de uno de sus últimos libros de recopilación de ensayos). Y Paisajes después de la batalla, una divertida novela que se apoya en la ironía y la parodia, ocupa en la obra de Goytisolo un lugar de privilegio en esa oposición a las formas establecidas. De la misma manera que la ciudad migratoria es el lugar de encuentro de las lenguas de las tribus que la habitan pero también el escenario del conflicto entre ellas, Paisajes es el espacio donde personaje, narrador y autor confluyen y conforman un ser poliédrico en el que “ideas, sentimientos, libido tiran por diferentes caminos”; un ser que parece disociarse hacia el final de la novela, cuando nos advierte: “Cuidado lector: el narrador no es fiable...no deja de engañarte ni un instante”.

Pero la obra de Juan Goytisolo no se muestra comprometida solamente con la literatura y con la tradición literaria a la que el autor pertenece, sino también con la defensa de los derechos de los seres que habitan el margen. Y la coexistencia de ambos compromisos, que es una de las características más notables de Paisajes después de la batalla, se manifiesta con ironía y humor en alguno de sus fragmentos. Un ejemplo: un músico llegado a París procedente de la diáspora hispana del 39 resuelve oponerse a la dictadura que lo ha expulsado con una huelga artística: no volverá a componer una sola nota mientras el dictador se mantenga en el poder. Así, durante casi cuarenta años, el músico, frente a las partituras en blanco que van conformando su cada día más prolija obra no escrita, ensaya sin rozar siquiera las cuerdas de su violín, o sentado frente al piano con los brazos cruzados. Hasta que esa música que (no) ha compuesto por oposición al totalitarismo que lo expulsó, es llevada a escena: “Concierto en la mayor para instrumentos de silencio”, diecisiete minutos de estricto silencio cageano frente a las protestas del público y el pataleo de la sala. Revolución y vanguardia; compromiso y experimentalismo. Goytisolo en estado puro.

Espasa Calpe, 1990



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Anatomía del poema
por Carlos Skliar

Un poema comienza en cualquier parte y acaba en cualquier lugar. Por ejemplo, puede comenzar en la palabra “Irse” y acabar, enseguida, con “la página anterior”. O iniciarse en “Vivir acuclillada” y concluir con “los rayos de sol no regeneran a los muertos”. Incluso nace y muere con independencia de la hora del día. Está hecho de cualquier palabra y con cualquier forma. Asume cualquier movimiento gramatical, permite varios dibujos posibles, es permeable a la invención, a perforar el límite anticipado de la creación. No tiene tema preciso, su materia es, quizá, una vasta y deseada imprecisión del tema. No hay extensión indicada para el poema, ni hacia los lados ni hacia abajo, en su descenso hacia lo último posible de ser escrito, de ser dicho. Hay una escritura hecha con la voz: por ejemplo “Dime lo que he de hacer”. Hay una voz revelada en la escritura: “Dime qué fue de mí”. Se escribe y se lee con el silencio o con la tonalidad o con una inusitada gestualidad. Se completa en esa extraña reunión entre dos ausencias y dos presencias: el poema y el lector. Se hace el poema entre lector y poeta. Conlleva padecimiento, peligro, riesgo. Toca el umbral de lo imposible. El poema, al ser traducido, se duplica en otro poema. Pero no se deja multiplicar al infinito. No se deja travestir por otro poema. Hay pájaros y hay cables de alta tensión. Hay manos y hay bordes. Hay agua envenenada y hojas de otoño que no están en los árboles y que aún no tocaron con su perfil la suave mañana de su suelo. Hay niños y hay dientes que están cerrándose. El poema tiene hambre, olvido, nubarrones, párpado, pierna, aliento, nada. “Está bajo la sangre que tapiza la superficie de mi mente”, con “las rodillas pegadas al mentón”, “de pie para no enredarse con la sombra”. El poema tiene sus destinatarios ocultos y, menos ellos que si lo saben prefieren no haberlo sabido, todos creen ser los destinatarios nombrados en el poema. Hay un poema o varios poemas para cada uno de nosotros. No era nuestro y se ha hecho nuestro. La escritura del poema sugiere una conversación, no cualquier conversación, una conversación que pide atención y escucha; quizá para no decirle nada a nadie; tal vez para hacer sucumbir a todos los que leen: “Querer sobrevivir ha de ser la costumbre”; el poema puede invitar a una acción; a hacerla y a deshacerla: “Decidir irse. O mejor, quedarse. Porque es demasiado largo, decidir”. El poema es una pregunta curvada hacia dentro y hacia fuera, no es una pregunta de uno hacia otro, ni una pregunta que viene del otro hacia uno; es una pregunta que permanece como eco, eco obstinado y repetido: “¿Quién disuelve?", “¿Yo?”, “¿Dónde entonces la calma?”, “¿Qué haremos del poema sin metáfora?” El poema pregunta y se pregunta. Y se niega a la respuesta, a la conclusión de las “cosas impacientes”, del “Hay demasiado Aún para perderse del todo”. El poema tiene una musicalidad que apenas si puede apreciarse entre dos lágrimas, dos cierres de ojos, dos silencios. Su música es de voz ronca, de voz difusa, de una voz que dice y se arrepiente, de una voz que dice y arrolla, de una voz que dice su contrario, su afirmativo no, su yo encadenado a la fragilidad de un barco que aún no ha zarpado, que dice que no ya dirá más, que dice todo y dice basta al mismo tiempo, que dice: “la voluntad ausente”, que dice: “Sin implicarse. Imposible no implicarse”, que dice: “decir yo” y que dice “la podredumbre instándose en el dentro”. El poema es el doble testimonio de un silencio interrumpido por la escritura y la lectura del poema. El poema se envuelve en silencio, porque tiene la propiedad de la interrupción, de lo imprevisible, de lo inesperado. Es el silencio de la adivinación, de la pronunciación tartamuda, balbuceante, babélica. Silencio del poema que no está sino en una soledad suprema, no superior, suprema. Soledad necesaria para que algo, alguien, diga que se ha hecho del sí mismo, o de cualquiera; porque uno es cualquiera en el poema; es uno, sí, porque el yo obliga a ser formulado y borrado, apagado, quitado del medio; es otro, también, porque se trata de quien no está, de quien no estuvo, de quien se quisiera que esté, pero no ahora, sino antes o después, es decir, durante: “¿Corté el hilo o simplemente lo solté? / ¡Se sueltan tantas cosas! / Y ¡hace tanto tiempo! El aire se entumeció. / ¿O fue la mano? Quedó en suspenso, creo, suspendida. / No sé si lo recuerdo. ¡Inventamos tantas cosas!”. Se le habla a él, a ella, tienen nombre, aunque se hayan olvidado, aunque quizá se hayan ido, aunque dejen de poder ser pronunciados por otros medios a no ser el poema. El poema es el único medio de decir el nombre de a quien ya se ha olvidado. Se le dice a él a ella, con las palabras que resultan de mirarse en un espejo vacío, en un espejo no apenas roto sino además desierto. Se le dice a él a ella, porque es necesario “lo indispensable acompañando”. El poema se retuerce porque le es imprescindible la escritura. El poema se escribe con la escritura que se está escribiendo. Se escribe el poema y hay una multitud que ignora que asiste a la escritura del poema. La escritura del poema es una abstracción y una concreción, pero quién sabe cuál es cuál, dónde está dicho que: “no hay mente, sólo imágenes o temas que se ofrecen para serlo”; quién puede así responder al “Cuéntame una historia que no tenga final”. El final está allí, en el “cuéntame”. El principio también lo está. Por eso no hay calma en el poema, ni siquiera en su penúltima versión, no hay satisfacción, no hay mérito, no hay, otra vez, nunca, la calma en el poema: “Pero no aconteció. La calma, digo. No aconteció la calma”.

Todos los textos entrecomillados fueron extraídos del libro de poemas Hilos de Chantal Maillard. Ob. Cit.


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Más allá del glaciar: Anahí Lazzaroni
por Viviana Abnur

 

¿Qué se puede decir de esta ciudad complicada/como pocas, aturdida y casi sin remedio/donde extienden sus redes tantos maleantes?

Así describe Anahí Lazzaroni en su último libro El viento sopla (El suri porfiado, 2011) la ciudad que habita, dirán, en los confines del mundo. Ciudad de curiosos y aventureros, donde el ojo de Anahí observa y se detiene para hacer foto, poema, del vaivén cotidiano de sus habitantes. Y a pesar del tiempo transcurrido desde que llegó a Ushuaia, hay asombro todavía y ganas de seguir contando. Tal vez por eso sus poemas son una invitación a entrar, a conocer la ciudad del aparente despojo.

Nacida en La Plata en 1957, reside en la capital de Tierra del Fuego, desde su infancia. Publicó entre otros Viernes de acrílico (1977), Liberen a la libélula (1980), Dibujos (Ediciones Revista Aldea, 1988), En esta ciudad se escribirá una novela (prosa, Ediciones Revista Aldea, 1989), Bonus Track (Último Reino, 1999), A la luz del desierto (Último Reino, 2004). También, entre 1986 y 1994, codirigió la revista Aldea. Poemas suyos han sido traducidos al catalán, coreano, francés, inglés, italiano y portugués.

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Amor ciego | V. S. Pritchett

El rumbo anglófilo que Luis Chitarroni le imprime a esa magnífica aventura editorial llamada La Bestia Equilátera, nos permite acercarnos, en español, a literaturas tan potentes como la de este inglés, nacido en Sufolk, en 1900. Escritor de otro siglo, se lo mire por donde se lo mire, está mediado por la impecable traducción de Martín Schifino, cuyo trabajo no se ve, a los ojos del lector atrapado por las situaciones tan cotidianas como fantásticas que Pritchett condensa en 6 relatos.

El desembarco de esta obra, ha llevado a los críticos a ponerle un marco, un contexto estético; a intentar explicar el porqué recomendar (fervientemente) su lectura a partir de mirarlo a través de otras obras y otros autores; a pura yuxtaposición con piezas y autores considerados fundamentales y fundacionales de la literatura moderna; a entregar un tinte, un aroma, un relojeo de lo que el lector se encontrará por cercanía con otras voces. Sin embargo, y más allá de la ayuda que puede significar para el lector, esta obra de Pritchett no necesita de esos mecanismos habituales para ubicarlo como un ineludible. La obra de Pritchett se sostiene por sí misma y provoca, en la comparación, la necesidad de aclarar por dónde se escapa, cuál es el ribete que no lo hace tal ruso o cual inglés.

La sola presencia de Amor ciego, cuento que le da título a la compilación, justifica su traducción, su puesta en libro. De una potencia extraordinaria, se escurre de las inflexiones lógicas de lo esperable; ingresa en los detalles más mínimos, mirada microscópica que revela lo que pasa desapercibido; y pone en ese registro lo que, por fuerza de lo cotidiano, deja de ser visto, escuchado, leído. La contratapa del libro expone la superficie de este cuento y, al hacerlo, en nombre de todos los demás, encubre las profundidades que el lector descubre con sorpresa y gozo y júbilo y alegría; entramado con los momentos en que la mirada del detalle, al contrario de lo que podría suponerse, le imprime al relato una velocidad inusitada. En ese texto introductorio a Amor ciego, se habla de coartadas y de zonas de exclusión, de la configuración de un cuerpo y de lo horrendo que roza, sin ser dicho, con lo monstruoso. Sin embargo, la elección de un empleador ciego, cuya minusvalía lo hace –en el a priori de la empleada– seguro e inofensivo, se traspone en erotismo del más duro y puro cuando los hilos de la seducción comienzan a mover la ceguera de él y la horrible mancha en el cuerpo de ella en un movimiento de flujos y reflujos, pleamares y bajamares del deseo que va más allá del ojo y la voz, que se hace de miradas (aún sin ver) y lenguaje (incluyendo lo nunca dicho). En este cuento inicial (el que inicia el libro pero, por sobre todo, abre el mundo Pritchett) están expuestos los puntales narrativos y las bases estéticas de lo que devendrá libro de cuentos. El erotismo será el hilo conductor; ese erotismo que a la luz de lo pornográfico parece menor, casi inocente y desvalido; pero que fluye y explota con toda potencia para arrasar con la necesidad de lo explícito y lo obsceno; ese minúsculo lugar del lenguaje en que lo infinitesimal no es sino la brecha interminable de un verdadero encuentro.

La Bestia Equilátera | 2011



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John Polidori, el lado B de Lord Byron
por Javier Martínez

En la historia del arte pueden encontrarse relaciones de amor y odio sincrónicas, inevitables y, a su modo, enriquecedoras. El más conocido de ellos es el caso de Wolfgang Amadeus Mozart y su ladero Salieri, que fuera usado como metáfora por León Gieco al denominar(se) de ese modo respecto del genio musical de Charly García. La literatura tiene, en su veta romántica, un caso similar: la relación establecida entre el genio de Lord Byron y su médico personal, aspirante a poeta y amante en el silencio, John Polidori.

Primogénito de familia numerosa, Polidori nació en Londres en 1795. A los 16 años comenzó sus estudios de medicina en Edimburgo, coronando su carrera con la presentación de su tesis sobre el sonambulismo, apenas tres años más tarde. Recomendado por un colega, el joven médico con aspiraciones de poeta trabó contacto con Byron, quedando fascinados mutuamente, amor a primera vista. A pesar de ese reconocimiento académico, su pericia para el ejercicio de la profesión fue motivo de burlas de su querido Lord, quien con más inquina y desprecio maltrató su obra escrita. La miel y la hiel de esa relación fueron tallando en Polidori al personaje que le daría el mayor reconocimiento literario de su corta e intensa vida: Lord Ruthven.

Conocida es la anécdota: en 1816, un año de clima atípico gracias a las cenizas de una de las explosiones volcánicas más salvajes de la historia, Lord Byron y su médico se trasladan a Villa Diodati, Suiza. En junio desembarcan allí el poeta Percy Shelley y su prometida, Mary Wollstonecraft Godwin, junto a Claire Clairmont, hermanastra de Mary y futura esposa de Byron, y un par de amigos más. La afición de Polidori por la lectura de un libro de cuentos de terror disparó la idea de Byron de hacer una competencia en la cual los presentes debían escribir su propia historia de terror. Como era esperable Byron y Shelley olvidaron rápidamente el asunto y sólo Mary y Polidori lograron terminar sus relatos. Textos ambos que constituirían las bases de las novelas de terror modernas: Frankenstein o el moderno Prometeo, de parte de la dama; El Vampiro, de parte del doctor.

En ese relato, Polidori tiene el tino de darle una vuelta de tuerca a las historias de vampiros que circulaban en su época y construye a Lord Ruthven, un aristocrático señor que mantenía su vida con proyección eterna chupando sangre de los cuellos ajenos, preferentemente de las damas y mozalbetes a los que lograba seducir con su atildada elegancia y sus modales refinados. Vuelta de tuerca que marcó, hasta la actualidad, a todos los chupasangre, literarios y/o cinematográficos, que le sucedieron. Con el Conde Drácula a la cabeza.

Pero más allá de esa fundación simbólica de la literatura, las vicisitudes alrededor de la escritura y posterior publicación de la novela El Vampiro hacen de ese texto un campo de lectura en el cual es posible leer, más allá de la novela, los hilos invisibles de la trama amorosa (consumada o no es lo de menos) de Byron para con su médico personal. Despedido por el poeta, el galeno viajó a Italia y, a su vuelta, la historia de Lord Ruthven, inspirada en un relato trunco de Byron, fue publicada por primera vez, sin su consentimiento y siendo adjudicada a la pluma del genial poeta inglés. Como si fuera una burla del destino trágico que sumiría a ambos en una muerte temprana, el Lord decidió deshacerse de tal confusión y publicó su “Fragmento de una novela”, su otrora obra trunca para que el cambalache armado alrededor de esa publicación se ordenara un poco. Para Polidori, la mezcolanza y el título elegido por Byron fueron un mazazo. Inevitablemente, volvió a escribir bajo la influencia de su antiguo empleador y muy cercano al misticismo que John Milton le imprimió a la literatura, su extenso y pretencioso poema “La caída de los Angeles”, anónimamente y poco antes de su muerte, como si el peso simbólico de Byron le hubiera aplastado cualquier posibilidad de trascendencia poética. Fiel hasta el final con el romanticismo y sus mascarones de proa, Byron y Shelley, puso fin a su vida mediante ingesta de cianuro, poco antes de cumplir los 26 años. Aún hoy (y quizá por siempre) opacado por las titánicas figuras de los dos grandes poetas ingleses, el devenir de Polidori es el testimonio de un precepto que atraviesa la cultura occidental ligada al libre albedrío, la libertad sexual y el consumo de drogas. Una suerte anticipo del rockero “vive rápido, muere joven”.


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