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La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre
José Saramago

Sabores

Budín Clásico Veronique
por Verónica Miramontes

Receta heredada de familia, pero que ya me apropié, convertí en mi clásico y la he esparcido entre generaciones que me anteceden y amigos varios con gran aceptación. Es un budín muy rico y rápido de preparar que puede ser versionado a gusto.

Ingredientes básicos:
-100 gramos de manteca
-1 taza de azúcar
-2 huevos
-1 y ½ taza de harina leudante
-1/2 taza de maicena
-1/2 taza de leche
-esencia de vainilla.

Para comenzar precalentamos el horno en mínimo o medio según la potencia (el mío es power así que va a mínimo desde el inicio al final de la cocción). Batimos primero la manteca a temperatura ambiente con el azúcar, incorporamos los huevos y un chorrito de esencia de vainilla para perfumar, luego la harina y la maicena tamizadas y finalmente la leche.

Secretos y versiones posibles: agregarle chocolate de taza picado, o ralladura y jugo de limón o naranja según las ganas de comer algo más dulzón o más cítrico. Mi mamá, que sabe de buena bebida y de quien he heredado el gusto por la repostería y mis primeros conocimientos en la materia, le agrega un chorrito de algún rico whisky que realza los sabores y aromas (bien vale el oporto). Una vez cocinado se puede espolvorear con azúcar impalpable que le encanta a la más pequeña de mis fans del budín, o bañar con glasé realizado a base de azúcar impalpable y jugo de limón o naranja; o bien puede ir sin cobertura ya que suele salir muy parejito en la cocción. Tiempo de horneado: 40´ aprox. y a ojo, testeando con el clásico palillo para chequear si está a punto. Mate, té, café, o un champancito seco y a disfrutar…
Sangría vs. Clericot

El relator de las disputas familiares de la infancia, bien podría empezar diciendo: “En este rincóóóóón... Proveniente del vino tinto...”, ya que dirimir cuál de las bebidas espirituosas del verano iba a engalanar la tarde post siesta tenía visos de boxeo lingüístico, cuando no terminaba a sifonazos y gritos. Instancias todas en las que la mediación femenina le daba la razón a ambos bandos y accedía a ponerle onda a la cocina y arrimar las jarras favoritas de cada uno.

Del lado más áspero y masculino de la familia, estaban los cultores de la sangría, esa bebida a base de vino tinto de damajuana, azúcar y cítricos que tenía el efecto de una patada simbólica a la base del cerebro. Ni hablar de cuando los efectos se veían intensificados por el sol del verano que pegaba en la coronilla de los discutidores compulsivos, fuera el fútbol, la política, la economía, el turismo o la religión el campo de batalla. Según la receta familiar, por cada litro de vino tinto, se cortaban una naranja y un limón en rodajas, se le agregaba el jugo de otra naranja y un par de cucharadas de azúcar. La gracia estaba en dejar que el azúcar haga su trabajo de transformación, maceración mediante, en alcohol. Así las cosas, la jarra en cuestión era de un potente color sangre, de un sabor dulce que te ponía más que alegre con un solo vasito.

Del lado más afrancesado y femenino, los que preferían esa variante de la combinación vino con fruta llamada Clericot. En este caso, las abnegadas preparadoras de brebajes utilizaban un litro de vino blanco abocado de damajuana y una variedad más amplia de frutas que incluían frutillas, uvas, manzana, bananas y durazno, además de la naranja que comparten con su rival antes citado. Y el azúcar, claro, para obtener los mismos efectos de explosión alcohólica.

Cuando las mesas eran abandonadas a la hora de la siesta, los pequeños asaltábamos los vasos en los que las frutas reposaban; una suerte de resabio del pecado; un poso que era pasaje a un mareo divertido que terminaba a fuerza de zambullidas en las viejas piletas de lona verde.

Fatto in casa: ¡Dado vuelta estás vos!

Dicen que el exceso de azúcar en sangre es nocivo para la salud, por lo cual, antes de encarar la recreación de esta receta, sugerimos hacerse los controles necesarios o bien darle un margen de poco dulzor en las previas a este postre que no por popular deja de ser imprescindible. La fórmula es tan sencilla que podría catalogarse como un clásico; un prototipo de otros postres; el puntapié inicial de un modo repostero de entender el mundo. Y funciona matemáticamente: para una docena de panqueques (medida que variará de acuerdo al espesor que quiera dárseles) se necesitan dos huevos, una taza de harina, una taza de leche y esencia de vainilla. Base escueta que permite un rápido recálculo de ingredientes de acuerdo a la cantidad de comensales invitados.

Como toda masa que se precie de tal, su génesis está en la mezcla de la harina de trigo con la leche y los huevos. Mezcla que deberá hacerse con esmero para evitar uno de los peores males a los que se enfrentan los novatos: los malditos grumos de harina. Estando ya en el siglo XXI, el mejor modo de evitarlos es el uso de la multiprocesadora (o similar) cuyo motor, a quichicientas revoluciones por minuto, hace que el grumo sea cosa del pasado. Para los insobornables fanáticos del batido manual, les sugerimos el uso de leche fría, la cual habrá que añadir a la harina, batiendo rápidamente para evitar la formación de las rocas del trigo molido. Una vez que lo has logrado, muchacha; una vez que la has dominado, muchacho, basta con agregar los huevos y seguir dándole rosca al batido hasta lograr una masa suave, finamente aireada, uniforme y con consistencia que no es ni líquida ni sólida, sino de un espesor... sanguíneo...

Hay quienes sugieren dejar reposar la masa en frío durante algunos buenos ratos, pero desde esta tribuna del caserismo no ilustrado, aseguramos que el deleite que producen es posible lograrlo cuando, iluminados por la cena, nos ofrecemos, imprevistamente, a hacer este postre. Como sea: una vez que la masa está, sólo queda cocinarla. Como es de prever, el mejor modo es contar con una panquequera a la que, de teflón o no, enmantecamos sobre el fuego. Luego habrá que buscar el cucharón adecuado para la cantidad de masa a echar sobre la crepitante manteca dorada. La idea es volcar una porción en el centro de la panquequera y girarla, a medida que la espesa masa desciende. Una vez cubierta la superficie, dejarla sobre el fuego. Y hablando de superficies: sabremos que está listo para darlo vuelta cuando la superficie de la masa se haya secado, formando globitos que serán cráteres. Y ahí viene el asunto de la muñeca del cocinero: hacer volar por el aire el disco de masa y hacerlo caer en la panquequera, boca abajo, no solo es un placer para el que observa sino también para quien lleva el timón de la cocina.

El clásico panqueque será de (abundante) dulce de leche untado sobre el panqueque aún caliente, pero como la experimentación no tiene límites, podrán improvisar los más diversos rellenos. Entre los exitosamente probados en el hogar de quienes editan esta revista desfilaron los de miel, los de dulce de frutilla, los de azúcar y jugo de limón y los que incluyen finas rodajas de manzana verde y un toque de azúcar en la superficie. Una versión interesante surge de echarle unas gotas de ron a la panquequera (ojo con el fuego que desbordará por todos lados) antes de echar la masa. Y ya que estamos versionando: trocando la esencia de vainilla por una pizca no tan pizca de sal fina, se obtendrá una masa ideal para crepes o canelones. ¡Buen provecho!