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El dolor es la única fuerza que se crea de la nada. Es suficiente no mirar, no escuchar, no hacer nada.
Primo Levi

Blablablá

Oro por baratijas: La fiesta del cuchillo
por Alejandro Feijóo

1
El hombre agacha la cabeza apenas cruzado el portón de hierro; parece por instinto, pero los pájaros vuelan bajo y lo amenazan con sus garras. Tiene la decisión tomada y su corazón en una mano. El corazón chorrea como una fuente y el pozo en su pecho sigue manando. Pero la sangre se desvanece antes de llegar al suelo y la alfombra no se mancha. El anfitrión que lo recibe sonríe con brillo en los ojos. El hombre levanta la cabeza y ve los nidos en los flancos de la cúpula. Sobre los invitados brilla una nube de plumas plateadas que son de barro bajo el peso de las luces. No es música lo que suena pero la fiesta parece animada. A pesar de haberse imaginado la escena durante siglos, el bullicio multiplica el hastío del hombre, el sopor de haberse conformado a perder lo que nunca fue costilla. Solo ahora sabe que es inevitable, cuando el poso de lo imposible desprende una fina arena que se mezcla con la sangre y se incrusta bajo sus uñas como esquirlas de un cristal milenario. Quiere que aquello pase rápido, sacudirse el dolor de las entrañas; transitar el sacrificio, como un escolar que acude a su cita con el pupitre. El hombre arrastra los pies tras el anfitrión; el camino despejado hacia la mesa de disecciones.

2
El hombre deja el corazón sobre la mesa de plata. Algunos invitados aplauden. Otros siguen fumando bajo la nube de plumas. Una mujer de aspecto frágil baila sola en un rincón iluminado. El hombre busca en su bolsillo, vigila el metal con sus dedos. El aplauso se diluye rápido y se confunde con el estruendo de las demoliciones, el humo naranja contra el cielo cobrizo, más allá de las ventanas. El hombre desearía estar fuera, componiéndoles canciones a las esquirlas, hurgando entre los cuerpos pozos como el suyo. Los resplandores del derribo le entablan una competencia que lo decepciona.
El hombre se pasea por las galerías en sombra, se resiste a abandonar los flancos de la fiesta, a dar el paso al centro. Allí la mesa reluce; parece que latiera.

3
El hombre profundiza demasiado. Sobre él, las plumas parecen volver a las aves.
El ojo gigante comienza a emitir. La mayoría deja lo que no está haciendo y se agolpa frente a la imagen. Todos miran ahora a un bebé que gatea. El bebé alcanza al perro y se pone de pie tirando de la cola del animal. Los invitados ríen; algunos ríen y lloran. La mujer de aspecto frágil baila con los ojos cerrados en el rincón más luminoso. Nadie más que el hombre se fija en su ceguera o su baile.
Más imágenes, más risas: la fiesta. De pronto aparecen mujeres jóvenes con pompones blancos. Se pasean entre los invitados con pasteles de zanahoria. Los enseñan, no ofrecen. Algunos dedican aplausos a los pasteles. Al hombre le gustaría preguntarse por qué todas las mujeres se dedican a hacer o servir pasteles de zanahoria en algún momento de sus vidas, pero la espera del turno lo ha vuelto transparente.

4
La mujer frágil aparece ante el hombre como si hubiera bajado del cielo o del techo. Lleva los ojos abiertos y blancos y redondos; la carne caída envuelta en lentejuelas. Se contonea delante de él, se agacha o se estira. La mano pequeña hurga en el agujero del pecho pero sin buscar nada. Solo hurga aquello cada vez más limpio y vacío. Pero el hombre no baila, no sabe. Cuando ella se aburre de insistir, cierra los ojos y sigue bailando sola. Pero ya no es la mujer frágil y menuda. Ahora es alta, hasta esbelta. El hombre piensa que lleva su altura con dignidad o elegancia.

5
El bebé y el perro dejan paso a un gato que juega con un ovillo de lana; luego un coche se incendia; luego un hombre llora en la calle rodeado de bolsas mientras otro hombre lo mira.
Un timbre o una campana asusta a los pájaros.

6
El hombre se acerca a la mesa de plata con el arma fuera del bolsillo, apenas por encima de la cintura. El corazón es un pájaro agazapado. El hombre sabe que debe darse prisa o la ofrenda morirá de miedo. Todos siguen distraídos cuando aprieta el cabo del cuchillo. El hombre cierra los ojos esperando el fin de la espera.
No sabe cuánto tiempo pasa con la intención de matar sin herir.
A pesar del barullo escucha los pasos breves de la mujer de aspecto enorme acercándose por detrás. La mujer desliza su mano sobre el brazo del hombre y se cierra sobre la mano cerrada sobre el cuchillo. Los dedos aprietan, llegan hasta el hueso. El dolor es un oasis.
Ahora lo guía, le enseña cómo hender. Juntos hacen el tajo. El filo se hunde sobre el tejido mantecoso, como si fuera una tarta de bodas.

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No tienen prisa las palabras ¬ Parte 2
por Carlos Skliar

 

Por el medio de una plaza pasa una mujer desquiciada con su ropa rasgada en  jirones. Al verla, una niña se esconde detrás de su madre. Mientras la madre explica que hay personas que pierden la razón, que la razón es señal de buena educación, que la pérdida de la razón es aquello que nos asusta, que lo que nos asusta es incomprensible y que lo incomprensible es ciertamente la locura, la niña sigue jugando a las escondidas con esa mujer hermosa de vestido de gasa púrpura.

 


Una lluvia pasajera inunda un único lugar. Un milímetro de lluvia sobre un milímetro de tierra. El resto del paisaje permanece casi seco.  El señor del portafolio negro y de zapatos al tono pisa el agua y no se pregunta nada. Ha nacido la más brutal de las indiferencias.



El sol está más alto que de costumbre. El viento ocupa no más que media calle. La gente que pasa no mira al suelo sino al cielo demasiado azul. Todos llevan una expresión nostálgica de un mundo que quizá no perdurará. Y se saludan, unos a otros, como si fuera por última vez.



En un bar un hombre insiste durante horas en hacer llorar a una mujer. Amenazante, intimidante, ofensivo. El resto de la gente está   embebida de sus propias desatenciones. Hay una señora sola sentada en el fondo, vestida de negro, con gafas y un libro abierto, que espera ansiosa la partida del hombre para  secarle las lágrimas, sin decirle ni una sola palabra. 



El hombre que está apoyado sobre la pared mira insistentemente a una mujer que lee sentada en un banco de una plaza. Le gustaría saber qué lee para saber cómo hablarle. No sabe todavía que esa mujer prefiere no ser leída y desearía no ser hablada.



En el piso de al lado escucho llorar una niña. A veces ser extranjero quiere decir no poder pensar en sonidos y quiere decir, también, no servirte de nada todo lo que habías escuchado hasta ahora. No entiendo qué le causa tanto dolor, tanta desesperación. Tampoco comprendo porqué el padre no le quita el llanto y porqué su madre llora con ella. Aunque, a decir verdad, esto último creo que sí lo comprendo.



Callar a tiempo ocupa muchísimas páginas de libros que aún no se han escrito. Un texto contiene, a partes desiguales, lo que era factible de escribir y lo que no nos es dado como posibilidad de palabra. ¿Cuántas vueltas ha dado el carrusel a solas y  expectante antes de dejarse llevar por la música y por la infancia? Cuando un niño habla por primera vez, su monosílabo suele ser todo el universo balbuceante.



Detrás de una ventana entreabierta, un niño en penitencias mira  incansablemente el juego de otros niños. Acompaña con su cuerpo los movimientos de los demás, goza y padece con cada una de las vicisitudes ajenas, aunque nadie lo vea. Será un buen hombre. Si lo dejaran salir al mundo.



Me pediste que me detuviera en medio de la calle. Me pediste que te diera un cigarrillo. Me pediste que te lo encendiera. Me pediste que te dijera la hora. Me pediste que te orientara acerca de un sitio que yo desconocía. Me pediste que olvidara la pregunta. Me pediste otra vez la hora. Me dijiste qué frío hace. Me preguntaste si yo era de aquí.  Me pediste otra vez fuego porque el cigarrillo se secó. Te fuiste. Me despediste para siempre de tu vida.



Pienso en el instante mientras leo el poema “Instante” de Szymborska (“Hasta donde alcanza la vista, aquí reina el instante. Uno de esos terrenales instantes a los que se pide que duren”). Me hubiera gustado invitarle a cenar.  Luego a pasear por un bosque. Hubiese querido conversarnos. Que me hablara de la risa y la tristeza de cada poema. Quisiera pedirle que dure todavía un poco más.



La infame pretensión de decirte lo que deberías hacer, con un vozarrón que fluye incesante, imperturbable, enemigo. La tartamudez ya no como deficiencia, sino como el decir de aquél a quien valdría la pena pedir un par de consejos.

No tienen prisa las palabras ¬ Carlos Skliar ¬ Editorial Candaya ¬ Mayo de 2012.

 

 

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Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Como perros y gatos

La inteligencia no descansa. Y menos cuando de hacer negocios se trata. Mi amigo El Bolche, un cultor de la teoría de la conspiración universal, me dijo hace años: "Es así, Cone... No conformes con hacer consumir a los niños, el imperio va a ir a por las mascotas". Lo que en épocas de juventud me pareció un delirio paranoico, años más tarde comienza a tener visos de realidad. En la soleada California, otrora terreno mexicano, los amigos del país del norte lanzaron Dog TV, el primer canal de televisión para perros. De haber quedado ahí, la cosa no pasaría a la categoría de sospecha. Pero poco después del canino anuncio, en Austria lanzaron Necko, el primer bar dedicado a los felinos. Desde ambas costas sueñan en propiciar la integración de estos Montescos y Capuletos de la Naturaleza que son perros y gatos, haciendo llegar Dog TV a los maullantes televidentes austriacos.

 

El cerdo era Paul

Hubo una vez en el mundo, un conocido pulpo vidente. Caido en desgracia, murió a causa de la que muere la mayoría de los pulpos: la vejez que a los octópodos les llega tan sólo en un par de años. Desde su fulgurante aparición, no hubo ninguno que pudiera reemplazarlo, ni hacerlo caer en el olvido. Ni el cocodrilo Harry, que anticipó el resultado de las elecciones en Australia; ni el burro Andrés que predijo, contra todas las apuestas de AFA y alrededores, el descenso del club River Plate a la segunda división del fútbol argentino. Ahora es la hora de una nueva postulación a quedarse con el trono de Paul. Tal es el caso de un cerdo innominado, al cual el gobierno de Kiev ha contratado (sí, contratado) para que pronostique los resultados de la Eurocopa 2012. Si bien no trascendieron los detalles del acuerdo, el representante del porcino habría deslizado la firma de un contrato favorable para el cuadrúpedo ya que dijo: "Fue una negociación ardua y no íbamos a aceptar cualquier porquería. Por suerte, todo nos salió jamón del medio". ¿Continuará?

 

Hay un superhéroe en mi closet

Suele decirse que la realidad supera a la ficción pero no que suele adelantarse, de tanto en tanto, algunos pasos al producto de las mentes más visionarias. Después de la promulgación de leyes similares a las que en Argentina se conoce como Matrimonio Igualitario, muchos personajes de ficción han decidido salir del closet, o mejor dicho, sus autores han decidido hacerlo a partir de ellos. Tal es el caso de Northstar, un X-Men hecho y derecho, y Kyle, quienes contraerán matrimonio, según comunicaron los casquivanos directivos de Marvel. Y claro, una vez que el camino empieza a despejarse, otras voluntades se suman, otros supehéroes se desenmascaran. Para quienes creímos que Robin, ese joven lampiño petirrojo, tenía oscuras pretensiones con Batman, la noticia nos cayó como un balde de agua fría: en un reportaje concedido a la revista Playboy, Grant Morrison, guionista de la tira del hombre-murciélago, aseguró que el alter ego de Bruce Wayne es decididamente gay, lo cual no cambia en nada su accionar como superhéroe pero que explica por qué se la pasaba tanto tiempo con Robin y Alfred y sólo podía acercarse sin ruborizarse a su tía Harriet. Pero como los Estados Unidos son una de cal y una de arena, así como suceden estas revelaciones también generan a tipejos como Charles Worey, un pastor que propuso construir un gran cerco electrificado en el cual poner (sí, como objetos) a homosexuales de ambos sexos hasta que mueran, ya que no podrán reproducirse. Y pensar que uno pensaba que los trogloditas ya eran cosa del pasado...


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El gorila que fumaba cigarrillos rubios
por Martín Jali

Cuando Lucía lo dejó, Matías se encerró en su cuarto y, desde entonces, no se había asomado más allá de la cocina o el living de la casa de sus padres. Ocurrió un martes por la tarde: se encontraron en un bar de Diagonal Norte donde servían chops de cerveza en balones gigantes, con la espuma al tope. Al llegar, Matías se sentó en una de las mesas con sombrilla que miraban de frente a la avenida. Conocía el lugar, la pizza de media masa era muy rica y servían picadas completas para dos personas a un precio bastante accesible. En el fondo del bar había algunas mesas de pool y un pequeño jardín con una cascada artificial un poco vintage. Dudó: ¿la calle o el jardín? Por la situación, prefería la calle. Cuando el mozo se acercó y le preguntó qué quería, Matías le respondió que estaba esperando a alguien y pensó que, seguramente, aquella era una de las últimas veces que pronunciaría esa frase.
Lucía llegó diez minutos después y, casi sin ningún preámbulo, dijo:
– Estuve pensando y queremos cosas distintas, Mati.

Los días siguientes, al borde de un estado febril, los pasó rememorando las postales más nítidas de la relación. Una tarde encontró la final del Champions Trophy y, aunque se aburrió muchísimo, lo miró hasta el final sólo porque Lucía practicaba hockey femenino e imaginó que, lo más probable, era que estuviera mirando el partido en aquel mismo momento.

Después Matías comenzó a divagar. Había encontrado en la web un artículo que hablaba sobre los hikikomoris, jóvenes orientales que se recluían en su cuarto durante meses o años, cansados de la realidad. Copió la nota en un archivo de Word, la imprimió y luego la pegó con cinta scotch en la pared, detrás del escritorio. Releía los párrafos continuamente y, llegado cierto punto, empezó a considerar que él era el primer hikikomori rioplatense. También pensó que, con un poco de esfuerzo, podría convertirse en la vanguardia de una nueva tribu urbana.

Una semana más tarde, Aníbal y Lucas, sus dos mejores amigos, fueron a visitarlo. Acostado en su cama Matías hacía zapping a una velocidad increíble. Lucas trabajaba editando animaciones de stop motion. Al ver a su amigo, pensó: “¿Cuántos cuadros por segundo tendrá Matías, acostado, haciendo zapping?” Después, al mirar por la ventana: “¿Y ese pajarito? ¿Cuántos cuadros?”. La puerta estaba entreabierta y una brisa débil la hacía hamacarse de un lado para el otro con un chirrido molesto. Lucas volvió a pensar: “La puerta tiene doce cuadros por segundo. Más no puede ser. Está lentísima”
Aníbal dijo:
– ¿Y? ¿Qué hacemos? ¿Salimos a andar en bici?

Era el primer sábado del verano y un sol poderoso, sin nubes, relumbraba el paisaje. Daban ganas de moverse y de imprimirse vitalidad. Matías dejó en la televisión un programa donde unas 4x4 atravesaban lagunitas, bosques y matorrales. Se escuchaba el run run de los motores y el instante en el que las llantas se hundían en el agua.      
– Apagá eso. ¿Desde cuándo ves estas cosas? – dijo Aníbal, sentándose a los pies de la cama – Dale, vamos – agregó después, intentando arrebatarle el control remoto para apagar la tele.  
Matías estaba indeciso.
– No sé, no tengo muchas ganas. Hace calor ¿no?
– No hace calor. Está re lindo.
 –Hay un festival de rock en la plaza. De paso tomamos una birra – intervino Lucas. 
Era muy temprano para una cerveza, apenas las dos de la tarde, pero la idea de las bicicletas y la música lo entusiasmaron.
– Creo que mi bici está desinflada – comentó Matías, buscando una excusa lo suficientemente estúpida para que sus amigos la rebatieran con facilidad. Quería complicar las cosas, hacerse rogar. Ahora en la televisión pasaban los avances de un programa sobre ovnis.
– ¿Vos crees en ovnis, Lucas?
– Yo no. Dale. Vamos.

Y fueron. En el garaje agarraron las bicicletas y comenzaron a pedalear.  En la plaza, escucharon sentados sobre el pasto a una banda punki. Sobre el final de un tema, el guitarrista y el cantante, quien usaba una gorra con visera que le ensombrecía la cara, se pararon en el borde del escenario y comenzaron a escupir a la gente. Luego recibieron orgullosos la devolución de aquellos escupitajos. Abrían los brazos y pedían más, más, más ¡Somos los porno Ramones! gritaron después, completamente enardecidos.
– Qué giles – comentó Lucas.
– Re giles – repitió Matías.  

Más tarde dieron unas vueltas por una feria de libros artesanales y giraron por la plaza, por si encontraban algún amigo. Justo cuando estaban por irse, se cruzaron con Juan y Toti, quienes iban a una fiesta de cumpleaños en la terraza de un bar. Matías miró su reloj: las cinco de la tarde. ¿Podría irse sin que nadie lo notara? Difícil. Caminaron algunas cuadras con las bicicletas tomadas del manubrio. Toti habló, durante todo el camino, sobre paracaidismo. Estaba obsesionado con tirarse pero necesitaba bajar siete kilos. 
– Permiten hasta 90. Tengo que bajar. Bajar como sea – decía y redoblaba el paso, como si ese ejercicio mínimo colaborara con su dieta. En una esquina vieron cómo un auto pasaba por encima de una carpeta de celofán y escucharon divertidos los pequeños estallidos de las burbujas de aire.
Llegaron al bar, dejaron las bicicletas en la entrada y por una puerta lateral, subieron hasta la terraza. Había tragos, chicas en bikini y la música sonaba al taco. 
– Loco, esto es un descontrol – dijo Lucas y Aníbal y Matías estuvieron de acuerdo. La fiesta estaba en su apogeo. En una barra improvisada, un brasilero en musculosa preparaba bebidas en vasos gordos de whisky. Había guirnaldas y el piso de baldosas estaba mojado. Al fondo, en una pelopincho flotaban decenas de bombitas de agua. Los tres amigos fumaron marihuana, bailaron, tomaron whiscola, fernet y Cynar con Paso de los toros. Descalzos, envueltos en el frenesí, se empujaban y decían cosas a los gritos. Cuando tuvieron hambre, Lucas se acercó a una parrilla y volvió con tres hamburguesas recalentadas.
Mientras masticaban una chica se acercó y les preguntó quiénes eran.
– No conocemos a nadie. Vinimos con Toti – explicó Aníbal.
La chica sonreía. Usaba un rodete en el pelo y un vestido rojo hasta las rodillas.
– Me llamo Lara – dijo – ¿Y ustedes?
Mientras hablaba movía los brazos hacia delante, después hacia arriba, luego los hombros, arriba, abajo, finalmente, la punta de los dedos. Todo lo hacía al ritmo de la música.
– Yo soy Lucas – dijo Lucas.
– Y yo Aníbal.
– Matías.
–Hola Lucas, hola Aníbal, hola Matías – dijo y después les preguntó si la querían acompañar al zoológico. 
– ¿Ahora? ¿Al zoológico? Debe estar por cerrar.
– Cierra a las siete, pero no importa. Yo conozco a alguien. Es la hora del gorila que fuma. Todos los sábados a esta hora vamos a ver al gorila que fuma.
– ¿Un gorila que fuma? – preguntó Matías, porque estaba seguro de que algo de todo lo que había dicho Lara  se le escapaba. No podía ser. ¿Un gorila que fuma?
– Le convidás un cigarrillo, él lo agarra y fuma. Se lo tenés que prender, porque no sabe. Fume o no fume, no deja de ser un gorila. ¿Vienen? Todavía podemos entrar.
Matías, en un impulso, dijo que sí. Lucas dudó. Aníbal se había separado del grupo para hablar con Toti.
– ¿Vamos?
Lara y Matías bajaron las escaleras. La bicicleta de Lara era fucsia, tenía una bocina de goma con un pico dorado y un manubrio espléndido que, al andar, se contorsionaba como un espiral fluorescente. “Lara es hermosa y su bici también” pensó Matías mientras pedaleaba a su lado. El sol despedía sus últimos rayos. Cuando llegaron a la puerta del zoológico, dieron una vuelta y ataron las bicicletas a un poste. Se acercaron a una fila de gente.      
– Todos vienen a ver al gorila que fuma. Sale cinco pesos. ¿Me invitás?
Matías buscó su billetera y, cuando llegó su turno, le pagó con un billete de diez a un cuidador que tenía un brazo enyesado. Entraron. Muchas de las jaulas estaban vacías, pero en otras, alcanzó a ver a unos tigres de bengala, un enorme oso polar que descansaba al borde de un lago artificial y los búfalos, que resoplaban acostados sobre la tierra seca y olían realmente mal. El zoológico estaba casi vacío. La fila de chicos avanzaba, como en una excursión, a través de los senderos de arcilla, puestos cerrados de comida rápida y animales somnolientos. Finalmente llegaron al sector de los monos. Lara lo había tomado de la mano desde que pasaron el predio de la jirafa y ahora su contacto lo hacía temblar. De pronto fue escuchando cuchicheos de emoción y Matías no supo si la piel de gallina que empezaba a tomarle la superficie del brazo era producto de la cercanía del gorila que fuma o del contacto con Lara.  
– Es acá – dijo el cuidador mientras retiraba un cigarrillo de su atado de Phillip Morris. Al frente, un gorila enorme, en posición de loto, parecía aguardar a la comitiva. Tenía un pelambre brilloso y el pecho inflado.  
– Guau – escuchó Matías a sus espaldas.
– ¿Quién quiere alcanzarle un cigarrillo? – preguntó el cuidador. Después, con un movimiento de gangster, raspó el fósforo en el yeso.
Silencio. En un semicírculo que rodeaba la jaula, nadie movía un músculo.

– Él – dijo Lara de pronto y lo señaló a Matías. Todos lo miraron. En el murmullo que crecía, alcanzó a oír: “Que valiente” y “Este pibe tiene huevos”. No supo qué decir y, cuando el cuidador le alcanzó el pucho, pensó en el yeso de ese hombre que cobraba plata para ver al gorila que fuma. ¿Cuánto tardaría en pulverizarle los huesos? Imaginó por un instante la siguiente escena: el gorila lo tomaba de la muñeca, lo retorcía y le arrancaba el brazo a la altura del codo. Después se lo comía, mientras él gritaba y manchaba de sangre la cara de Lara. Sin embargo, hipnotizado por alguna fuerza extraña, había caminado hasta el borde de la jaula. El tiempo se detuvo: Matías pensó en Julia, en sus amigos, en los hikikomoris japoneses. Después pensó en todos sus días de encierro y, por algún motivo, se le incrustó en la cabeza el rostro de uno de los músicos punk que había escuchado esa misma tarde. El tiempo, una vez más, se le hizo difuso. Estiró el brazo a través de los barrotes. Entonces, lentamente, el gorila se puso de pie y, con sus negros dedos perlados, tomó el cigarrillo por el filtro.

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El bondi o la vida
por Jorge Alonso

Cuando era adolescente me gustaba subir a colectivos de los cuales desconocía el recorrido. Me sentaba en un asiento de los de la fila de a uno y me dejaba llevar por caminos nuevos. Y no es que me alejara tanto, pero en aquellas épocas, Coghlan o Liniers se  me alumbraban tan lejanos como Ushuaia o Hanói. Cuando el llamado de la cautela sonaba, preguntaba al chofer como volver a Retiro o, simplemente, me quedaba sentado hasta que el móvil iniciara el retorno. No existía un peligro real de perderme.

Aunque ahora me ubique mejor, a veces tengo la sensación de estar fuera de mi recorrido, como  si distraído en alguna estación mi colectivo se hubiera ido sin mi, y por mas que lo corra y o siga con la mirada, el continúa alejándose apenas dobla la esquina. Y me obsesiono con la idea de que mientras yo busco el camino de regreso, mi vida continua su camino por una dimensión lejana, fuera de mi alcance. Supongo que no soy el único, mucha gente se siente, por momentos, extraviada de su propia vida. ¿Que hacer entonces para diluir este grumo mental en la pasta homogénea del día a día? Hay quienes se intoxican de trabajo, otros se entregan al alcohol. Muchos a quiénes sólo los deslumbra el dinero. Unos se la pasan midiendo sus verdades con las del otro, sin ver por la ventana. Diferentes métodos para no echar de menos aquel colectivo, o aquella vida de la que nos hemos caído, o abandonado en un movimiento entre voluntario y no.

En un intento de recuperar esa vida, busco imágenes o sonidos que me remitan a ella, pero fuera de su propia dimensión esos recuerdos son como una guía de páginas amarillas. Mis héroes son muñecos sin pila, y estribillos mas estimulantes me suenan todos a bolero. Como si una nube de humo opacara la memoria

Creo que mucha gente se resigna y reconoce su desorientación como una suerte de retiro voluntario en el que a base de sofá, televisión y miedo se irán acostumbrando a ese barrio ajeno.
Por suerte todavía no conozco todos los barrios de Barcelona y  busco  el camino de regreso antes de irme demasiado lejos.

Al ver al señor que espera delante mío para volver a Plaza Cataluña me gusta imaginar que espera tenazmente el regreso de su vida, donde quiera que esté girando, para subirse de nuevo a ella y vivirla, esta vez, con muchísimo mas coraje y gratitud que antes.

Hay que estar al loro, por si vuelve a pasar la vida por delante, para subirse de nuevo. Aunque sea en marcha.

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