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Lo único que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola.
Jean-Luc Godard

Miradas


Julio Lavallén
Plastica

Es probable que quien haya tenido la dicha de relacionarse con la obra de Julio Lavallén (Concordia, 1957), en alguno de los múltiples diálogos que esta propone, haya intuido intersecciones con los trazos de Francis Bacon, las formas mórbidas de Jan Saudek, la sensualidad abandonada de Egon Schiele. Y a su vez de todas ellas con Velázquez, como leña maestra de la que resulta necesario astillarse. Y no será vana esta intuición, pues más allá de los aspectos formales que las enlazan, más allá de la rehabilitada lubricidad de las carnes, tendrá el espectador la poco cómoda emoción de que la realidad no se compensa sino que se exhibe –aun engatusada por lo onírico– como miembro del instante, que como todos sabemos es el único vértice donde el tiempo nos obedece.

Hablar de Lavallén es hacerlo de más cuatro decenios de dedicación a la pintura y alrededores, de una vocación artesanal que ha atravesado latitudes hasta desembocar en un estilo que, líneas históricas mediante, fue propio antes aun de haberse consolidado. Con la densidad de las formas como rector de su expresión, a lo largo de los años Lavallén nos ha revelado gordas, enanos, boxeadores, artistas de circo pero también automóviles, juguetes y bicicletas, en una épica de lo corriente que fuerza hasta exacerbar la distinción de lo ordinario.

En “Talkin Heads” (2010), la densidad mueve su norte y se concentra. Ya no expande su perímetro más allá de la carne; ahora bucea la identidad entre las sinapsis de cabezas que se fusionan con otras hasta robarse el aliento mientras se prestan la plenitud del momento. Allí donde la mancha y el color no funcionan como un exabrupto del pincel sino que acoplan su implosión repentina al todo de la textura. Para ESTO NO ES UNA REVISTA es un placer presentarles la serie “Talkin heads”, diez obras bautizadas con infinitivos que denotan sinonimias a primera vista impredecibles, como bustos parlantes de un silencio bullicioso.

Julio Lavallén (Concordia, Entre Ríos, 1957) Pintor, dibujante, escultor, escenógrafo y maestro de arte. A los 22 años se radica en Buenos Aires, donde afirma su trabajo en diálogo con algunos de los referentes más sólidos de la plástica argentina de ese momento. En 1989 se traslada a España. Expone de forma individual en galerías de París, Roma, Nueva York, Londres y Madrid. Se reinstala en Buenos Aires en 1999, funda la Sociedad Manual (dedicada en su inicio a ofrecer trabajo a jovenes desocupados sin oficio), abre un taller de arte para alumnos y refunda su sala de arte con el nombre de Espacio Lavallén, que convive con su Restaurante de comidas regionales Almacén Secreto, abierto en 2003 junto con su actual mujer, la actriz María Morales Miy.

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Uri Gordon
Fotografías

La fotografía es la captura de un instante. Un recorte del principio de realidad que nunca será el mismo para distintas miradas. Lo que hace singular la obra de un fotógrafo es, en gran parte, el ojo con que mira, el disparo de su cámara y la combinación de otros factores que, como el instante mismo que capturan, son únicos e irrepetibles. La obra de Uri Gordon propone una diversidad de caminos hechos de instantes que recoleta en los más diversos escenarios y con los más eclécticos personajes: niños irrumpiendo filas militares en Jerusalén, detalles de redes y tramas edilicias de ciudades, gente que camina por veredas y plazas, que lee al sol, que ejercita su cuerpo; recortes de una realidad cotidiana que, magia del instante, se transforma en una declaración estética. Como bien define el propio Gordon: “Me interesa la fotografía documental y durante los últimos años los barrios porteños (donde suelo hacer salidas con mis alumnos) fueron una constante fuente de material. (...) Me resulta importante el diálogo entre los distintos planos de la imagen. Éste, junto al punto de vista, trasmiten la ideología del fotógrafo, eso es para mi lo más importante y los recursos técnicos son los que nos van a servir para dar el énfasis deseado”. ESTO NO ES UNA REVISTA los invita a dar un paseo de la mano de este singular fotógrafo, un breve recorte de sus recortes que, seguramente, servirán a nuestro lector para ir en busca de más fotografías suyas.

Uri Gordon (Montevideo, Uriguay, 1958) Se formó en arte y fotografía en Israel, Montevideo, New York y Buenos Aires. Trabajó como fotógrafo en diferentes medios de Israel y Argentina y como camarógrafo en la televisión israelí. Sus fotografías se expusieron en Madrid, Tel Aviv, Rio Gallegos y Buenos Aires, destacándose las realizadas en el Centro Cultural Borges, el Palais de Glace y la Universidad del Museo Social Argentino (UMSA).

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Viejo, solo y puto ¬ Sergio Boris

por Verónica Miramontes

Es una ilusión que las miserias más intimas se pueden remediar con fármacos; que algún medicamento puede curar una herida de esas que sangran, irrumpiendo, inesperadamente cuando la angustia queda guardada.

Las miserias y las vergüenzas revestidas, travestidas, un ambo de farmacéutico como signo de que el ropaje cambia algunas cuestiones, un punto de quiebre en la carrera universitaria, el título... ¿De qué? De algo que nombra un esfuerzo, un intento, más allá del tiempo que haya llevado obtenerlo.

¿Cambia o no cambia la esencia del asunto con las ropas de un título habilitante, de esa carrera transitada, en contrapunto con otros títulos que parecieran tener menor valor?

El intento de ser mujer a cualquier precio, aún aquellos impagables con dinero, que se transforma en una deuda enorme en nombre de la amistad; inyecciones de hormonas que, en exceso, trastocan algunos límites y percepciones.

La promesa de un boliche mágico, le da permiso a un juego un poco perverso y pone a funcionar una soledad que se torna insoportable al ritmo de la cumbia en la noche.

Una obra jugada a todo desde su puesta en escena; con una dirección y, sobre todo, con actores que no escatiman apuestas dramáticas y que entregan lo mejor que tienen, que no es otra cosa que el deseo de actuar puesto en acción.

Espacio Callejón ¬ Humahuaca 3759  ¬ Almagro ¬ Capital Federal ¬ Argentina
Tel: 4862-1167
Sábados a las 22:00 hs.

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The Suit (El traje) ¬ Peter Brook

por Alejandro Feijóo

Resulta extraño o curioso asistir al Festival de Otoño cuando la primavera extiende sobre la tarde de Madrid un manto de ocaso cálido. Son las consecuencias de las operaciones estético-políticas que llevan a los responsables (sic) culturales a forzar la reprogramación de la gallina de las bambalinas de oro, que como su nombre indica siempre ha tenido a la otoñal como su estación ponedora. Pero aunque aún no lo sé (la cola avanza rápido), la confrontación entre nombre y meteorología no actuará sino como preludio de los otros juegos de confusiones que aguardan replegados tras los estupendos escenarios de los Teatros del Canal. Es la mano de Peter Brook la que mecerá esa cuna, de modo que otro espejo no solo es posible, también probable.

El tener la sala llena y el público entregado es propio del teatro publicitado o del estreno con amigos, al menos a este lado de Greenwich. Sin ser ninguno de los dos, y a la vez con algo de ambos, el montaje de Brook se encuentra con los brazos abiertos antes de amagar el abrazo. No es para menos: es uno de los más grandes, la obra acaba de lucir su estreno mundial en París y se presenta además como un musical que, sin serlo, dispone la música como un vehículo donde transportar sin sobresaltos las emociones. Un menú ideal para el público históricamente exigente, para el menos riguroso e incluso para aquel que solo quiere consumir un “brook” como quien pasea un caramelo de carrillo a carrillo. Aún no lo sabemos (última llamada) pero todos saldremos reconfortados.

Lo que veremos sucede en un espacio que, Brook obliga, tiene mucho de vacío: largas tablas que (des)contienen un espacio escénico central acotado por una jarapa. En ese cuadrilátero, flanqueado por percheros y sillas de maderas, transcurrirá la acción de El traje, un texto escrito por el sudafricano Can Themba (1924-1968) en la cresta del appartheid, estrenado en los años noventa y recuperado ahora por Brook y colaboradores como un espectáculo musical. La anécdota del texto se mueve también en ese terreno de lo que parece sencillo sin serlo: un marido aplicado recibe el soplo de las aventuras amatorias que su esposa desarrolla periódicamente durante su ausencia. Cuando los adúlteros son sorprendidos in fraganti el amante escapa por la ventana, y con las prisas olvida su ropa. El marido despechado utiliza el abandono de la prenda para ejecutar su venganza: obligarse a convivir con el traje, a rendirle pleitesía, a tratarlo como al mejor de los invitados.

La intención natural del espectador es la de interpretar la humillación a la que el marido somete a su mujer desde la esfera de lo privado. En ese terreno se desarrolla un juego de tensiones que visita el sadismo y también lo erótico a partir de un refinamiento que normaliza el castigo figurativo. “En esta casa no entrará la violencia” proclama el marido en pleno éxtasis de furia. Y nadie puede decir que la sentencia no se cumpla; al igual que todo lo contrario. Pero esta crueldad exquisita, de kapo suburbial, es más que permeable a una lectura que se derrama desde los suburbios de Johannesburgo sobre todas las favelas de este mundo. Así, la saña estética del marido engañado encuentra su analogía en el racismo institucionalizado del régimen sudafricano, que enfrenta a la mujer libre, soñadora y cantante con el marido rutinario y obediente de las normas sociales. La confluencia final de ambas represiones dejará truncada la inminente redención personal en detrimento de la exitosa opresión estatal.

En el capítulo de las sombras del espectáculo cabe destacar que la delicadeza de la revancha no alcanza siempre a dar el contrapunto al ritmo desprolijo de la negritud, así como la tendencia al desenfado, dibujada desde la plasticidad de las acciones, aparece a menudo con mayor potencia que el acoso opresivo del exterior. Por otra parte, la música abusa (guitarra, piano y trompeta) de su carácter incidental, y la incorporación de los músicos como actores-muleta se vuelve opinable a pesar de su correspondencia con el código de la múltiple utilización de los elementos escénicos. Sin embargo, las magníficas interpretaciones a cargo de un elenco encabezado por Nonhlanhla Keshwa y William Nadylam, las diversas envolturas que permite deshojar el espectáculo y su maestría para facilitar las combinaciones convierten a El traje en una experiencia festivamente dramática que celebra la maestría de Brook como la de un clásico, entendido como aquello que torna fácil lo difícil.

The Suit (El traje), a partir de la obra de Can Themba ¬ Adaptación libre, dirección y música Peter Brook, Franck Krawczyk y Marie-Hélène Estienne ¬ Compañía Théâtre des Bouffes du Nord
Teatros del Canal ¬ Madrid
XXIX Festival de Otoño en Primavera

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Drive, Shame y la perfección pentarradial

por Federico Delgado

En la batalla de estrenos que conforman la parrilla cinematográfica pocas veces se da el caso de que tus habituales te griten dos nombres al unísono, a cual más necesario e inexcusable. Y descreído que es uno, esperé cual Santo Tomás a ver para creer. Pero esta vez no fue en vano, y quede como constancia el hecho de hablar ahora de dos títulos del año pasado.

Pero, ¿cómo dos películas de temas tan manidos como la violencia y el sexo pueden ser, a estas alturas, imprescindibles? La razón está también trillada: lo son porque aúnan la tríada de la obra de arte: talento, pasión y mimo. Sólo las grandes compensan estas tres cualidades, y ambas películas lo consiguen hasta el punto de que en poco tiempo han quedado ya como clásicas.

Si buscamos un nexo de unión entre ellas sólo podríamos agarrarnos a un clavo ardiendo, el de la soledad del protagonista. Por motivos bien distintos, ambos son personajes encerrados en sí mismos, que viven de espaldas al mundo en su propia espiral de misantropía. Pero ni siquiera esa soledad les otorga más valor, pues los dramas de outsiders se cuentan por cientos. Entonces, ¿qué hace especial a estos largometrajes?

Vayamos primero a Drive. Filme que picotea en los mejores platos y nos deglute la mezcla para que sólo tengamos que dejarnos llevar. Hay violencia, sí, e historias de mafia (con escenas dignas de clásicos de siempre, y de nuevos clásicos, como la inefable The Sopranos). Pero Winding Refn ganó el premio al mejor director en Cannes no sólo por el inteligente modo de contar su historia, sino por la pasmosa forma de filmarla. Son los grandes los que dotan con la imagen a sus personajes de dimensiones múltiples que no maniquean el resultado. El conductor sin nombre no es bueno, ni es malo; no es justo, ni injusto. Aparece ante nosotros como lo que es: un tipo que conduce por dinero. Pero ese personaje extraño, impasible, tiene vida, y sentimientos, y se mete en líos por ayudar. Y nos sumerge en una huida de pequeños desastres que bebe de los mejores thrillers de acción de los ochenta; una huida aderezada de exquisitez visual que sublima un final que deja el cuerpo cortado y cientos de preguntas. Como toda buena historia que se precie.

En Shame entramos en otra dimensión. Más brutal, más devastadora. Por ser más cercana, más tentadora, pero menos confesable. No es una historia de mercenarios que matan, sino de alguien que lo tiene todo, pero que en realidad no tiene nada. Un self-made man que disfruta de buena posición, de un hermoso apartamento y de todas las parcelas de ocio que cualquier hombre moderno se puede permitir. Y sí, es un adicto al sexo, a la seducción, al juego perverso, a los extremos, a exponerse a que le partan la cara por sembrar una duda en el cerebro de una mujer. Pero no es un ser feliz, es el paradigma de la infelicidad del urbanita de comienzos del siglo XXI. Un humano incapaz de amar al que el amor latente a su hermana desequilibrada le hace perder el suelo que tiene bajo sus pies. Por ser desde tan alto es mayor la caída, la aniquilación bañada de una melancolía que McQueen nos arroja como un puñetazo sordo que no hace abrazar al inabrazable, a ese ser que todos llevamos dentro y que pocos son capaces de desenmascarar.

Drive y Shame, cinco letras para dos clásicos modernos.

 

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Las descentradas ¬ Eva Halac

por Andrea Barone & Javier Martínez

En la temporada 2012 del Teatro Regio se programó esta obra cuya dramaturgia pertenece a Salvadora Medina Onrubia, a quien la directora Eva Halac define como "...dramaturga, periodista, anarco feminista, terrorista verbal y rompecorazones". Y es la tensión entre esa posición y el lugar destinado a la mujer de su tiempo la que le da cuerpo a Las Descentradas, definición inventada por Gloria Brena, el personaje que en el tramo final de la obra se hace cuerpo y acompaña las decisiones finales de Elvira Ancizar de López Torre, esas en las que todo lo que se cuenta a lo largo de la obra se retuerce una vez más.

La multiplicidad de voces femeninas, de las que sostienen el statu quo hasta las que, como Elvira, disparan sin piedad a la alta sociedad machista en la que vive y desde el lugar de ser la mujer de un senador de gran fortuna; la que denuncia anónimamente desde la entrañas; la que busca sostener en esos actos terroristas una posción que no le está reservada, a la vez que la necesaria exposición para hacerle saber al resto del mundo qué es lo que bulle en su interior; qué de ese confort no la reconforta. Elvira se ve atraida por un periodista que está por comprometerse con una jovencita que es como de la familia, una prima menor, una protegida, aquella a cuyos ojos vírgenes mostrarle un mundo prohibido para las mujeres, el del placer erótico. Este periodista, que desconoce quién es esa atractiva dama con la que habla, es a quien la propia Elvira, que juega al gato y al ratón con el futuro prometido, le hizo llegar las pruebas de un escándalo que salpicó a su esposo el senador y a quien hizo tambalear. El devenir de los personajes es previsible en tanto retoma el camino de la tragedia clásica, de los amores incompletos e imposibles, surcados por las máscaras femeninas: la maternidad, la satisfacción del hombre/amo, la educación para acompañar en el poder, los tránsitos arduos por caminos que deben tomarse con la cabeza y no con el corazón. El cuadro de situación se completa con los escándalos políticos que se avecinan, con la puesta en riesgo del honor y del prestigio de quien construye poder desde el deshonor y el soborno; ese momento histórico en el que la mujer empieza a gestar un cambio. Y lo más interesante de la obra es que en un momento muy particular, cuando se debate si la mujer es "esa bestia pintada y adornada" para el hombre, cuando uno de los personajes lanza una de las más interesantes y filosas líneas para sostener que lo que busca con su lucha no es que le den a las mujeres los derechos que tienen los hombres, sino la dignidad de tener sus propios derechos femeninos. Una sutileza apoyada en la diferencia, en la necesidad no de una igualdad rasa sino en el respeto en la propia esencia de cada quien. Allí es donde se enriquece la lucha por los derechos de la mujer, en la inteligencia punzante y lúcida de Salvadora Medina Onrubia.

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