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Aun en el amor cada hombre está solo.
Sören Kierkegaard

Blablablá

Oro por baratijas: La herida
por Alejandro Feijóo

Cuando despierta, la herida ya está ahí, en el muslo del hombre, como un pétalo dormido. La reacción primera, antes de la extrañeza, es la de palpar, sentado al borde de la cama, los pies en el suelo, la cabeza empeñada en un sueño del que no hay relato. Un pinchazo de dolor frío lo estremece con la brevedad de un acierto. Prueba de nuevo y esta vez el dolor tarda más en morir. Necesita un espejo, aunque la herida se vea. El hombre piensa que la herida podría desaparecer y seguir siendo herida, de tan derramada como está en la carne. De donde proceda, allí saben hacer heridas.

Un mes después el hombre acude a una entrevista de trabajo. Lleva un maletín. Cualquier persona no joven diría que es un maletín moderno. No carga papeles en él; con ningún papel está lleno el maletín. Al sentarse lo apoya en su regazo, no acostado sino de pie sobre la herida, con las costuras escarbando. Es lo mejor para conservarla en forma, mantener su tensión de herida. El hombre no es necio, sabe que la herida no le dará ni le quitará el puesto (cómo vincular heridas con sujeto y predicado). Pero teme que en el cuántico caso de que el entrevistador mencione la herida él no sabría responder por qué yace bajo el canto de un maletín vacío de papeles. La idea de ser descubierto lo descentra, y el candidato pierde sus opciones. La secretaria que lo despide no puede evitar una mirada furtiva. La herida supura.

El hijo del hombre descubre la herida, tiempo más tarde. El niño no pregunta, pero con los ojos interroga. El padre dice que no es nada, nada más que los vestigios del tiempo surcando el universo finito del cuerpo; o algo similar a eso. El propósito es anular el trauma, mitigar el impacto diluyéndolo en la trampa del tiempo. Pero la evasiva no le quita el susto al niño. La herida es ya una llaga ligeramente espumosa. El hombre, que se mueve con soltura en el conflicto entre el sacrificio y la recompensa, sienta a su hijo en una pierna (la otra ya no admite peso) y le cuenta el cuento del origen la herida. ¿Quieres saber cómo empieza?, le pregunta. Érase una vez un pétalo dormido.

El tercer cumpleaños de ella pasa como cualquier otro día. Cuando el hombre abre los ojos la herida lleva varias horas despierta. En los últimos tiempos ha hecho gala de una movilidad precisa y elegante; aquel pantano que un día encharcaba el muslo puede ser un estigma enterrado en las encías como un tajo que horada la planta del pie, las axilas. El hombre ha perdido peso, sobrevive con migajas y lleva meses sin ver a su hijo. Esa mañana la herida sigue donde antes, anclada en el centro de la espalda (el hombre moja la almohada al dormir). Ladea la cabeza; los ojos ansiosos buscan su cuerpo repetido en el catre. Para verse la herida ha dispuesto espejos de cuerpo entero que duplican sus movimientos. Fuera de ese cuarto el mundo resulta hostil. Dentro, el vaciamiento dicta una lógica implacable, dura de escoltar pero rica en recompensas. Tal vez mañana la herida anide en terrenos menos fértiles para el castigo. Y los espejos se conviertan en sábanas o mortajas.

Al filo del olvido, a punto de entrar en la historia de la arena, el hombre echa la vista atrás. Lo que había antes de la herida (si fue que hubo lo que fuera) es nieve sobre las llamas, pavesas heladas cayendo sobre una tarde de verano. Si acaso resuena un nombre, la palabra de una cosa que hace eco un rato y luego no está. Antes y después reina la quietud de la herida. Hace ya mucho tiempo que no hay cómo definir una forma. El dominio es tal que hombre y herida son una misma herida.

El final los encuentra abrazados o como se llame esa derrota. Podría haber tristeza si aquello se entendiera como un fundido en negro. Sí lo es para el hombre, hundido ya en toda la nada de haber sido. La herida, en cambio, no tarda en ocupar el relato de otro sueño.

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Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Volver a los 18

Le faltaba un complemento a tanta locura quirúrgica a la que la mujer se somete en mayor medida que el hombre. En medio de un número cada vez mayor de caras que se ubican entre la de Ernestina Herrera de Noble y la de Michael Jackson, la empresa Ultratech lanzó, de India al mundo, uno de los inventos más esperados por la humanidad toda: una crema que tensa las paredes vaginales para dar la sensación de la primera vez, la recuperación de la virginidad perdida. En su versión occidental, viene dotado de acné de hule, padres inflables y una colección de singles de vinilo y algún que otro cassette.

 

¿Qué tiene el humano que yo no tenga?

Un amigo (al que llamaré Pupi para no dañar su imagen pública) tiene un delicado caniche toy (al que llamaré Puppie para evitarle problemas con sus pares caninos) cuyo afecto mutuo ha comenzado a traspasar las rígidas barreras de la relación amo-perro, como lo atestiguan fotos que los muestran tiernamente abrazados y que circulan por las redes sociales. Según mi amigo Pupi, el abrazo nada tenía que ver con la noticia de que en Brasil autorizaron el casamiento igualitario entre un hombre y dos mujeres. Afortunado, pensarán unos; a mí no me agarran, pensarán otros; lo cierto es que Pupi y Puppie están esperanzados de que en un futuro no muy lejano, puedan recurrir a la justicia en pos de la consumación social de su amor.

 

De China con amor

La mujer más rica del mundo le pidió a su gobierno que baje los salarios mínimos ya que los australianos pobres tienden a quedarse sentados y quejándose. De concretarse tamaña propuesta, siempre según sus palabras, no sólo se les daría un duro escarmiento que los golpearía directo en el bolsillo, sino que fomentaría las inversiones en el país ya que estarían en condiciones de ofrecer mano de obra barata. Una delicia, la gorda. Casi al mismo tiempo, en una convención republicana, en la cual se trataba de capturar el voto afroamericano, uno de los trogloditas de Romney le arrojó maníes a una periodista negra diciendo: "Así alimentamos a nuestros animales". Aquí y allá en el mundo, un video de un chino separando la yema del huevo con una botella de plástico desbordó las visitas de internet, llegando a la friolera de cinco millones de espectadores. La pregunta del millón es, ¿podrá la cocinera china separar el seso de la australiana Gina Rinehart y los trogloditas republicanos o ya no hay nada que extraer?


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Fascismo ordinario: elogio de un futuro pretérito
por Alejandro Feijóo

Moría el siglo XVIII cuando Francisco de Goya numeraba con el 43 su aguafuerte "El sueño de la razón produce monstruos". El grabado representa al artista en pleno sueño acechado por una docena de murciélagos y rapaces. Son tales su fuerza expresiva y la felicidad de la composición que hoy día constituye una de las piezas más afamadas de su serie de Caprichos. Tanto, que a menudo se cita su título incurriendo en confusiones, casándolo con referencias bibliográficas o discursos tan célebres como apócrifos.

Lejos de Goya en época y discurso estético (y quizá no tanto), el documental Fascismo ordinario escenifica una de las lecturas posibles de la sentencia goyesca. Parida en la Unión Soviética de los años sesenta por Mijail Romm, la película desglosa el régimen nazi a partir de material fílmico confiscado. Y lo hace con una destreza narrativa que la distingue de la maraña de reportajes existentes alrededor de Hitler y su régimen. A través de la explotación de técnicas de montaje singulares para la época, Romm establece un diálogo rápido entre unas imágenes con sentido propio y una narración que no le escapa a la ironía. El resultado es un ejercicio cartográfico sobre el fascismo como producto necesario de la modernidad, y a la vez como su oxímoron.

Para que Alemania se convirtiera de una fábrica de pobres a una fábrica de arios era necesaria la exaltación de un sentimiento común. Y que esa excepción se convirtiera en un hecho normal. Además de otras condiciones objetivas, como la de una sociedad vencida y pauperizada sobre cuyo fango Hitler navegaba con seguridad. El documental cuenta cómo el entonces candidato no dudaba en prometer a los propietarios subir los alquileres, mientras les juraba a los inquilinos que los bajaría (un mecanismo electoral de lo más actual). La bipolaridad se resolvía mediante el regalo de un timón simbólico al que agarrarse: banderas, botas, una forma de saludar, la lumbre de ríos de antorchas en las calles que aún actuaban como fuerza preventiva de represión. Y un enemigo. Con ese petate solo hacía falta el empujoncito institucional. El que dieron los monopolios ante Hindenburg sugiriéndole al viejo presidente que lo nombrara canciller: un empujoncito de millones de marcos. Cuando asume, el partido de Hitler está en minoría. Hindenburg lo llama "el cabo". No es nadie. Nadie más que otro de los fusibles del sistema. Solo un cabo. Un Lopecito, un Putin cualquiera. En poco tiempo son los representantes de los monopolios quienes se inclinan ante los jerarcas del Reich; genuflexiones que acaban dando sus frutos, pues algunas de esas firmas disfrutan hoy de una robusta salud empresarial, repartiendo por el mundo, por ejemplo, ascensores en los que subimos y bajamos todos los días. A todo esto el Reichstag ya había sido incendiado; no había dónde ser minoría.

Fascismo ordinario aborda la figura de Hitler con la altura que da la victoria pero sin ahorrar en precisiones. La parte que desmenuza su faceta más personal empuja a la carcajada, mostrándonos al führer como una suerte de Carlitos policía, Carlitos soldado, Carlitos boxeador, de disfraces sucesivos y bigote único. Sin embargo, el líder alemán prepara sus espontáneos discursos ante el espejo, ensayando gestos y arranques verbales y sometiéndose a sesiones de fotografías que revelan su segura inseguridad. La gimnasia surte efecto. El amor a Hitler no tarda en convertirse en un concepto legal. Esta corporeización de la germanidad se despliega con tal ímpetu que en poco tiempo se convierte en el orden natural de las cosas. La ley natural abarca también las piras de dos siglos de literatura y pensamiento en el centro de Berlín. Los avisadores del fuego, quemados. Las llamas de sus propias palabras multiplican a Brecht: "¡Oh Alemania pálida madre! ¿Qué han hecho de ti tus hijos?". El fuego, otra vez. La quema de libros, coronando a Kafka, prefigurando a Bradbury. La antorcha olímpica, cuya tradición se recoge de los Juegos de Berlín de 1936.

Son muchos los sentidos en los que se antoja difícil eludir el espejo de Fascismo ordinario ante la Europa actual (este artículo se escribe en Madrid, que a día de hoy es aún capital europea). Resulta singular comprobar cómo un posible paradigma de lo anacrónico (¿habría algo más encasillado que un documental soviético de los años sesenta?) contribuye a la configuración de los escenarios inmediatos en una Europa cuyo poder político ha sido cooptado por el sistema financiero. Pues esta entronización del intermediario que son los Rajoy o los Monti, este elogio del Bartleby que hay en ellos, obtiene el efecto contrario: eludir el etapismo en la escala de mandos del desfalco. El proceso acelerado de pauperización de una parte importante de la población europea es un efecto que ya está siendo causa de, digamos, asimetrías. La creación de legiones de miserables a través del ajuste y el desempleo vuelve a confirmar el reparto de personajes, a pesar de la inclinación del ciudadano medio hacia esa construcción del imaginario llamada esperanza. Las formas en las que este proceso se manifieste en lo ordinario pueden ser múltiples; invito a no descartar ninguna. Pues una de las ideas que sugiere Fascismo ordinario es que esta cara del fascismo que es la nazi, estereotipada hasta el paroxismo, sabrá adoptar nuevos rostros; sostener la ebullición durante mucho tiempo requiere una cascada de recursos, habiendo desfiladeros más baratos. Así, se presenta como un error múltiple afirmar que los führer de hoy han estado ocupando despacho en Lehman Brothers. Pero el sueño de la razón es nuestro. No hay monstruos. Sólo existe lo humano, una y otra vez

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