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Lo sagrado es lo que te queda cuando ya no hay nada más.
Philippe Garrel

Miradas


Arte africano en el MET
Esculturas

Desde el 27 de noviembre pasado y hasta el 14 de abril de 2013, el Metropolitan Museum of Art, de la ciudad de Nueva York, exhibe una extensa muestra de arte africano. Lo que le agrega de interesante el recorte que mueve los hilos de esta puesta en exhibición, es un período en la historia, entre 1910 y 1920, años en los que la avant garde neoyorquina tomó contacto con el arte africano, que hasta ese entonces, y muy probablemente como otra de las nefastas consecuencias de la esclavitud, estuvo oculto a los buenos ojos de las efervescentes vanguardias intelectuales de la Gran Manzana.

El encuentro de culturas, que tiene una fecha más precisa en el año 1914, el del inicio de la Gran Guerra, catalizador en las vanguardias artísticas de la ciudad que encontraron en las esculturas que llegaban vía Europa, un combustible adicional a su empuje. Coincidentemente con la consolidación de os EEUU como potencia mundial, cuando el crack de la bolsa de 1929 era un imprevisible, el tiempo del descubrimiento le dio paso al tiempo de la adquisición y estatuas y máscaras del todavía llamado Continente Negro pasaron a engrosar las colecciones de los nuevos ricos de una ciudad que latía en expansión contínua.

Como con todo deslumbramiento, el tiempo lo morigera y hasta es posible que tanta pasió se diluya en las horas que no dejan de pasar. Y es entonves, cuando ya más grandes y con otras perspectivas, se abre la posibilidad de repensar algunos momentos de la sociedad a partir de la revisión de un fenómeno particular. Por fuera de ello, la muestra abre un abanico de estéticas desde y sobre Africa que, por sí mismas, exceden cualquier sesuda elucubración que pueda hacerse sobre ellas. Hechas estas consideraciones, les ofrecemos una serie imágenes de esculturas y máscaras africanas que, por cortesía del MET, les hacemos llegar a ustedes, nuestros lectores.

Metroplitan Museum of Art ¬ 1000 Fifth Avenue ¬ Nueva York ¬ EEUU 
www.metmuseum.org

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Sub Cooperativa de Fotógrafos: el ojo que mira el magma
Fotografías
Texto de Alejandro Feijóo

La pintura es más que el pintor, y quien lo dude tiene una entrada a su nombre en la taquilla del Museo del Prado. Lo mismo ocurre con la novela, mucho más Madre que el magro novelista, o con la música, cuya memoria suele enterrar los nombres de los pentagramistas más diestros. Sin embargo, decir fotografía equivale prácticamente a decir fotógrafo, en tanto figura totémica ubicada en el iris del hecho fotográfico, el chaleco rebosante de enseres y todo el tiempo del mundo hasta la magia del registro. “Yo soy la foto”, parece decir el dueño de la cámara.

Este elogio de la individualidad (este narcisismo duplicado) resulta inevitable. Resulta inevitable hasta que alguien se decide a evitarlo. Seis fotógrafos, hijos del hacer de aquel sangrante 2001, descorren el núcleo fotográfico y lo atomizan. Se construyen como colectivo y hasta dejan de pensarse alrededor de la foto para levantar un perímetro narrativo que –por definición, por necesidad– horizontaliza sus prácticas. Deciden constituirse como cooperativa. Deciden nombrarse “Sub”, pues lo “sub” subyace. En este magma estético y político no hay jerarquías; si acaso es la historia contada (su narcisismo) la que ejerce de portavoz.

En la galería que tenemos el gusto de presentarles, la portavocía corre a cargo de una ausencia. De la presencia de una ausencia. Nacida Miriam Bianchi, Gilda dio el paso de la popularidad a la inmortalidad en el kilómetro 129 de la ruta nacional 12. El colectivo accidentado en el que viajaba se ha convertido hoy en un santuario en el que se prolongan los milagros que ya se le atribuían a la cantante en vida. Sub Cooperativa de Fotógrafos se llegó hasta el epicentro de este paganismo rutero para toparse con un ecosistema cuyo hábitat se debate entre la fantasía y la fantasmagoría. Un cosmos que también es perimetral, y que legitima el hecho diferencial de sus devotos a través de la reapropiación simbólica. Una nueva iconografía que se vale de la estampita para hacer del borde otra clase de centro.

Sub Cooperativa de Fotógrafos A finales del 2001, el siglo recién comenzado, la Argentina se enfrentó al abismo de su propia subsistencia como sujeto activo de la historia. Fueron tiempos de una incertidumbre que por convención llamaremos máxima, tiempo de derribo de usos sociales frente a los cuales se fortalecían el desamparo y la orfandad. La organización de lo que empezaba a ser #lagente vino a rellenar muchos de los casilleros que el sistema había tachado casi por defecto. De aquel hacer –a veces amébico, a veces frenético, casi siempre superviviente– surgió un otro hacer, también colectivo y horizontal, y vocacionalmente narrativo. Hasta que necesitaron un nombre. Un día los fotógrafos se miraron a la cara y decidieron llamarse Sub Cooperativa de Fotógrafos.

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Centauros en el lejano oeste

por Federico Delgado

La puesta de sol, un sombrero tejano, una cartuchera con un viejo revólver y las manos entrecruzadas sobre el pomo de la montura. Probablemente no haya una imagen más idílica asociada a ese género épico que conocemos como western. El cine es un arte muy ligado a la cultura estadounidense, y si hay algo genuinamente americano es la leyenda de la conquista del Oeste, la batalla por domeñar una tierra salvaje, llena de peligros. Y llena de caballos.

Porque el caballo es el animal doméstico más asociado con la libertad y la vida en la naturaleza. Y cómo no, el western es un canto a la libertad y la naturaleza. Empezando por el principio, las enormes distancias que los colonos debían salvar hacía indispensable la utilización de un medio de transporte como el equino, y no es por eso extraño que hombre y caballo conformen un binomio constante en el género, incluso en aquellas películas que narran el principio de la epopeya, como la hiperglucémica Un horizonte muy lejano, de Ron Howard.

Esos colonos pronto se convirtieron en “chicos del ganado”, en cowboys o “vaqueros” que acompañaban a sus reses por las enormes extensiones de pasto montados en sus caballos. Y es ésta una constante en todo el “cine del oeste”, incluso en propuestas mucho más modernas y alejadas de las convenciones del género como Brokeback Mountain, pues la sombra del western siempre ha sido alargada, y no es de extrañar que Ang Lee la hay ausado para narrar esa emocionante epopeya de amor imposible.

Sin embargo, si algo se asocia al cine “de vaqueros e indios” es la eterna disputa con los grupos étnicos de las praderas, ese conflicto desigual que fue poco a poco arrinconando a los nativos norteamericanos hasta confinarlos en reservas minúsculas. La particular leyenda negra estadounidense ha sido también otra constante en la historia del género, y de ella se nutre un buen número de producciones, siempre retratando a los indios como el implacable enemigo a batir que domina su montura como nadie. ¿Títulos? Tantos que sería inabarcable consignarlos en tan pocas líneas. Empezando por La diligencia, de John Ford, continuando por Más corazón que odio (Centauros del desierto en España), del mismo Ford, o Murieron con las botas puestas, de Raoul Walsh. ¿Y qué pasa con los indios? Para encontrar una visión más amable, o más certera de su drama tenemos que fijarnos en otros títulos más atrevidos como La leyenda de un hombre llamado caballo de Elliot Silverstein o la también edulcorada Bailando con lobos de Kevin Costner.

La constante de hombre y caballo puede rastrearse en otros títulos más dispares del género, como la divertida La ingenua explosiva (Cat Ballou), también de Silverstein, Dos mulas y una mujer de Don Siegel, y aproximaciones más modernas como Sin perdón de Clint Eastwood, Apaloosa de Ed Harris, Valor de ley de los hermanos Cohen o la reciente visión más gamberra de Quentin Tarantino, Django desencadenado. Y sin olvidar la regular adaptación de la magnífica novela de Cormac McCarthy Todos los caballos bellos; o ese subgénero llamado “espagueti western” que tantos engendros dejó, y que sin embargo sirvió para encumbrar la faceta de duro por excelencia de Eastwood en la llamada “Trilogía del dólar”.

En definitiva, un mar de héroes malencarados, salvajes escenarios e inolvidables momentos de un género complejo en el que el caballo siempre ha sido coprotagonista. Pero ¿dónde podemos sentir mejor que nunca la magia de cabalgar en la hostil llanura? Pues una mención muy especial tiene, por fuerza, que rubricar este intenso repaso: la emocionante epopeya de un héroe crepuscular como ninguno, el John Marston del inolvidable videojuego de la casa Rockstar llamado Red Dead Redemption. ¿Un videojuego? Sí. Atrévanse a vivirlo, queridos lectores. Los caballos también cambian de formato.

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La niebla de la guerra: Las buenas lecciones del mal

por Alejandro Feijóo

La palabra lección remite casi por necesidad al acto pedagógico, a la impronta que a través de este deja el maestro en el discípulo. Pero el término reserva un rincón semántico a lo punitivo y la reprimenda. Entre ambas acepciones se ubican las Once lecciones de la vida de Robert S. McNamara expuestas en la película dirigida por Errol Morris, ganadora del Oscar de 2003 al mejor documental largo. El experimentado Morris se sirve de la metáfora la niebla de la guerra para condensar el carácter testamentario de las confesiones del exsecretario de Defensa estadounidense entre 1961 y 1968, un período en el que la Guerra Fría tuvo el mercurio al rojo vivo. El documental ofrece la mirada introspectiva de un personaje cuando menos complejo cuyas reflexiones devuelven hipótesis múltiples, que abarcan tanto los mecanismos de la Realpolitik como aquellos que se acercan a lo impalpable del ser humano como actor, diríamos, óntico. A ello contribuye el camino de ida y vuelta entre la entrevista central a McNamara y las escenas de archivo, repartidas entre el material fílmico de la época y las grabaciones sonoras desclasificadas que descorren el velo de las grandes decisiones políticas para convertirlas en conversaciones domésticas que rayan la banalidad. La música de Philip Glass, con su barniz minimalista, atenúa el maximalismo de la Historia, lo cual le otorga a la narración una levedad que abre las puertas a lecturas distantes de lo pragmático. De este modo, el filme consigue alejar las interpretaciones edulcorantes acerca de un hombre que, entre lo apocalíptico y lo pastoral, transmite aquellas que buscan ser lecciones de vida y que se sitúan entre el confucionismo de ocasión y la célebre máxima marxiana: “Estas son mis convicciones, si no le gustan tengo estas otras”.

El documental sigue un orden que se apoya en lo cronológico pero que a menudo rectifica a pedido del personaje, torciendo la línea de tiempo para ganar en intensidad dramática. En parte a causa de este zigzagueo, el elemento biográfico estricto resulta menos protagónico que las lecciones emanadas del cotejo con esos hechos históricos. Destacado estudiante universitario, maestría en Harvard incluida, Robert McNamara sirve como capitán de la Fuerza Aérea en la Segunda Guerra Mundial. Como tal, elabora el informe que sugiere la aplicación de criterios de eficiencia empresarial a los bombardeos de los B29 sobre Japón, por los cuales, el 9 de marzo de 1945 en Tokio, “en una sola noche matamos, quemándolos, a cien mil civiles japoneses, hombres, mujeres y niños”. La inauguración de facto de la era del napalm, que tanta fama le daría más tarde en las selvas norvietnamitas, allana su ascenso a teniente coronel. Su nombre excede el ámbito militar. La paz lo lleva de los cuarteles del Pacífico a los despachos de la Ford Motor Company. Tiene treinta años y actúa como lo haría cualquier hombre sensato, aplicando sus conocimientos. El hallazgo de la eficiencia de las bombas incendiarias se traslada con naturalidad a la búsqueda de ganancias para una empresa que aún contaba con más lustre que dividendos a repartir. El estreno del Ford Falcon es el volante de un nuevo consumo barato y gracias a su proyección mundial reemplaza al napalm como el elemento estratégico de eficiencia que aceita una cadena de producción hasta entonces obsoleta, disfuncional. Tras años de servicio se convierte en el primer presidente en la historia de Ford en ocupar el cargo sin ser miembro de la Familia. El vértigo dura cinco semanas. Renuncia. La oferta es irrechazable. Lo esperan JFK con Cuba y Vietnam servidos en la bandeja de la Realpolitik.


Con este bagaje a cuestas, las lecciones de McNamara recorren transversalmente conceptos como la empatía, la eficiencia, el peso relativo de la racionalidad en la toma de decisiones, la proporcionalidad como rectora de las acciones bélicas o las creencias que marcan el camino erróneo del conocimiento. Así hasta once. Pero el monólogo no deja de mostrar cierto artificio en la fluidez. El anciano, en pleno uso de sus facultades cognitivas, no habla con la templanza del sabio universalizado sino con la razón del viejo vencedor. La enunciación constante de preguntas retóricas que nacieron contestadas, su precisión de cirujano a la hora de enumerar víctimas, la apelación a lo relativo y el ánimo de exploración introspectiva impregnan de carácter punitivo una alocución nacida en apariencia de la flexibilidad de razonamiento. En superficie, McNamara no elude el tratamiento de los costados más escabrosos de su mandato, como los mencionados bombardeos incendiarios sobre Tokyo, el trazado de la estrategia bélica en Vietnam o la Resolución del Golfo de Tonkin –un montaje al estilo del de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein y que otorgó al presidente Johnson poderes absolutos para la guerra contra Vietnam; una lección con la que se nos enseña que la creencia y el ver están muchas veces equivocados. Pero la transparencia acaba teniendo las mismas patas cortas que esta mezcolanza de nociones más o menos intuitivas, más o menos orientalizadas. Con ellas quiere dirigir un haz de luz sobre sus oscuridades en Washington. La complejidad no es menor, entonces, cuando el espectador quiere entrar en el juego de los opuestos y posicionarse. Hablamos, en esencia, de un personaje que se pregunta “cuánto mal debemos hacer para hacer el bien”; de quien utiliza la expresión “errores de criterio” para definir las acciones que costaron cien mil muertos en una noche; del funcionario que llama a entender los sentimientos tras las decisiones del enemigo para bombardearlo con eficiencia. En un momento una lágrima parece cristalizarse en su párpado inferior.

Visto lo visto, a estas alturas de la película confirmamos la sospecha de que la eficiencia es un pilar en el mensaje aleccionador de McNamara. Hasta el propio documental se contagia y su narración adquiere un tono eficiente, de forma tal que le resulta prácticamente inevitable ser neutro. El conseguir la eficiencia constituye un objetivo en sí mismo también para el exsecretario, el alcanzar ser eficientes para ser eficientes e imponer así la distancia entre el mal hecho y las manos que lo ejecutan impolutas. Es entonces cuando asoma un McNamara que remite a la funcionalidad del Eichmann más maniático, de quien se distingue por haber integrado el bando bueno, pues mientras el Obersturmbannführer perdió en la horca de Jerusalén, el protagonista de La niebla de la guerra murió nonagenario en su cama de Washington mientras dormía. Por ello es que afirmaciones como “Aquello pasó”, “No recuerdo si lo autoricé” o “Yo era parte de un mecanismo” se configuran como un lenguaje de uso burocrático que define una distancia líquida con el mal. Para amenizar el adiós, McNamara nos regala la última de sus lecciones: Nunca digas nunca. La lección de las lecciones. Una lección final que matiza al resto de las lecciones y las hace buenas. Las buenas lecciones del mal.

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Caballos a la hora de la merienda
por Javier Martínez

En los tiempos en que los infantes pasaban más horas cerca del barro que de la televisión, en las acotadas ventanas que el mundo mediático en ciernes nos daba, los caballos fueron no sólo la compañía ineludible de los gauchos de las pampas sino los protagonistas de un modo de entender a sus propios dueños; lo que es casi decir que fueron artífices de algunas de las lecturas (en el más amplio sentido del término) más interesantes que supimos conseguir.


En su corcel, saludando con la mano en alto, aparecía el bravo Zorro, montando sobre un hermoso caballo negro que, parado en dos patas, recortaba la imagen del jinete a la luz de una luna que se abría paso entre las nubes. El maravilloso animal fue parte fundamental de las posibilidades heroicas de su dueño, sirviendo de punto de fuga, de herramienta de persecución y, fundamentalmente, un dúo en el que hombre y caballo son un centauro para armar o desarmar, de acuerdo a lo que exija la situación. Quizá uno de los animales de ficción casi tan famoso como su jinete fue interpretado por más de una decena de caballos que los entrenadores pusieron a disposición del espectáculo, cada uno con su especialidad, como dobles de cuerpo del principal actor equino de la serie, llamado Diamond Decorator por el cual Guy Williams, quien le prestara su cuerpo a la dupla heroica Diego de la Vega/El Zorro, sentía un gran afecto y respeto. Y vaya si sabía de caballos: el actor se había iniciado en el circo y era un estupendo jinete. Diamond Decorator murió, como buena estrella, en el rodaje de uno de los episodios cuando, asustado por una salva de balas, resbaló por una pendiente, accidente que le produjo múltiples fracturas y su consecuente sacrificio.


Sólo en el mundo adulto hay una contradicción entre vocablo Plata, con el que el Llanero Solitario llamaba a su equino en la traducción al español, y el vocablo Silver que el mismo enmascarado usaba para encaminarse a una nueva aventura. Cuestión de traductores que traicionan (y son traicionados por) la palabra; devaneos y deslices que exceden las fantasías de montarse en un caballo blanco e imponente como Plata/Silver. Tirando de las riendas de lo simbólico, la grafía de ese saludo planteaba otra dificultad que fue desde el vocal “Aeio, Silver” hasta el anglomorfo “Hi-yo, Silver”. Dificultades que el ranger enmascarado (y aquellos que lo imitamos en nuestra infancia) desconocía(mos); porque nada podía distraernos al atravesar la profundidad lúdica sobre los viejos caballos de juguete, aquellos que eran un palo con dos ruedas en un extremo y una cabeza de caballo de plástico en la otra. Saludos, juegos y juguetes que cayeron en desuso hace lustros pero que amenazan con volver, llenos de bríos, con la película de este héroe de las llanuras norteamericanas que Gore Verbinski estrenará en este flamante año 2013.


Para quienes esperábamos con ganas las escasas ocasiones en que la televisión en blanco y negro ponía en pantalla al pato Saturnino y su corte de amigos animales parlantes, no era descabellado que el blanco caballo Mr. Ed le hablara con total soltura a su dueño adoptivo (claro, como todo dueño que se precie de tal) Wilbur Post. El equino parlanchín nunca demostró grandes habilidades físicas, más bien todo lo contrario, amparado por la maravilla que causaba su voz. Un intelectual emergido del mundo más equino y ramplón, sólo le dirigía la palabra a Wilbur puesto que era el único humano al que consideraba con la inteligencia suficiente como para merecer sus palabras. Innecesarios, a la vez que disparadores de situaciones desopilantes, eran los esfuerzos de Wilbur por ocultarlo de sus vecinos (anticipando a otros fenómenos peludos como Alf); comprensibles sus dudas sobre la cordura o su falta ante el estupor de un caballo parlante; la relación dueño-posesión y amo-esclavo estaban puestas en juego a modo de metáfora, en un lustro (1961-1966) en el que el sueño americano mostró sus garras más filosas en la invasión a Bahía de los Cochinos (Cuba) y uno de los puntos más álgidos en la invasión y guerra en Vietnam.


Pero no sólo de series televisivas en blanco y negro vivía el niño de las décadas del 60 y 70, allá en el siglo pasado. Las aventuras gráficas eran un pilar fundamental de la formación de los actuales adultos. Y entre ellas, una que llegaba a las costas argentinas provenientes de España: Lucky Luke, editado por Grijalbo-Dargaud; una historieta de origen franco-belga que retrató con ironía, fino humor y algo de acidez la vida de los vaqueros del lejano oeste norteamericano. El vaquero del eterno cigarrillo entre los labios siempre contó con su mitad equina: el blanco y desaliñado Jolly Jumper, que más allá de su poco garbo fue uno de los más astutos, veloces y fieles equinos; siempre dispuesto a estar debajo de la ventana indicada para recibir a su dueño cada vez que, por las razones que fuera y líos mediante, saltara sin pensar demasiado hacia el exterior de una casa, una taberna, un hotel de aquel lejano oeste. Y quien acompaña a Lucky Luke, al final de cada capítulo, yendo hacia el sol poniente mientras canta que es un pobre cowboy solitario que está lejos de su casa. Porque ésta, dicho sea de paso, está en el centro de ningún lugar.


En una suerte de revisita, ya que no revisión y menos aún revancha, el porteño Dante Quinterno dio vida a uno de los personajes más importantes e influyentes de la historieta argentina: Patoruzú. De origen tehuelche, tribu que amedrentó a los conquistadores y sobre los que se abrieron especulaciones de una fuerza inusual para los seres humanos, Patoruzú anduvo de a pie durante varios años hasta que dio con la horma de su montura: Pampero, un caballo zaino de una fuerza extraordinaria (acorde a la de su dueño). Equino de comportamientos ríspidos y de un carácter vigoroso que nunca perdería, capaz de desmontar de una coz al aire a cualquier otro humano que no fuera el cacique tehuelche y que osara treparse a sus ancas; premio conseguido por Patoruzú quien invirtió 2 días con sus noches en domar al indómito y que tienen una traza con la relación de Alejandro Magno con Bucéfalo. De una inteligencia que sobrepasó los límites de su ser equino, Pampero destrozó cada una de las ilusiones de otro de los personajes de la tira, el díscolo Isidoro Cañones, de hacerlo ganar en las carreras de caballos, dada su extraordinaria velocidad en el galope.

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La Alhambra

por Los editores

Cuenta la leyenda (la leyenda de los vencedores católicos) que cuando el rey morisco Boabdil abandonaba derrotado Granada, volvió la vista atrás y lloró. No estaba solo. Su madre se lamentó con indignación: “Llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre”. Como todo el mundo, suponíamos que la ignominia de la capitulación ante Fernando e Isabel estaba detrás de ese llanto. No en vano habían sido ocho siglos de imperio. Después de visitar la Alhambra la leyenda adquiere otro significado. ¿Cuántas de aquellas lágrimas no iban dedicadas al palacio que dejaba a su espalda, aquel que Boabdil llamaba “el paraíso terrenal”?

La Alhambra es un palacio de palacios, un enjambre de estancias sucesivas y superpuestas protegido del exterior por una muralla que domina el cerro de La Sabika. En su interior apabulla la presencia del vacío. Es determinante, para quien la visita, abarcar la armonía que alcanza el espacio desnudo, recorrido por corrientes de viento y el rumor constante del agua contra las acequias. Dejarse llevar por los pasillos, detenerse ante un estanque, rozar con los dedos una columna y guardar silencio son recetas que nos animamos a darles. Los jardines del Generalife coronan la fortaleza con una textura infinita que huele y suena.

Es el monumento más visitado de España y como tal, un hervidero de gente. Las visitas horarias ordenan la maroma, conviene ser precavido con el tiempo de llegada. Es imprescindible llevar agua y en verano, artilugios variados contra la caló; la mañana es inmejorable también para el recorrido. Pero a pesar de ser un centro turístico de orden mundial y recibir más de dos millones de visitas al año, la soledad es posible en la Alhambra. Rodeado de todos, envuelto de vacío, con las lágrimas de Boabdil llorando entre los labios.

La Alhambra ¬ Calle Real de la Alhambra s/n ¬ Granada ¬ España
http://www.alhambra-patronato.es/

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