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Las palabras, como es bien sabido, son grandes enemigas de la realidad.
Joseph Conrad

Escritos

Diego Tatián ¬ Entrevista
por Diego Singer

Con motivo de la reciente edición de su libro de ensayos "Lo impropio" publicado por Editorial Excursiones, conversamos con el filósofo Diego Tatián, actual Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, investigador y escritor. Su libro es incisivo y sugestivo en la manera en que atraviesa con nuevas miradas temas tan clásicos como la igualdad, la democracia y la cultura. Aquí tenemos su visión sobre la escritura ensayística, los debates actuales de la filosofía política y el rol de los intelectuales en el contexto actual.

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Huxley
por Lionel Klimkiewicz

La palabra dinastía que utiliza J. L. Borges en un texto de su juventud para hablar sobre ellos está muy bien elegida. Los Huxley son una dinastía de intelectuales brillantes. Thomas, el abuelo, famoso científico divulgador de las ideas de Darwin; Leonard, el padre, escritor, que tuvo varios hijos, entre ellos Julian, biólogo fundador de la UNESCO, Andrew, premio Nobel de medicina y Aldous, escritor, poeta, guionista, ensayista.

En esa reseña que data del año 1927, Borges, al escribir sobre este entramado familiar tan culturalmente fructífero, incluye una frase de un libro de Julian que dice: “la continua corriente vital llamada género humano está rota en pedacitos aislados llamados individuos. Esto sucede con todos los animales superiores, pero no es necesario: es un expediente. La materia viva tiene que desplegar dos actividades: una que se refiere a su inmediato comercio con el mundo exterior; otra a su futura perpetuación. El individuo es un artificio para que una porción de materia viva pueda desempeñarse y proceder en un medio ambiente determinado. Después de un tiempo lo desechan y muere. Contiene, sin embargo, una reserva de sustancia inmortal, que transmite a las generaciones futuras.” La escribió Julian, pero podemos imaginar que la tomó luego Aldous en su libro Adonis y el alfabeto –obra que contiene varios ensayos reunidos por el autor– ya que entre ellos se encuentra uno titulado “Hiperión a un sátiro”, en donde realiza una sutil semblanza de la historia del hombre a partir de lo que el hablante-ser hizo con sus desechos. Para el autor, lo que ha cambiado en el curso de la historia no es la repugnancia a la suciedad sino la moraleja que se deduce de ella.  Por ese carril desfilan entonces el efecto de los malos olores, la suciedad, los piojos y los excrementos, pero también la diferencia en la  calidad de la ropa, el uso de jabones, la invención de las alcantarillas y  los signos de manchas de grasa. Pero más allá de las moralejas, a veces risueñas y muchas otras veces  profundas,  lo que Aldous Huxley deja en claro es de qué manera la suciedad y la intocabilidad que ella crea ponen de manifiesto diferentes modos de distinción de clases y personas. Lugares que, todavía al día de hoy no cuentan con agua potable o sistemas cloacales, diferencian una geografía social, al igual que las diferentes calidades de ropas y telas que usamos para vestirnos, o la limpieza de los lugares donde las adquirimos. No quedan al margen las referencias a situaciones de sometimiento, negocio o interés personal que llevan a diferentes personas a vivir pendientes de los desperdicios ajenos, aunque estos tengan forma de excrementos, dinero u objetos. Qué es lo que hace una cultura, una clase social o un sujeto con sus desperdicios,  es la pregunta que arma el texto. Las ideas que desprende de él son brillantes e invita a la reflexión respecto del lugar y la función del desecho en sus diferentes formas y simbolizaciones. La primera imagen que muestra el escrito habla por sí sola: caminando junto a Thomas Mann por una playa, se encuentran con miles de preservativos usados que el mar había devuelto a la costa luego de ser arrojados allí por las cloacas de la ciudad de Los Ángeles: restos, diría Julian,  transformados tal vez en signos de  la  resistencia del ser humano a convertirse él mismo en  desecho de la vida.

Con un gran despliegue de inteligencia, Aldous Huxley muestra en cada en sayo de su libro un modo de encontrar vínculos entre elementos muy diversos que le revelan al lector novedosas relaciones entre cosas que suelen quedar ocultas bajo el velo de lo cotidiano.

Alianza Editorial ¬ 1988

 


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Luna doble ¬ Poemas y fotografías
por Viviana Abnur & Alejandro Montini

En una relación entre la palabra y la imagen en la cual no opera ninguna referencia a la ilustración, los poemas en prosa de Viviana Abnur se toman de la mano con las fotografías de Alejandro Montini para hacer un recorrido similar por la estructura de un fragmento yuxtapuesto a otro fragmento, movimiento que va hilando un sentido; uno por lector, uno por lectura. Sentido que toma entidad del todo cuando por fin se la ha abarcado en toda su extensión. Si las unidades semánticas de los poemas son las células que dan forma al cuerpo al poema en sí; lo mismo ocurre con las imágenes que las acompañan. Apuesta al collage, a la superposición, a lo desfasado, a la construcción de una voz particular allí donde no hay un todo homogéneo, sino los retazos y los trazos de lo que la vida misma es.

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La gallina ciega ¬ Max Aub
por Jota G. Fisac

Una de las versiones más populares del juego de la gallina ciega, inmortalizado en óleo sobre lienzo por Goya, coloca a un sujeto con los ojos tapados por una venda o un pañuelo en el centro de un corro, situación de desventaja que para ser superada requiere el reconocimiento, mediante el sentido del tacto, de alguno de los jugadores que lo rodean. La gallina ciega es también el título del libro que Max Aub publicó tras su viaje de dos meses de duración, en 1969, a la España de la que se había exiliado treinta años antes. Se editó por primera vez en México en 1971, apenas un año antes de la muerte de Aub en su exilio mexicano. La primera edición española apareció en 1995 (Alba Editorial), y el libro fue reeditado en 2009 por la editorial Visor.

Generalmente, La gallina ciega es considerada como literatura del retorno, si bien el inquieto Max Aub declaró con solemnidad ante lo que se consideró su regreso literario a España: “He venido pero no he vuelto”, dibujando así el conflicto entre la razón, que le oponía una fuerte resistencia a volver a un país sometido a la dictadura franquista, y el corazón, que lo impulsaba a regresar a la tierra que le había dado la patria literaria. Metido de lleno en ese conflicto, Aub tomó impulsivamente notas durante su recorrido por Barcelona, Madrid, Valencia y otros lugares, y a su vuelta a México redactó ese híbrido entre el diario y la novela que tituló La gallina ciega. Si bien parece haber acuerdo en que el libro puede ser considerado, al menos en su propuesta inicial, como literatura del retorno, hemos de admitir, una vez escrito y leído, que se trata más bien de literatura del olvido. Aunque bien mirado, si retornar es volver atrás, y olvidar el tiempo pasado, aunque sea sólo en cierta medida, es ley natural, ¿no habría siempre cierto olvido en cualquier ejercicio de retorno?

En 1969, con un visado por tres meses y su pasaporte mexicano, Max Aub realiza un viaje vertiginoso a España. Durante más de dos meses, Aub visita centros culturales, hemerotecas, museos y centros académicos, firma ejemplares de su obra No y sobre todo se reúne en restaurantes y cafés con amigos, intelectuales y colegas, con quienes conversa y discute sobre literatura en español, la superioridad de unas generaciones sobre otras, las escuelas de teatro, la poesía española desde el 98, pulsando así el estado de las cosas en el país. En es viaje, Aub comprueba que, tras treinta años de exilio, no puede volver; y que sus anhelos de retorno son pura ilusión ante la mediocridad y la miseria moral en que encuentra sumido el país que se vio obligado a abandonar. De esta manera, Aub se convierte en una extraño notario, un fedatario que sólo pretende confirmar un prejuicio. Y como a muchos de nosotros nos ocurre en ocasiones similares, no le sirvieron las excusas de encontrarse con un país subido a la lanzadera del desarrollo económico y el progreso, un país repleto de carreteras y de cochecitos que las recorren, plagado de bancos, de restaurantes, de hoteles, de turistas, de televisiones… Frente al optimismo cómplice, opción tan común como indeseable, el autor, que exhibe sin remilgos su subjetividad, nos trasmite la decepción y el desconcierto ante lo que encuentra. Así, “subido a la indignación de su verdad”, juzga y sentencia el olvido y la desmemoria de los jóvenes españoles respecto de la literatura del exilio: “esa segunda victoria franquista…”. Aub comprueba que la educación nacional católica ha conseguido borrar de la memoria colectiva de todo un pueblo, la memoria republicana de los años treinta. Y ante esos jóvenes decepcionantes, el autor aclara el uso de la metáfora que da título a su libro: “Mi idea era que la gallina ciega era España no por el juego, no por el cartón de Goya, sino por haber empollado huevos de otra especie…” El pueblo ha renunciado a la libertad y ha optado por la indiferencia, la resignación, la ignorancia, la desinformación, se queja Aub tras su viaje.

Podemos ahora imaginar la vuelta a España de quien se marchara hace ahora justamente treinta años y preguntarnos si, tras la venda de esa ausencia, podría nuestro repatriado reconocer en modo alguno el país que abandonara, un país que bajo el argumento del cambio se liberaba de los grilletes y reiniciaba su andadura río arriba para recuperar la memoria. Pero nuestro hombre encuentra a su vuelta un país extraño y ajeno: las calles se han llenado de vallas metálicas listas para armarse y contener a la gente como si fueran animales; las policías montadas pueblan las esquinas y las convierten en selva; hay agentes vestidos de calle que simulan ser ciudadanos inmersos en la protesta; la calle se ha vestido de mantilla y Corpus Christi, de carga policial disfrazada de azul con funestos tonos grises, de profesionales expulsados de sus cuerpos por remar contra corriente. Nuestro hombre se encuentra un país tomado por poderosas oligarquías que ocultan el pasado y borran la memoria por decreto; un país que parece el escenario de un cuento de terror en el que las momias se levantan de sus arcones refrigerados para retornar al poder. Nuestro repatriado no encuentra ni rastro del país que abandonara al inicio de los años ochenta del siglo pasado: se han olvidado actitudes, perdido ilusiones, modificado comportamientos… No estamos en 1969, ni nuestro hombre es Max Aub, pero la mediocridad, la miseria moral y la desmemoria siguen vigentes.

No reconocer lo que consideramos como propio es asumir la derrota de la pérdida, hundirse en el olvido. Volver y no reconocer tu país después de treinta años es perderlo una vez más, concederle al exilio, sea de la naturaleza que sea, la certeza absoluta de la victoria. Venir sin volver a la España de 1969 o marcharse sin irse de la de hoy día, gobernadas ambas por el olvido. De la misma manera que el nacional catolicismo borró de la memoria colectiva la república, la España de hoy parece no acordarse de la actitud que llevó al país a una sorprendente e increíble reinvención: si los jóvenes que Aub encontrara se habían olvidado de él y de los otros escritores del exilio, mucha gente hoy parece no recordar que el respeto y el reconocimiento del otro gobernaron hace treinta años un cambio que prometía devolvernos el país justo y libre que un día tuvimos.

Olvidos colectivos promovidos desde el poder que levantan, a un mismo tiempo, resistencias al cambio y a la memoria.

Visor ¬ 2009

 


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Poesía Vertical ¬ Roberto Juarroz
por Alejandro Feijóo

Bien mirado, no cabe duda de que la poesía es un idioma universal, tal y como lo atestiguan estratos de generaciones que han volcado en el poema sus objetos más recónditos de deseo y temor. Sin embargo, cualquiera que se haya acercado a las celdas de la colmena de la traducción poética puede atestiguar la profundidad de aljibe de un verso cualquiera, inasible en tanto idea de la palabra y no del poeta, lo cual coloca a la convención universalista en la categoría de eslogan de centro comercial.

A esta disrupción se enfrentó seguramente el poeta y traductor genovés Alessandro Prusso cuando se propuso elaborar una antología bilingüe de los más “eficaces y emblemáticos poemas” de Roberto Juarroz. Arquetipo de lo imprescindible poético, Juarroz edificó su Poesía vertical como un poema continuo y conciso, pero no con la esencia del aforismo, pues donde este hace las veces de badajo de una resonancia casi musical, lo poético en Juarroz indaga abismos que van más allá de lo sonoro o la pícara polisemia para acabar sumergiéndose en “la vida no fosilizada del lenguaje”.

Editada por la recientemente fallecida Benedetta Maestrelli Picchiotti, esta antología traslada al lector en italiano el núcleo del universo poético-metafísico del poeta argentino, al tiempo que devuelve al lector en castellano la tensa emoción del reencuentro. A la vez, el cotejo entre las dos versiones abre un espacio de intersección que permitirá a ambos lectores comprobar que “las palabras que quedan / se asemejan ahora mucho más al silencio / que a las otras palabras”.

Página web ¬ Dónde comprarlo


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El loro que podía adivinar el futuro ¬ Luciano Lamberti
por Marcelo Díaz

En Córdoba hace varios años hubo un debate entre escritores jóvenes acerca de qué era el realismo y qué relación existía entre esa escuela y lo que se escribía en la provincia. El supuesto, claro, era que no había literatura fuera de los límites de la tradición realista. Supuesto que no tenía mucho sentido y que varios, por diversas razones más políticas que estéticas, se encargaron de reproducir y de difundir. Lamberti, creo yo, de manera más que creativa, viene a superar esas discusiones de antaño y propone una escritura (seguida de precisas instrucciones de lectura) sostenida desde la más radical de las diferencias.

“El Loro que podía adivinar el futuro” es un texto compuesto por seis relatos. Lo que siguen son aproximaciones para cada uno. “Perfectos accidentes ridículos”, el primero de los cuentos, presenta una narración compuesta por fragmentos que como esquirlas, dibujan un paisaje con personajes de barrio de fondo. Un joven que tiene el don de la telequinesis que le funciona en forma esporádica cuando nadie está cerca. Un relato, como de iniciación, en el que el suicidio deja una cicatriz difícil de ocultar en la experiencia del narrador. Un personaje que es una suerte de imán para accidentes mínimos y recurrentes como si tuviese vaya a saber qué clase de magnetismo para atraer la desgracia.

“La canción que cantábamos todos los días” es la historia de una vivencia semejante a una abducción en la que el hermano del narrador (sobresale el uso de la primera persona en casi todo el libro) ingresa a un bosque por un tiempo breve en plenas vacaciones familiares y reaparece con una personalidad completamente nueva y distinta como si fuera otra persona u otro ser. La madre, el padre, el mismo narrador, nunca vuelven a la rutina de todos los días. El manejo de la intriga es magistral a lo largo de la narración sumado a un proceso si se quiere de decantación de los personajes que los ubica en situaciones límites y los transforma hasta el punto del desconocimiento.
El relato “Algunas notas del país de los gigantes” es un cuento que guarda cierta relación, quizá como un guiño textual, con el texto de Ballard “El gigante ahogado”. El trabajo narrativo que realiza Lamberti es complejo: saltos en el tiempo, historias paralelas unidas por la figura del gigante, múltiples géneros literarios (aventuras, fantástico, s.f.) en un mismo espacio de la ficción. Y en simultáneo es un relato, algo que sucede con el libro en conjunto, que admite muchas lecturas. Uno se imagina desde lectores adolescentes hasta lecturas más críticas en términos formales provenientes de ámbitos más estudiosos.

Recuerdo que en una época había una serie de televisión llamada “Carnivale” en la que los miembros de una comunidad circense definían el destino del cosmos y de la tierra. El cuento “La feria integral de Oklahoma” me recordó esa serie de HBO. De nuevo Lamberti introduce elementos de un universo outsider (o borderline) a partir de la figura del freaki como eje que articula los elementos narrativos. Me acuerdo también que cuando yo era chico había una película, que ahora es de culto, con Tom Hanks que se llamaba Big. En el film Tom Hanks es un niño en una feria de juegos clásicos (entiéndase en este caso por clásico sinónimo de mecánico es decir: montañas rusas, bowling, tiro al blanco y conejitos de peluche de premio) le pide a una máquina con la forma de una astróloga crecer y volverse grande sin tener que sufrir la adolescencia. Es curioso porque en el cuento de Lamberti se propone una reflexión sobre el paso del tiempo en cada uno de nosotros y nos propone pensar, a la vez, en un tono nostálgico por momentos, en nuestro pasado y en esos proyectos que quedan orbitando a medio terminar por fuera de nuestras vidas.

Un relato que me dio ganas de releer a William Gibson y Philip Dick es “La vida es buena bajo el mar”. Otra vez las reglas que configuran el universo de la ficción lambertiana se sostienen a lo largo y ancho de todo el relato. Digo reglas del universo de Lamberti como podría decir reglas del universo de ficción en sí. Lo que sucede es que el autor en este caso cuando parece que el relato está resuelto y se ha cerrado por completo le encuentra una vuelta de tuerca para que gire, levite, en otra dirección completamente nueva. Eso es lo que ocurre aquí. Una raza de otro mundo convive con los humanos, como en MIB si se quiere, son una especie de obreros altamente calificados con dones para resolver problemas abstractos e intelectuales pero con una profunda sensación de abandono, parecido al caso de Superman y su planeta natal Krypton, que los deprime por completo. En el camino un psicólogo especializado en estas criaturas comienza a consumir sus drogas y realiza recorridos que son literalmente viajes astrales.

Por último “El loro que podía adivinar el futuro” que le da nombre a la serie de cuentos narra el encuentro de un personaje con un ave que es tan vieja como nuestro planeta. Desde un primer momento llama la atención, como en la película “In the Mouth of Madness”, el tono cosmogónico que asume el relato y el funcionamiento del enigma semejante a las narraciones de Carpenter donde fuerzas sobrenaturales obligan a frágiles y endebles seres humanos a cumplir con una misión específica que puede alterar el orden de lo real tal como lo conocemos.

No es fácil, a pesar de algunos nombres propios que he citado anteriormente, trazar relaciones de parentesco entre los cuentos de este libro y tradiciones de la literatura argentina. Lamberti nos enseña que no hay temas menores en la literatura y eso, amigos, a esta altura, de seguro que no es poco. Lo único que se me ocurre es el caso de Charlie Feiling, por ejemplo  “El mal menor”, una novela formidable en la que Feiling se posiciona en la línea de autores como Stephen King, sin olvidar sus textos críticos reunidos en “Con toda intención”. O si no el “Libro de los géneros” de Elvio Gandolfo donde brinda una teoría y práctica de aquellas narraciones que han sido periféricas (subalternas) en Argentina. Según Wikipedia, los gigantes son criaturas humanoides de tamaño y fuerza prodigiosos, un tipo de monstruos legendarios que aparecen en historias de muy diferentes razas y culturas. Quizá esa sea la dimensión, a modo de analogía, de los relatos publicados por Editorial Nudista el año pasado.

Editorial Nudista ¬ 2012

 


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Tiempo de silencio ¬ Luis Martín-Santos
por Jota G. Fisac

A menudo la lectura traza caminos que nos conducen, mediante el recuerdo o la asociación, por el denso bosque de la literatura. La reciente lectura de Boquitas Pintadas (Manuel Puig, 1969) me llevó por una senda llena de fuertes analogías a la relectura de Tiempo de silencio, la novela de Luis Martín-Santos de cuya primera edición se acaban de cumplir 50 años.

Considerada por buena parte de la crítica como una de las mejores novelas españolas de la segunda mitad del siglo pasado, Tiempo de silencio, cuya edición definitiva, tras haber sido censuradas su primera (1962) y segunda (1965) ediciones, no vio la luz hasta 1980, discurre en el Madrid de la posguerra, una ciudad entristecida y empobrecida sobre la que planean todos los elementos enajenantes de una cultura rancia. Y sobre ese escenario, esta novela siempre abanderó la renovación técnica y estilística que trajo cierta frescura a una novelística española que difícilmente podía hacer frente a las propuestas vanguardistas que imperaban en Europa y Norteamérica y al boom latinoamericano que se avecinaba (La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, era publicada al año siguiente por la misma editorial).

Martín-Santos, psiquiatra y ensayista, fallecido prematuramente en accidente de tráfico cuando volvía de una reunión clandestina del Partido Socialista Obrero Español, en el que militaba, nos cuenta en Tiempo de silencio la historia de Pedro, un médico dedicado a la investigación del cáncer cuyo proyecto se ve amenazado al no reproducirse en el laboratorio las cepas cancerígenas de los ratones importados de Illinois que utiliza en sus experimentos. Amador, asistente del doctor en el laboratorio, le ha procurado a su pariente el Muecas, que vive con su familia en los suburbios chabolistas del sur de la ciudad, una pareja de ejemplares que, al calor de los pechos de sus hijas, ha conseguido reproducirse. La incursión de Pedro en los bajos fondos de la ciudad para negociar la compra de los ratones que el Muecas ha desarrollado, lo implicará en los dramáticos acontecimientos que transformarán su vida.

Se ha escrito mucho sobre Tiempo de silencio y sobre el puente que tendió entre un tiempo pasado −el del oscurantismo social y político, el pesimismo cultural y científico,  el realismo objetivo y estático− y el tiempo por venir –el del progreso, la apertura al exterior, la renovación estilística centrada en el subjetivismo. Tiempo de silencio es una novela-puente construida desde la contraposición (a menudo confrontación) entre las dos orillas que trata de unir. Numerosos ejemplos a lo largo del texto ilustran este hecho. Contrapuestos están el lenguaje exuberante y barroco, culto, científico en ocasiones, que exhibe el narrador y el habla popular que utilizan los personajes de las clases sociales más bajas; o las frecuentes referencias míticas y a la alta cultura literaria y filosófica (Cervantes, Ortega, Joyce) y las numerosas escenas que pertenecen por completo al folletín. Contrapuestos están también el mundo material, fisiológico, del cuerpo y el sexo y la tenaz reflexión sobre lo absurdo de la existencia del hombre; o el lento y previsible mundo de provincias del que provienen muchos de los personajes y la capital que los acoge, donde los hechos se suceden vertiginosamente. Y esa contraposición, en ocasiones, se manifiesta en un mismo escenario, como en las chabolas de los suburbios del sur de Madrid, adornadas y amuebladas con lámparas y cómodas de palacio; o en algunos de los personajes, como el propio Pedro, quien representa al excelso mundo académico y científico y que, tras tomar el té de las cinco en casa de la marquesa, bebe orujo sentado sobre un cajón en la siniestra e incestuosa chabola que se ha convertido en el proveedor de los ratones para sus experimentos.

La realidad que nos muestra esta novela-ensayo, novela de contrastes, es la de una ciudad (reflejo de todo un país) entristecida por el empobrecimiento de una larga posguerra pero que trata, al mismo tiempo, de mirar hacia delante; un Madrid de rancios burdeles y cafés literarios, de verbenas populares y calabozos atestados, de tabernas bajo tierra y juergas flamencas, donde conviven la clase alta y la burguesía con extensos barrios populares y barriadas de chabolas. Y es precisamente en esa realidad polifónica que escuchamos y evocamos al leer la novela, donde se incuba el desenlace. Pedro, con su incursión en los suburbios más marginales de la ciudad para adquirir los ratones que le permitan continuar sus investigaciones, quebranta una ley, viola las lindes de un territorio ajeno, se introduce de lleno en las infernales afueras de la marginalidad. Y esa trasgresión acaba por implicarlo en un homicidio del que es acusado. Y ya no hay vuelta atrás una vez sobrepasado el umbral. No hay modelos posibles para predecir la existencia, parece advertirnos el narrador; una existencia la humana que, en un instante, tras un movimiento desafortunado, intrascendente en apariencia, se proyecta en el vacío y nos expulsa para siempre del lugar que creíamos ocupar.

Tiempo de silencio y Boquitas pintadas, novelas análogas en su doble dimensión: realismo social y propuesta formal; deudoras ambas de las vanguardias en el uso lúdico del lenguaje y en la arquitectura narrativa y la propuesta formal; ambas conscientes del mundo real del que emanan. Puede que Tiempo de silencio presente esa realidad con la ambición crítica del ensayo y bajo el intervencionismo, a veces desmedido, de su narrador-autor (presente por doquier, quizá en consonancia con cierta tradición europea de la novela), mientras que en Boquitas Pintadas, el uso de un collage narrativo que incluye cartas, informes, diálogos, monólogos, etcétera, permite la ausencia casi completa del narrador. Las dos obras, sin embargo, pertenecen al grupo de novelas en las que la literatura pesa más que cualquiera de sus circunstancias. Ese grupo de novelas que parecen concebidas para los lectores que Joyce inventara con el Ulises.

Seix Barral ¬ 1997

 


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La sal de la locura ¬ Freddy Yezzed
por Viviana Abnur

Para entrar al laberinto. Para salir. Ovillo, madeja, soga. Un hilo La sal de la locura de Fredy Yezzed. Un laberinto, el Hospital Neuropsiquiátrico J. T. Borda de Bs. As. Y una salida, la palabra. Desde el personaje de Ariel Müller, porteño, nieto de alemanes, hijo de padre desparecido, la poesía se trama desde el comienzo en una prosa delicada y oscura. Un relato que evoca lo femenino, va cubriendo de sentido las esquinas ya sea, de la mano de la Dra. Dalzotto, las mujeres que lavan sus ropas en la noche del hombre, La virgen del rincón, la señorita Krüger o la propia madre. Y el cuerpo, todo el tiempo presente, al igual que la palabra de este texto, ofrecido, desnudo.

La sal de la locura es un relato verosímil, donde la poesía roza el aire, se eleva, y por momentos despega apenas del suelo como la bailarina sonámbula de José Lezama Lima. Un relato que no empieza ni concluye en el contexto de la historia –una excusa la historia misma– y un hilo tenso, prolijo, que se sostiene fundante y vital. La pérdida de la cordura, la conquista del propio universo, la mujer como misterio, lugar de hallazgo y pérdida. Todo eso alcanza y sobra para incendiar un barco, el propio. Sólo tengo para agregar que caminé por los pasillos del hospital Borda de la mano de Ariel Müller, argentino, nieto de alemanes, hijo de desparecidos. Navegué con él en un barco en llamas, por corredores oscuros, madeja en mano, hacia la luz.

 

* * * * *

 

¿TE HA PASADO ALGUNA VEZ QUE ESTÁS SOLO en alguna banca del parque y de repente ves sobre la palma de tu mano una hormiga que camina? Deprisa, de un lado para otro, entre las estrías, oculta en el cuenco. La observas como diciéndole: “Por allí no, tonta”. El animal se detiene en la mitad del mapa, mueve sus antenitas y prueba el sabor de la sal de tus dedos. Pero resulta también que de sus diminutas cosquillas sale una música que te taladra por allá adentro el hombre insignificante que eres. Canción de psicosis. Una tecla de máquina larga y monótona, siempre la misma, y de fondo el millar de patas de la hormiga tocando ese nervio como una aguja. “Perdida, estás perdida”, le susurras, y le soplas indicándole el camino. Pero ella insiste en acompañarte, en su grandísima existencia te habla del cascabel de las hojas, de la larga travesía al fruto de un álamo; de aquella vez en la que casi muere ahogada en una gota de agua. Se mueve de un lado a otro en el laberinto de tu mano, sutilmente te enseña los recuerdos que se te han dibujado sobre ella. Entonces le confiesas que esa arruga profunda te la inventó una mujer en la que confiaste, que el millar de avenidas que se cruzan desde tus uñas a las falanges son esta ciudad de cosas invisibles, que aquella cicatriz es el recuerdo de las estaciones. La hormiga traza en su hilo invisible el rostro de alguien conocido, de alguien al que crees recordar pero no recuerdas; tienes su nombre en la punta de la lengua y aún así es difuso. Nunca te enteras de que era tu rostro. Pasa imperceptible todo, sólo queda grabado en el agua clara de tus pensamientos esa mañana fría. Te llevas eso y mucho más a los túneles. Vas por los pasillos. A la hormiga le has dado una segunda oportunidad sobre la corteza de un tronco. En el fondo también deseas una segunda oportunidad.
¿Te ha pasado alguna vez que para enfrentar este vacío comienzas a hablar con una hormiga en la mitad de la nada?

 

* * * * *

 

¿DÓNDE ESTÁS, MUÑECA de trapo? ¿Dónde estás, amor ex-mío? Tengo los huesos húmedos de esperarte. Y la noche cansa como cansa el buen amor.
El barniz de este día. El mercurio que me cubre.
Aquí la luz grita, se la pasa suicidándose a cada instante.

 

* * * * * 

 

ES CLARO QUE Dios se escapó de mi cráneo. Que se fue dejando una estela de sangre. Una gotita que un gorrión pisa y esparce sobre el piso blanco.
Escuchaba yo una llanura de carneros, los oía arrancar con sus quijadas las raíces. Ese ruido cuando arrancamos la hierba, ese mismo ruidito cuando arrancamos una rosa como un cabello.
Tal vez quise decir que escuchaba voces. Un susurro inesperado al cruzar la calle. Volteo y miro alrededor y no hay nadie, pero alguien que no está me mira desde la esquina. Solo. Inquietante.
Fue el viento, me digo.
Fue sólo el viento, me repito.

 

Fredy Yezzed (Bogotá, Colombia, 1979). Su primer libro de poesía, La sal de la locura, fue distinguido en Argentina por los jurados Javier Adúriz, María del Carmen Colombo y Jorge Boccanera con el Premio Nacional de Poesía Macedonio Fernández 2010 publicado en Buenos Aires ese mismo año. Como investigador literario escribió el estudio Párrafos de aire: Primera antología del poema en prosa colombiano que publicó la Editorial de la Universidad de Antioquia (Medellín, 2010).


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La gallina degollada ¬ Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.


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