La pregunta sobre qué fue primero, si el huevo o la gallina, le sirve al hombre para preguntarse por su propio origen como especie. Preguntas que portan, en su esencia, la imposibilidad –e inclusive la inutlidad– de una respuesta. Asomarse a ese imposible es asomarse a lo inexorable de la muerte, que no es sino el vacío de la palabra. No hay modo de explicar un después sino por medio de la fe (que) ciega; no hay salvavidas que no tenga la forma del creer sin resbalar por las pendientes de la duda. La gallina no se pregunta por sí, menos aún por lo que biológicamente es, por definición, su modo de reproducirse; algo inherente a la propagación del bios; una cuestión celular que es carga genética dura y pura. El hombre puede, mal que le pese, pensar. Es el duro oficio de ser un ser superior en la escala biológica; con el que logró armar, a lo largo de su historia como especie, un disfrute del que lamenta tener que desprenderse algún día.

Desde esa perspectiva, no es descabellado que el temor al vacío sin continuidad de placer haya impulsado, en muy diversas culturas, la asociación directa del hombre con miedo a la gallina. Puesto que no podemos descifrar su origen, pero tenemos el valor de intentarlo, aquel que no intente vencer al enemigo, sea cual sea su forma de manifestarse, no es sino un gallina. Preguntar es preguntarse; el saber sobre el mundo es metáfora de cada quien y la necesidad de hacer coincidir tiempo vivido con deseo es, quizá, uno de los desafíos simbólico más complejos que tiene el sujeto. Preguntarse para perderle el miedo a la falta de una respuesta tranquilizadora; vacíos con los cuales, por paradójico que parezca, el hombre puede modelar su propio camino.