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Se ha dicho que la historia es esa materia inasible construida por seres anónimos pero protagonizada por héroes que traspasan el tiempo, cuyas hazañas jalonan el relato de los acontecimientos. Se dice, a su vez, que en ningún período como en el Renacimiento el talento artístico entretejió su destino con el de los poderosos, que lo alentó y lo sostuvo a través de un mecenazgo nunca imparcial. De la intersección de ambos decires surgen indudablemente dos nombres familiares hasta para el más lego en la materia: Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti, figuras sin las cuales sería difícil explicar las artes, no solo las pictóricas, contemporáneas. Pero la era renacentista ha sido tan vasta que, entre aquellos dos tótems, ha erigido una tercera columna que completa lo que ha sido dado en llamar la “santa trinidad” de finales del siglo xv y principios del xvi: Rafael Sanzio. El quinto centenario de su muerte constituye, así, el pretexto perfecto para repasar su vida y su obra.

Hablar de Rafael es hacerlo de Giorgio Vasari, pintor y escritor italiano del siglo xvi de cuya pluma conocemos mayoritariamente los acontecimientos biográficos del artista. A Vasari se lo suele mencionar como el primer historiador del arte, y ha sido él el creador de la leyenda que reza que Rafael “murió el mismo día que nació”, el 6 de abril, una fecha que, para sazonar aún más el relato, fue viernes santo. Entre ambos años, 1483 y 1520, transcurrió una vida que, en términos actuales, podría semejarse a la de una celebridad. Quedó muy pronto huérfano de madre, y poco después sufrió la muerte de su padre, de quien heredó su estudio de pintura. Siendo aún un adolescente, ingresa en el taller de Pietro Perugino, “el mejor maestro de pintura de Italia”, al decir de Vasari. El joven despunta muy pronto su talento y su sensibilidad artística, y antes de cumplir los veinte años es ya un pintor solicitado que revela por igual su propia maestría y una fabulosa avidez por el aprendizaje. Esta última le lleva a empaparse del trabajo de Leonardo y Miguel Ángel, los dos grandes popes de la época, inmersos en una disputa que acabó traspasando el plano artístico. Trasladado a Roma a principios del siglo xvi, Rafael recibe el encargo del papa Julio II de decorar las estancias vaticanas. Desde entonces y hasta su temprana muerte no dejó de recibir el manto benefactor de quienes fueron sus mecenas, asombrados a la vez por el volumen tridimensional de sus obras y su encanto personal.

Porque a sus dotes pictóricas Rafael añadía una característica que lo distinguió de los grandes nombres de la época: su afabilidad, eso que hoy podría llamarse “carisma”. Su nobleza y su bonhomía le valieron el favor de los mecenas y la lealtad de sus discípulos. Y también su cotización entre las mujeres. En su Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos (1550), Giorgio Vasari describe así su atractivo: “Era Rafael persona muy enamoradiza y aficionada a las mujeres, de continuo entregado a sus servicios. Sus amigos observaban con respeto su afición a los placeres carnales, por ser persona muy segura”. También según Vasari, uno de sus amores más fogosos habría sido la hija de un panadero de Siena llamada Margherita Luti y conocida como “la Fornarina”. Con 37 años y en la cumbre de su fama y reconocimiento, “extralimitándose en sus placeres amorosos, sucedió que una de las veces cometió más excesos de lo habitual y volvió a casa con mucha fiebre”. Al parecer avergonzado por la causa de su malestar, Rafael omitió referir esta circunstancia a los médicos, quienes le practicaron sucesivas sangrías, una práctica por entonces extendida que consistía en la extracción de sangre mediante incisiones o sanguijuelas. Su agonía duró quince días, al cabo de los cuales fue enterrado, según su deseo, en el Panteón romano. La máxima grabada en su epitafio resume como pocas su fulgor y su atractivo: “Aquí descansa Rafael, por quien la Naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida y morir con su muerte”.

Nadie podía suponer que cinco siglos después de aquel viernes santo de 1520, Rafael Sanzio caería víctima de una pandemia que detendría el funcionamiento del mundo. Con motivo del quinto centenario de su nacimiento, en la sede del Scuderie del Quirinale en Roma se había preparado una exposición que reunía como nunca antes obras del pintor. La muestra funcionó con normalidad unos pocos días, luego cerró y más tarde reabrió con las restricciones que impone la “nueva normalidad”. Una efeméride fallida que, no obstante, debe estimularnos aún más el deseo de conocer su magnífica obra. Con este espíritu les presentamos una breve recopilación de algunos de sus cuadros.