Miradas
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La esperanza de vida en nuestro mundo varía mucho según el lugar en el que naciste y te has criado. En Argentina es de setenta y seis años, mientras que en España está en ochenta y tres de media (con notables variaciones entres sexo, posición social y antecedentes familiares). Pero es evidente que llegar a los cincuenta, como es el caso de quien escribe, no solo supone empezar la cuesta abajo una vez llegado a la cima, sino un grave problema existencial. El aire ya no huele igual que cuando estás subiendo la cuesta de la mediana edad. Huele un poco a incienso y velas aromáticas, y a rancio. Pero queda mucho camino. Esperemos.

Cinco lustros es un mundo, por mucho que Gardel nos hablara de aquella febril mirada. Veinticinco años es un lapso de tiempo tan tajante en un ser humano que marca sin poder evitarlo la vida. Mi yo de entonces estaba tan por hacer, tan tierno que no queda más que sonreír al pensarlo. Qué ingenuo, qué inocente, qué párvulo. Cuando uno es joven dedica mucho más tiempo a aquello por lo que más suspiran los padres que podrían ser abuelos: la cultura, el cine, la literatura, la música. Con veinticinco años no me perdía un estreno de cine importante. Y como es fácil echar la vista atrás y tirar de hemeroteca (los más jóvenes sonreirán pensando en la Wikipedia), vemos de un vistazo los grandes estrenos de hace cinco lustros.

1995 fue el año de Los puentes de Madison, Braveheart, Casino o Doce monos. Y Toy Story, Sentido y sensibilidad o Sospechosos habituales. Y mil más, claro. En lo musical fue un año de efervescencia y eclosión del fenómeno britpop, con grandes hitos como The Great Escape, de Blur (What’s The Story), Morning Glory, de Oasis, y Different Class, de Pulp, pero también hitos como el Post de Björk y To Bring you my Love, de PJ Harvey. Un año, pues, memorable, pero hemos venido a hablar de cine, y 1995 fue el año de Seven. Y eso es ya otra cosa.

Veinticinco años de aquel policía imberbe que debe investigar una serie de crímenes pavorosos frente a otro policía a punto de retirarse. Una trama muy manida que ha dado grandes y perezosos momentos en el cine y la televisión. Pero Seven marcó un punto de inflexión. Por muchas razones. Quizá por esa breve pero demoledora actuación del ahora controvertido Kevin Spacey, quizá por el planteamiento atrevido para un blockbuster, o quizá por ser la más que digna seguidora de aquella nueva forma de presentarnos los monstruos de nuestra sociedad que fue El silencio de los corderos. Esa atmósfera opresiva, esos hogares que encierran los horrores más nefandos dentro de sus paredes marcaron un hito del que han bebido innumerables películas y series de televisión a posteriori. Y grabaron a fuego la conciencia de muchos jóvenes que asistimos absortos a su estreno.

Hay películas que impactan desde los primeros instantes de su metraje. David Fincher era prácticamente un debutante (su paso por Alien 3 fue controvertido, después de un rodaje y un proceso de producción caóticos). Pero en Seven despliega ya todas sus armas habituales que juegan con la narrativa y, sobre todo, con la dimensión real de sus personajes. Cuando empieza la historia del asesino de los siete pecados capitales sabes que lo vas a pasar mal, porque enfrente hay alguien insultantemente preciso en sus crímenes, alguien que supera al policía novato y que hace sufrir al veterano porque ve lo inevitable. Y lo inevitable, como suele ocurrir con Fincher, es retorcido, es brillante, y es demoledor. Quizá sea uno de los finales más memorables del cine porque sabes lo que puede ocurrir, lo que va a ocurrir, pero no puedes cambiarlo. Abrir esa caja es abrir la caja de los truenos. Es admitir que hay cosas que están fuera de tu control. Es admitir que eres un ser vulnerable.

Los años pasan. Dos décadas y media y aún aplaudes. Porque es inevitable. Tantas cosas han venido después que ahora que pienso en esos años veo a aquel veinteañero que era tan ingenuo como el personaje de Pitt. Y soy cada vez más el descreído de Freeman, el que ve todo lo que ocurre a su alrededor (el Covid no ha hecho más que afianzar esa sensación) como un destino imposible de esquivar. Cuando un clásico como este entra en tu vida, lo vives con asombro y ves cómo se va gestando una leyenda alrededor de él que cobra una dimensión especial. Metrópolis, Centauros del desierto, Casablanca, aquellos clásicos que lo son desde mucho antes de que tú nacieras, los vives como quien admira una obra de Leonardo o Caravaggio; pero cuando lo vives desde su gestión, y ya pasan veinticinco años de un clásico de la cultura popular, entiendes que el mundo ha cambiado, y mucho. Y tú ya no eres el mismo.

Seven nos enfrentó a nuestros peores fantasmas, aquellos que nacen de esta sociedad blanda y acomodada. Saber que tras una puerta alguien ha podido jugar a ser dios, o el diablo, y ha causado un daño gratuito y extremo a personas inocentes cuyo único pecado es ser humanos, y pecar con lo mismo que ya fue señalado hace más de dos mil años por una religión cada vez más cuestionada y arrinconada, no puede dejarnos indiferente. Quién no ha sentido envidia, o pereza, o gula, o lascivia. Los ejemplares que mata el personaje de Spacey pueden parecer extremos, pero son tan humanos y tan ciudadanos como cualquiera de nosotros. Y de eso va este juego. Hacernos sentir el miedo, la inestabilidad de un mundo en paz que, como hemos vivido estos meses, puede desmoronarse en cuestión de segundos. Así que, querido Fincher, hemos captado el mensaje. Gracias por llenar nuestra mente de monstruos cotidianos que veinticinco años después siguen entre nosotros.