Escritos
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Tom Cruise fue golden boy de Hollywood, promotor de la cienciología, adepto a la filosofía samurái y dicen que logró la hazaña de enloquecer a Stanley Kubrick en el rodaje de su última película, Eyes Wide Shut. En 2002 protagonizó la adaptación de un oscuro relato de Phillip Dick titulado Minority Report, donde interpreta al capitán John Anderton, un policía adicto a las drogas que dirige la innovadora unidad de precrimen. Hay una secuencia que quiero destacar del film: acusado de un crimen que todavía no cometió, en un cuarto de hotel devenido sala de cirugía clandestina, a Anderton le están por extirpar los ojos con un utensillo parecido a una cuchara. La maquinaria alrededor de su rostro, con sus lentes, agujas y visores, tiene un parecido sorprendente con el dispositivo de terapia reacondicionadora Ludovico, de La naranja mecánica, pero si en un caso se trataba de introducir imágenes en la memoria visual para readoctrinar el comportamiento, en Minority Report el objetivo es impedir que ingresen las imágenes adecuadas. ¿Pero por qué John Anderton decide operarse los ojos y cambiarlos por otros? Sencillo: en el futuro la maquinaria tecnológica del capitalismo semiótico opera identificando a los ciudadanos a través de sus retinas. Así, cuando Anderton ingresa en un shopping center ciertos sensores diseñan hologramas personalizados a su paso, le recuerdan el sofá beige que compró en su última visita, le sugieren el nuevo modelo de su licuadora preferida, una botella de wisky o tal vez una campera, porque se aproxima el invierno y todavía no actualizó su guardarropa. En Minority Report cambiarse los ojos no implica la posibilidad de ver de otra manera, sino no ser visto, camuflarse bajo otra identidad.

Como en la ciencia ficción de vanguardia, los datos son las migajas que deja el continuo paneo de nuestros ojos por las pantallas. Son residuos que llegan a la arena blanca de las costas, recogidos por agentes sintéticos que los interpretan y luego los almacenan en bibliotecas infinitas. Hace unos años creíamos que solo era nuestra paranoia cuando, después de una charla por wasap, se nos presentaban publicidades relacionadas con lo que habíamos estado conversando. Con total normalidad asumimos un estado de invasión de nuestro discurrir por el mundo, ya no en la unión entre lo digital y lo físico, porque ambos planos se han plegado en una suerte de existencia transversal. Para las plataformas de contenidos y la social media la absorción de nuestras búsquedas, recorridos y conversaciones es tan sencilla que la recopilación se vuelve abrumadora, especialmente si no hay nada que las ordene y las clasifique. Esta distinción, que suele exigir un nivel de análisis más profundo, en ocasiones de una interpretación emocional, todavía presenta sus fallas, pero lo importante es que orienta y dirige a los usuarios hacia el sendero de sus deseos.

Al igual que Netflix o Spotify, se sabe que Amazon, a través del Kindle, analiza nuestras sesiones de lectura, conoce nuestros hábitos y sabe en qué momento abandonamos un libro, lo que le permite afinar sus sugerencias personalizadas a partir del análisis de estos datos cuantitativos y tomar nota sobre los modos más eficientes y las estructuras que deben seguir los textos que se publican por su casa editora. En este sentido, el aumento paulatino del volumen de publicaciones anuales entra en relación directa con la multiplicación de agentes sintéticos, insensibles y automatizados, capaces de analizar y reconvertir la información almacenada de los usuarios en parámetros de consumo. La existencia de estos agentes, que discriminan y analizan nuestro comportamiento en las redes sociales y las plataformas de contenidos, para luego segmentarnos como consumidores y así clasificar el contenido existente, nos orientan a determinados tipos de experiencias que van más allá del acto de adquirir un libro. Estas experiencias que forman el caudal de lo posible entran en relación directa con nuestra formación, la empatía y la sensibilidad que podemos tener hacia otro tipo de discursos y el background cultural e ideológico que configura nuestras identidades. Pero lo más importante es la distribución de contenidos de acuerdo a cada usuario y, en relación directa, el abanico de experiencias que le son dadas a conocer. Naturalmente estos procedimientos afianzan los gustos, los patrones de conducta y ciertos intereses, en lugar de ampliarlos. ¿A quiénes les sugerirá Amazon El traductor, de Salvador Benestra, o El desierto y la semilla, de Jorge Barón Biza? ¿Tal vez a los lectores de Sábato o de Roberto Arlt? En este caso hablamos de lecturas, pero podemos expandir el concepto a cualquier paisaje de nuestra vida cotidiana: nuestras relaciones afectivas, el deseo, las operaciones con el lenguaje, nuestro trabajo y nuestra sexualidad.

La enorme multiplicación de contenidos, de lenguas, de hábitos sexuales y de tipologías de relaciones afectivas, al estar teledirigidas con un alto grado de eficiencia únicamente a los sujetos interesados en esos contenidos, en lugar de ampliar las posibilidades del mundo termina por clausurarlas. Se trata de puertas que se cierran con sigilo; universos conceptuales que se abren solo para los que presienten la existencia de otros universos y quieren penetrar esos portales. Es una deep web donde está todo pero no hay nada; donde presentimos que hay algo más pero no sabemos cómo alcanzarlo; y lo alcanzamos cuando empezamos a buscar eso que queremos encontrar.

En términos culturales se trata de una nueva lógica de perpetuidad de consumo, y la llevan adelante plataformas como Amazon, Netflix o Spotify, y puede resumirse en la siguiente línea: “Si te gustó X, también te gustará Y”. Y si bien, a primera vista, lo que prima es la heterogeneidad –un contenido adecuado para cada tipo de consumidor, dentro de una sociedad que se debate, como nunca antes, entre la apertura y el rechazo de la diversidad de género, sexualidad o etnia– de lo que se trata es de una heterogeneidad hipersegmentada mediante conceptos clave, keywords que se vuelven visibles y se invisibilizan en el mismo acto en que se presentan, de acuerdo al mood y las costumbres de cada usuario. Así ingresamos dentro de un universo marcado por la repetición de fórmulas dictaminadas por una administración algorítmica, que a su vez repercute, porque no puede no hacerlo, en la producción de las experiencias que nos son sugeridas y que podemos alcanzar. La individualización de cada consumidor y sus patrones, y la manera en que el contenido se presenta personalizado –esta canción es para vos– genera la ilusión de una unicidad absoluta y al mismo tiempo de una noción de producción artística casi infinita. Estamos frente a una nueva era en cuanto a la producción, la circulación y el consumo de bienes y productos culturales.

Por un lado, creo que la consecuencia de estas dinámicas llevará a una determinada democratización de la producción y de la circulación de contenidos: en la industria del libro podemos verlo en el fenómeno de los autopublicados, uno de los pocos segmentos que ha crecido sostenidamente en los últimos años. Sin embargo, ante la caída de las instancias legitimadores del arte, aun siendo corrosivas y corruptas como lo han sido las grandes instituciones del siglo xx, lo que reina es una planicie de textos muy difíciles de valorar o de diferenciar unos de otros. Esto importará cada vez menos o, mejor dicho, seguirá importando para una elite cada vez más reducida que, con mayor intensidad, defenderá su estatus. Los contenidos serán dirigidos a los consumidores por agentes que los distribuyen de acuerdo a los intereses de cada uno; ante este escenario, la primera palabra, como se desprende del impacto de la red social Goodreads, será de los lectores. Puntajes, opiniones y sugerencias, que tienen más valor que las de un crítico por pertenecer a un par y no estar contaminadas por la verba académica, en muchos casos deserotizante.

Las indicaciones –sería injusto llamarlas sugerencias– que llevan adelante los algoritmos y los agentes sintéticos operan en partes iguales a través de la gran caída de las instancias legitimadoras y de la sobreproducción de contenido, ambas esferas en las cuales las plataformas han operado con decisión y gran inteligencia. Ellas mismas avanzan en la publicación de contenidos y han dado forma a redes horizontales de interacción que crecen a medida que desciende y se difumina la mirada de los especialistas y académicos.

Naturalmente este tipo de reflexiones pueden expandirse más allá del contenido textual, y ampliarse a la esfera audiovisual, musical y, por qué no, de cualquier tipo de contenido experiencial, ya sea deportivo, gastronómico o interpersonal. La oferta es abrumadora y seguirá aumentando, al menos en apariencia, siempre bajo el estricto control de las plataformas ordenadoras de nuestros deseos. MercadoLibre, sin ir más lejos, también realiza sus propias operaciones de segmentación, pero siguiendo otro tipo de criterios: conecta a productores con consumidores bajo una aparente democratización que en realidad no es tal y que solo genera concentración y precariedad bajo altísimas tasas de retenciones. A su vez, segmenta la visibilidad bajo una lógica de premios y castigos basada en la premura y la urgencia, la extrema atención y la paranoia. Un sistema de premios y castigos con génesis en el Tercer Mundo.

Cada vez será menos importante la crítica especializada o el expertise de un profesional si los sistemas son capaces de adaptarse a los gustos –o sea, los datos– de cada usuario, conectarlo con sus pares y dirigirlo al vector más conveniente para sus intereses. Nadie más es capaz de surfear la casi infinita ola de dating para sugerirnos exactamente lo que queremos leer, o la continuidad lógica del libro que acabamos de cerrar. Si tienen suerte y consiguen incorporar las estrategias para generar impacto en las redes, los críticos se convertirán en gurúes de Twitter e influencers de Instagram.

Esta dinámica de extracción, clasificación y ordenamiento de contenidos y experiencias ha sido edificada con paciencia y compromiso para brindarnos exactamente lo que estamos buscando. Se trata de un futuro que nos encierra en nosotros mismos, que promueve la desolación y la falta de empatía, que ordena nuestro tiempo y concibe el horizonte sensible que podemos alcanzar. Finalmente lo logramos: estamos cada vez más cerca de alcanzar lo que siempre deseamos.