Blablablá
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¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!
por Darío Lavia

La vida siempre ofrece una oportunidad para redimirse, aunque para ello haya que esperar millones de años y algún que otro salto evolutivo.

Lo primero que hice al abrir las fauces fue tratar de arrebatar el alimento de mi hermano. Algo en mi interior, más fuerte que mi voluntad, me obligaba, y nada grave habría ocurrido si se hubiera estado quieto. Pero estaba inquieto y en mi brutal torpeza le vacié un globo ocular. Nuestra madre, ya bastante preocupada con media docena más de vástagos, tuvo un rapto de ira y ahí en el nido, sin más, nos devoró.

Pasaron millones de años en que aguardé paciente el regreso al fluir vertiginoso del tiempo: a la vida. Y esa vida fueron veinte años de casado, dos hijos mal encaminados, un alquiler que te come vivo y un empleo agobiante. Y a pesar de que los grandes saurios solo eran fosilizadas atracciones de museo, las cosas seguían siendo tal y como en aquella época.

El Sr. García López me llamó a su despacho para que le explique una diferencia en los inventarios y cierres del último mes. No había ninguna explicación posible, salvo una imperiosa necesidad interna de sustraer veinte mil pesos para cubrir unas expensas extraordinarias adeudadas desde quién sabe cuándo.

Esa mañana, al vaciar el intestino, lo había hecho con sangre y –parece mentira– en este eón todos necesitan un motivo para llevar a cabo algo. Cuando lo decidí, me levanté y cerré la puerta del despacho del Sr. García López.

–¿Qué hace, Colombo? Me debe una respuesta...

Y mientras el Sr. García López observaba incauto, le di su respuesta. El punzón no solo servía para agujerear papeles. En este caso le entró en el globo ocular como si fuera una gelatina. En dos segundos, dos golpes casi quirúrgicos y sus dos ojos dejaron de ver. La sorpresa fue tal que ni siquiera atinó a un ademán de defensa, un grito de alerta o de dolor. Mientras el pobre Sr. García López manoteaba al aire y escupía los insultos más básicos, lo tomé de los apoyabrazos de su sillón y comencé a moverlo, cada vez con más velocidad, hacia el cristal flamante, recién lustrado por los del servicio de mantenimiento.

El estallido y nuestra zambullida al vacío, piso quince del microcentro, fue un solo instante.

Claro, un hombre en un sillón rebatible de oficina tiende a caer más velozmente que uno solo. Ambos llegamos al pavimento y provocamos ciertos percances en peatones, automovilistas, artefactos... Un desastre que no vale la pena describir.

Sin embargo, después de tanto tiempo esperando por ello, al fin había empezado a volar.

 

Este relato forma parte de su libro El árbol sangriento (Editorial Cineficción)