Los palitos chinos están ligados a la destreza y al azar. Palitos de plástico, de varios colores, que se ceñían en un ramo gracias a un anillo que luego se retiraba hacia arriba para dejarlos caer, armando siempre una geografía distinta. Un juego cuyo objetivo es extraer la mayor cantidad posible sin mover el resto, entramados, superpuestos, en equilibro. Como suele suceder, hay uno distinto a los demás. Blanco inmaculado. El de mayor puntaje. El único que tiene el don de poder usarse como herramienta para extraer los otros. La destreza acompañada del azar, de la contingencia del desarmado del manojo y su posterior caída sobre la superficie en la que se juega: mesa, piso, la que fuere.

Ya perdido el estado de asombro con la reiteración del juego, ya perdidos los primeros puntos, es inevitable intentar ayudar al azar para que los verdes, los rojos, los amarillos y los azules se desparramen lo más posible; para que el blanco quede libre de toda compañía. Límites imprecisos que ninguna instrucción impresa puede zanjar. Ausencia de intrucciones para transitar entre azares, contingencias y destrezas las distintas geografías de la vida y lo que está en juego.