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La música es un eco del mundo invisible
Giussepe Mazzini

Sonoridades

Niño Josele | Entrevista
por Javier Martínez

En una entrevista realizada vía mail para ESTO NO ES UNA REVISTA, el estupendo guitarrista flamenco hace un recorrido por su música, sus influencias y sus entramados musicales. Nacido en Almería en el seno de una familia gitana, Niño Josele se ha convertido en un ineludible de la guitarra española y los palos flamencos, sin por ello esquivarle el bulto al rock, el jazz y el pop glamoroso. Damas y caballeros, con ustedes la palabra de quien es, según Chick Corea, el sucesor natural de Paco de Lucía.

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Entre el muro y la pared
por Alejandro Feijóo


La pared es esa superficie contra la que uno se da cabezazos, sobre la cual se clava un clavo o se pinta con rodillo. La pared, lejos de cánones arquitectónicos, es aquello que uno mismo puede derribar o levantar, descascarar, forzar; sentarse frente a ella, castigado o creador. El muro, en cambio, levanta otra semántica. Los muros cuidan fronteras o parten capitales, y quien pinta sobre ellos se arriesga a la bala por la espalda; los muros delimitan épocas históricas y, a diferencia de las paredes, suelen cargar con nombres propios o motes ad hoc. Los muros, se mire por donde se mire, son algo más que las paredes. Y por eso reciben alegorías y discos dobles de homenaje.

La inclinación por los fastos de quien esto escribe se manifiesta muy de tarde en tarde. La llegada a Madrid de Roger Waters: The Wall parecía ser una ocasión bastante propicia para desmelenarse y jugar al show de los mitos y las cuentas pendientes con los ochenta, cuando los significados solían escaparse por las rendijas del fervor y nada era tan importante como aquello que probablemente no fuera a ocurrir. Cumpleaños y encanecimientos fueron demostrando que, efectivamente, los días llevaban impreso un código de barras indescifrable. Y que aquello que una noche a la salida del cine fue futuro al alcance de los dedos hoy es apenas un monólogo frente al espejo del baño.

Ante esta carga subjetiva de ladrillos y calendarios, el bajista de Pink Floyd presentó una gira mundial cuya set list podría corearse en cualquier rincón del globo. Una gira mundial que no es precisamente la de un concierto de rock sino más bien la de un musical con un despliegue escenográfico probablemente inédito o, al menos, difícil de encontrar en una cartelera cada vez más estandarizada. Porque el espectáculo transcurre sin sobresaltos en su apartado musical, respetado religiosamente el orden de la placa original (incluido un descanso para levantarse y poner el disco dos) y únicamente interrumpido por un breve speech de Waters. La banda que lo acompaña es, como su anonimato lo indica, una banda que lo acompaña, con la suficiente carga técnica como para calcar los arreglos originales y con la suficiente frialdad como para no poder obviar que se están calcando los arreglos originales, una circunstancia que se hace notoria en la entrega de Robbie Wycoff, el correcto cantante elegido para la ocasión. No obstante, la traducción de música a emociones se ve aceitada por un sonido fabuloso que convirtió al puñetero Palacio de los Deportes en un home cinema con sensorround.

La entrada se paga con lo que transcurre frente a los ojos más que por lo que pasa por los oídos. Durante los más de cien minutos de espectáculo, docenas de asistentes pululan por el escenario marcando el ritmo de un muro que se construye y se deconstruye según el guión de 1979. La sucesión de efectos es inagotable: una pirotecnia que ya impondría al aire libre llena de chispas el recinto techado; un avión que choca contra el muro; muñecos inflables (el ya mítico cerdo volador), un coro de niños, cambios de vestuario, plataformas levadizas y otros artilugios mantienen contenida y a la vez dispersa la atención del respetable. Las proyecciones que se suceden a lo largo del show (muchas de ellas apoyadas en las mismas animaciones y caricaturas de Gerald Scarfe que asombraron cuando el estreno de la película) son tan precisas y envolventes que quizá acaben anestesiando más que motivando. Lo cual termina redondeando un espectáculo sorprendente que no deja margen para la sorpresa.

Precisamente al hilo de las proyecciones, resulta también evidente que Waters eludió la premisa “Pensar global, actuar local” para componer un mensaje que pasa un rodillo pacifista sobre las aristas de la historia reciente. El énfasis puesto en las menciones a las víctimas de todos los bandos (cuando digo todos quiero decir exactamente eso) debilitan los matices más perversos del protagonista y reducen a exabrupto el delirio nazi del Oberführer Pink. Son los pro y los contra de hacer dedo por la historia contemporánea a lomos de un discurso globalizado que se da por sabido cuando su genética se decide por la incertidumbre. Lo mismo que pasa cuando una pintura para pared acaba volcándose sobre un muro.

Roger Waters: The Wall | Palacio de los Deportes | Madrid | 25 de marzo de 2011

 

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Oar: el diamante loco de Skip Spence
por Javier Martínez


Alexander Skip Spence, nacido en Canadá apenas comenzada la Segunda Guerra Mundial, fue baterista de Jefferson Airplane y guitarrista de Moby Grape, dos influyentes bandas norteamericanas de rock psicodélico de la segunda mitad de los años '60. Ambas surgidas en San Francisco, donde el bueno de Skip llegó de la mano de su padre a quien enviaron allí por cuestiones de trabajo. Desde aquellos inicios como músico en la ciudad adoptiva hasta que, en un trip de LSD, intentó atacar con un hacha de bomberos a un conserje del hotel y a un par de sus compañeros de banda en New York, pasaron tan sólo tres años. Ei incidente hacha terminó con la internación de Skip en un neuropisquiátrico durante seis meses. Y fue entonces cuando comienzó la historia de Oar.

El mismo día en que fue liberado del manicomio, fue directo a un estudio de grabación a forjar, en vinilo, un tremendo disco que lleva, en el orillo, la marca indeleble del diagnóstico psiquiátrico: esquizofrenia. Oar fue grabado a lo largo de una semana en la que el canadiense se hizo cargo de la totalidad de lo que sonaba, voces incluidas. Sí, voces, en plural. No tanto por la ductilidad de Spence que puede confundirse con variedad de intérpretes, sino porque los 12 temas que lo componen terminan formando una geografía irregular, no en calidad, sino en cuanto a texturas y colores musicales. Acorde al signo de sus tiempos y de su creador Oar es, cuanto menos, uno de los mejores discos de música psicodélica que puedan escucharse, aún siendo austero en su sonido; casi mínimo. Canción a canción, la serie sorprende por sus rasgos de modernidad, su discurso musical fragmentario y caprichoso, sus disfraces country, sus arideces folk, sus superposiciones imprevisibles, su protopunk rabioso, su balada melodiosa. Multitudes de voces y texturas y estilos y sonidos y todo lo todo que cabía, en ese entonces, en la cabeza de Alexander Skip Spence. Como era de esperar, el loco no se convirtió en príncipe, la Columbia Records le quitó todo tipo de apoyo y el fruto de semejante talento se convirtió, al menos en su momento, en el disco menos vendido de la historia de la discográfica. No había pasado un año cuando en las disquerías de los barrios ya no quedaba ni un ejemplar de Oar: la Columbia lo retiró del mercado.

El disco de nuestro querido Skip tuvo dos reediciones. Una en 1991, en la que se agregaron cinco bonus track y otra en 1999 en la cual se agregaron otros cinco temas más al corte original. Al fin del recorrido, Oar terminó incorporando los temas descartados por el músico y su productor en las sesiones de grabación, que muestran más crudamente el resultado de esa semana de grabación y la composición en estado puro de ese soundtrack de la esquizofrenia.

Pero todavía faltaba alguna que otra vuelta de rosca. Este autor de genio y culto no llegó a ver el último renacimiento de su obra. Murió ese mismo 1999, dos días antes de cumplir 53 años. Sin embargo, en sus últimas horas en el hospital donde murió a causa de un cáncer pulmonar, llegó a escuchar More Oar - A Tribute To The Skip Spence Album, álbum tributo, claro está, en el que participaron –entre muchos otros– Robert Plant, Tom Waits, Beck, Robyn Hitchcock, Mudhoney y... el propio homenajeado, quien luego de 5 minutos de silencio que siguen al último track "visible", aparece, haciendo una vez más de las suyas, con Land of the Sun, tema creado a fuerza de un bongó insistente y limador y un bajo que le va en saga, y que en 1996 fue expresamente excluído del ábum Songs in the Key of X, primera compilación de la exitosísima serie X-Files. Si bien los nombres citados y otros que aparecen en este homenaje presagian un buen disco, las versiones están más cerca de la imitación respetuosa y necesaria que de la emulación constructiva y superadora. Generalidad que se cumple hasta el track 16. ¿Qué sucede allí? Aparece el señorito Beck, quizás el que más captura la esencia de lo que la afiebrada cabeza de Skip pudo concebir.

Poco importa si esa experiencia de 1999 en More Oar es la que, una década más tarde, lleva a Beck a volver sobre este tremendo disco. Dentro del marco de su proyecto Record Club (El Club del Disco), cuya premisa es grabar en una sesión un disco entero junto a invitados a la altura de las circunstancias, el blondo californiano retomó la obra de Spence desde la perspectiva que le había impreso a su colaboración en el disco homenaje: la reinterpretación, desde una perspectiva musical acorde a los cuarenta años transcurridos desde su grabación original, tomando los rasgos constitutivos de uno de los discos más oscuros, ocultos y geniales que ha dado esa masa en continua expansión llamada rock.

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Let England Shake | PJ Harvey
Island | 2011

Volvió a hacerlo. Con el eje de las líricas puestas en la Primera Guerra Mundial, la mejor de todas volvió a hacer un disco que se escapa de toda previsibilidad, que es esquivo de lo que uno espera, que parece ocultar a la PJ Harvey que uno quiere escuchar desde el inicio. Y sin embargo, bienvenida sea la contradicción, atrapa, entusiasma e interpela porque es esa PJ Harvey que uno quiere escuchar desde el inicio la que con su octavo disco completa un póker de ases de su discografía, junto a Dry, Is this desire? y Uh Hu Her. Quizás les pase lo mismo al escucharlo: aparecen sonoridades que uno puede identificar con otras bandas y solistas ingleses que dejaron su marca en la música contemporánea. Y, a la luz del tema central del disco, parece natural que así sea. No es referencia. En todo caso es más parecido al sedimento, al rasgo genético, a lo que atraviesa a PJ Harvey más allá de su propia apuesta estética. Sin resignar rock, distorsiones, astillas punkies, electricidades, propone un muy amplio panorama musical, con potencia, esas melodías como joyas que uno tanto le agradece y muchas, muchas cosas interesantes para escuchar... Y volver a escuchar... Discazo.


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Basket of light | Pentangle
Transatlantic | 1969
Algunos descubrimientos no tienen correspondencia –al menos aparente– con el tiempo en que se producen. Algo de esto sucede, si uno se encuentra por primera vez en estos días, con la banda Pentangle. Y no sólo porque tiene un sello indisoluble de la música folk de fines de la década del '60, dosis de hippismo, trazos de lisergia. En Basket of Light hay una presencia contundente de la música barroca que atrapa pronto al oído y que parece ser el sello de agua del disco. Sin embargo, una nueva escucha –seguramente también placentera como la primera– descubre otras capas sonoras, otros coros, otra textura. Es cierto que el resultado de una voz que llega desde las entrañas del medioevo (en lo que ello lleva de imaginación contemporánea, claro) como la de Jacqui McShee, junto al fluir del sonido medieval, con guitarras a caballo entre el folk y el blues sobre una base de baterías y bajos inevitablemente ligados al jazz y la sutileza de un guitarrista como Bert Jansch (póngale una ficha a que estará próximamente en esta sección), no puede ser otro que esta música de límites erráticos, melodías complejas, prístina e intrincada. Otro discazo.


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Palega Ortito
por Van Gogh i Tyson

Cualquiera que guglée «palito» desde Argentina, encontrará dos cosas (o cosos). En primer lugar el buscador le traerá al arquetipo del Tucumán Dream. Luego verá a Reynaldo Hipólito, un comediante filipino también apodado Palito, que tiene un nada envidiable parecido físico-talentósico con Carlitos Balá, y que le hubiera servido al criminólogo italiano Lombroso para demostrar su fallida teoría.

Palito Ortega (1941), que vio la luz durante la segunda guerra mundial, fue feto mientras se gestaba el eje Roma-Berlín-Tokio y, según afirman sus principales biógrafos, esa coetaneidad jalonó su posterior simpatía hacia los borceguíes y las jinetas.

A partir de ahí, la banda de sonido de la road movie de su vida: las carencias del «Changuito cañero», la nobleza de los sueños de «Un muchacho como yo», la llegada a la estación Constitución con una mano atrás y otra delante del «Muchacho que vas cantando», los termos de café en bandolera del «No hay que aflojarle a la vida», la guitarra que lo consagra y lo lleva a «La felicidad”, «Yo tengo fe» en el dedo de Dios que lo señala como rey, su transformación en empresario de «Corazón contento», y la vuelta al pago como gobernador con la mano de atrás (¿o fue la de adelante?) jurando sobre la Constitución.

Su carrera cinematográfica, abiertamente colaboracionista, se desarrolló durante la dictadura militar. En dos de esas películas, que protagonizó junto a Balá, «Dos locos en el aire» (1976) y «Brigadas en acción» (1977), exaltaba los valores impuestos por el regimen dominante.

En honor a Palito, los invito a escuchar la música que jamás escucharía Ramón Ortega. El trío formado por Paolo Fresu, Richard Galliano y Jan Lundgren. Un italiano, un francés y un sueco que, en lugar de aliarse para desvalijar a Libia como lo hacen sus coterráneos apretujados bajo el paraguas de la OTAN, eligen compartir con sus vecinos africanos el puente que les tiende las aguas del Mediterráneo. Del disco Mare Nostrum (Act, 2007), suena «Si dolce è il tormento» de Monteverdi.

Disfrútenlo y buenas noches.

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Video sorpresa


Corre el año 1995 y estamos en Italia. Más precisamente en Perugia. Y aún más precisamente en el Umbria Jazz Festival que, desde 1973, en forma casi ininterrumpida, reúne a verdaderos grandes del jazz y de otros géneros que se mixturan con él, le son afines o, cuanto menos, arman un buen complemento para el oído. Paul Motian es un gran baterista, de extensa trayectoria, tanto acompañando a los más grandes músicos del jazz como poniéndose al frente de formaciones increíbles. En el video de hoy, presentamos el tema How Deep Is The Ocean (Irving Berlin), faenada por un quinteto en el que el notable baterista reunió a Marc Johnson en bajo, Joe Lovano en saxo tenor, Bill Frisell a cargo de las seis cuerdas y Lee Konitz en el saxo alto. Como diría Aspix; enjoy & smile.

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