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La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir
Carl Gustav Jung

Blablablá

Oro por baratijas: Otro yo era posible
por Alejandro Feijóo

Al igual que casi todo lo que se recuerda, el caso del hombre comenzó con una desgracia. Una desgracia breve, significativamente cotidiana, pero que acabó ensuciando su vida. Hacía tiempo ya que el hombre había pasado los veinte, años más de vino que de rosas, y también los treinta, cuando la apuesta por la plenitud empezó a precisar de estímulos externos. Instalado en los cuarenta, más bien en la curva donde los cuarenta doblan el espinazo, el hombre vislumbró (una mañana bajo la ducha) que llevaba toda su vida trabajando y volviendo de trabajar. Y con el ímpetu que da la frustración recién descubierta se lanzó a hacer aquello que jamás. Un grupo de amigos y una pelota le dieron a la cita semanal un barniz lúdico. Y aquello fue juego, aunque por poco tiempo, hasta que los ligamentos giraron sobre sí mismos y dejaron al hombre al borde del quirófano. Pero no habría secuelas, juró el hombre de blanco; varias semanas de yeso, solo esa incomodidad; mírelo de esa forma.
    
La desgracia, de la circunferencia de una rodilla, lo fue menos gracias al concurso de la empresa donde trabajaba, que siguió pagando puntualmente; también por el apoyo de los compañeros de pelota, aunque paulatinamente decreciente hasta el silencio telefónico. Y sobre todo por la mujer pacientísima, rauda en el cuidado, audaz en el soporte a la locomoción y dicharachera en los muchos tiempos muertos. Pero a pesar del empeño en el optimismo, las semanas comenzaron a oscurecerse y la voluntad, a fallar.
    
Consolidadas las líneas generales de su convalecencia, el hombre vislumbró (una tarde frente a la ventana) que los detalles de la vida eran algo más que distracciones, del modo contrario al de un niño que acaba entendiendo que su madre no muere cuando juega a esconderse tras las manos. Las dificultades para la higiene fueron al principio su calvario. Gracias a la mujer pudo encontrar la postura adecuada (la pierna fuera de la bañera, la bolsa y la cinta) pero casi sin notarlo, mediado el tiempo de yeso, comenzó a espaciar las duchas. Pereza, incomodidad, se decía. Y lo miraba de esa forma.
    
El tiempo acabó pasando y la bota de yeso se abrió un día en canal. Algo de rehabilitación, la vuelta a costumbres que no echaba de menos. El primer día de trabajo se levantó diez minutos más tarde de lo habitual. Se vistió con la ropa que le había dejado preparada su mujer y llegó hasta la cocina casi sin dificultad. No estaba impedido, pero aún conservaba un resto de dolor, astillas formando brevemente alrededor de su rodilla. Pasó el día distraído, poniéndose al día y contando su convalecencia. Al mediodía ya estaba aburrido de escucharse; el automatismo del relato le permitía observar más allá de sus compañeros de oficina, los huesos en sus caras. Se sintió bien de no estar tan sano; en general se estaba sintiendo bien, incluso con la ceniza del dolor ensuciando el hueso. A la mañana siguiente se levantó diez minutos más tarde de lo habitual y se vistió con la ropa del día anterior.
    
Era el principio del invierno y no hacía frío pero se adivinaba.
    
Al cabo de un mes el hombre había tomado cinco duchas completas, todas ellas largas, cercanas a la media hora. Tres fueron en días consecutivos, en lo que ahora se adivina como un período de transición; las otras, repartidas estratégicamente entre abluciones más o menos parciales, que a su vez comenzaron a subdividirse en según qué partes de su cuerpo. El hombre conseguía de este modo mantener, sin demasiados aspavientos, un estado de integridad que le daba paso a otras dimensiones de sí mismo. El dolor en la rodilla no había desaparecido, no crecía ni menguaba, y la cojera era ya tan personal como pueden serlo los bigotes o un sombrero. Rechazó la sugerencia de la mujer de comprarse un bastón. Nada de añadidos, ese era el espíritu.
    
El jefe, sus compañeros de trabajo le seguían tratando igual, con esa amable banalidad que le convertía en uno más; su vida social era prácticamente inexistente y el antiguo equipo ni siquiera seguía junto. Pero con la mujer tuvo que esmerarse, y lo que comenzó casi como un truco de pubertad llegó a convertirse en un sistema complejo de abluciones breves y duchas abiertas sobre la loza de la bañera. Un día compró un cuaderno y comenzó a anotar en él a qué hora de qué día se lavaba qué rincón. Salvo por los fines de semana, que requerían de una planificación estricta, el hombre estaba asombrado de lo bien que iba todo. Salvo por los fines de semana y por el escozor, que atacaba a traición.
    
En este extendido ínterin de intimidad en que se había convertido su vida, se miraba al espejo sabiéndose suyo y pensaba en el día que no fue, en la tarde que ya pasó, en la noche en la que casi. En la etapa anterior de su vida, se miraba al espejo y pensaba en su empleo, en la deuda con su hermano, en cortarse el pelo; en definitiva, en cosas que eran. El hombre vislumbró el hallazgo y se conmovió: no debía dejarse vencer por lo que es, lo que tiene que ser. Había otro yo posible y estaba dentro de él. Humedeció la toalla y la colgó para que la mujer la viera secándose.

Al contrario de lo que él mismo pensaba, con la llegada del calor le resultó más fácil mantener su estado; profundizarlo incluso, aunque no sin esfuerzo. El temor a ser descubierto comenzó a ser una amenaza cierta y la primavera le obligó a rediseñar el plan de abluciones. Confirmando que la organización vence al tiempo y a la ducha, el hombre afinó la distribución de las sesiones hasta conseguir una menor exposición por la vía del reparto de cargas, aumentando no mucho la periodicidad de las abluciones pero reduciendo en bastante el tiempo neto total de contacto con el jabón; el tercio superior se llevó la peor parte, sacrificio gracias al cual el tren inferior siguió encontrándose a sí mismo.
    
A las pocas semanas llegaron los sofocos atmosféricos y con ellos las piscinas y el “me mojo la nuca para refrescarme”; porque el hombre no le huía al agua, no. Y casi se zambullía con más ahínco para que el yo supiera de lo que era capaz. Al salir el hombre se secaba con naturalidad, aunque deteniéndose en las axilas; sabía que acababa de cavar otra trinchera y disfrutaba del momento sin sospechar que la consecución del objetivo trae consigo la sumisión a la victoria, y con ello la desazón. Mientras tanto, todos los otros seguían con huesos en las caras mojadas y cobrizas.
    
Pero una noche calurosa, mientras el hombre cenaba con una mano y se rascaba con la otra, se sucedieron frente a él calamidades en alguna región fría del mundo. Las imágenes mostraban una fila interminable de personas caminando penosamente sobre la nieve a la vera de un río congelado; la sombra de los aviones de guerra le daban un aire de animación a lo que parecía una fotografía antigua. Tomada desde el aire la escena desprendía cierta lejanía, pero los planos cortos mostraban crudeza, los surcos del viento helado agrietaban los rostros huesudos; hasta los niños parecían viejos. La mujer opinó que aquello era “horrible”. El hombre no sintió nada, al menos nada en particular, pero (esa noche frente al televisor) se vislumbró a salvo, supo que no tardaría en cumplir los cincuenta, que deseaba ser como es y que, de una manera un tanto personal, estaba contento de haber encontrado una forma de ser yo mismo. La fila de gente comenzó a cruzar el río por un puente estrecho. El hombre se levantó entonces de golpe y fue sin cojear a encerrarse en el baño.

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Ladrón de mi cabeza 2.0
por Jorge Alonso

La Barceloneta es la playa mas cercana al centro de la ciudad y la mas criticada por los catalanes. Además de tener nombre de chancleta, está siempre desbordada de turistas. Sin embargo, poder mirar el Mediterráneo cada mediodía es una bendición que sigo aprovechando.

Devolví la bicicleta, me puse los auriculares y un reggae me acaricio la nuca. Pocos metros me separaban del mar. Antes de cruzar la calle, imaginé el camino que tendría que hacer entre la gente para llegar hasta a la costa. Faltaba poco y el horizonte era un imán azul.

El único verde que me faltaba era el del semáforo que tardaba en cambiar. Me quedé mirando los dedos de mi pie que seguían, en las ojotas, el ritmo de Bob. De repente, como una cachetada, una sombra veloz me devolvió al ruido de los autos. Entre mi cara y mis pies, se balanceaba el cable blanco que colgaba de mis orejas. ¿Qué había pasado? Todo parecía seguir igual: el mar a pocos metros, las turistas en topless, la sombra de las palmeras hamacándose. No había pasado nada, salvo que Bob y mi teléfono se habían ido en una moto. Quedé mudo, paralizado, impotente. Lo peor llegaría de a poco.

Con el teléfono se fueron los números de todos mis amigos y el de mi analista. El horario del médico y la lista del supermercado. Las fotos del perro, los mensajes que no leería nunca y la lista de grandes libros por descubrir. Hasta el programa que me indicaba las combinaciones del subte y las estaciones disponibles para recoger mi bicicleta. El mapa de la ciudad y la alarma. La linterna, la brújula y la dieta que iba a empezar cada lunes.

Intenté consolarme con ese pasado, en el cuál no era necesario ningún teléfono salvador, pero no lo conseguí. Continuaba el goteo de malas noticias. ¿Qué hora es? También se fue mi reloj, la guía de las farmacias de turno y el horario de los cines. El código para retirar las entradas del show de mañana. Bob y sus amigos, con la música a otra parte. Qué desolación. La cyber–nostalgia era más desgarradora que un tango del Polaco. Comienzan a caer las gotas y me recuerdan que mi amigo virtual me hubiera advertido que salga con paraguas.

Camino a casa mirando el suelo, como buscando algo de todo lo que perdí. Crisis. ¿Cómo era yo antes de Internet?

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Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Mirá el pajarito

Leyendo, la gente se instruye. Leyendo, aprendí que es habitual que en las comunidades de pingüinos haya parejas gays. Y, también leyendo, quedé estupefacto ante la noticia que una de esas parejas gays de pingüinos, que viven en un zoológico en algún lugar de China, fueron habilitados por las autoridades del establecimiento a adoptar un pichón. Notición, pensé. Pero esa misma tarde, cuando se lo contaba a mi amigo el kiosquero, sacó un diario salteño y me dijo: "Estas son noticias, Cone". Resulta ser que, para el mismo momento de la adopción pingüinal, un dechado de respeto por la diversidad de géneros y de especies, en la provincia de Salta el gallo Cleto causó conmoción: es el primer gallo que pone huevos. No como en la cancha; huevos como las gallinas. En la población de General Mosconi no causó, precisamente, la misma reacción que despertaron los pingüinos en China. Los lugareños que están convencidos de que en 2012 se acaba el mundo, lo miran como si fuera una señal de su llegada o el enviado del diablo. Su propia dueña pensó sacrificarlo porque su fecundidad gallinesca podía ser una señal de mal agüero. Los médicos lo estudian para buscar una explicación y, previsiblemente, encaran por el lado de las hormonas. Y habrá que ver qué dice el párroco el próximo domingo. Pobre Cleto, pensé, una gallina atrapada en un cuerpo de gallo de riña que tuvo la desgracia de venir a nacer en este extremo de las antípodas.

 

La pinta es lo de menos

Dentro de las políticas para la concientización a la población sobre los efectos nocivos de la obesidad, mercado de lo light y lo diet inclusive, debería impulsarse la enérgica prohibición de los Récords Guiness. El lector avispado de mi acérrima desconsideración con los titánicos sucesos que se premian confundirá este pedido con un exceso. Y no me importa que lo sea. No basta con abrir el diario en el subte y encontrarte con que un grupo de personas de Cinco Saltos, provincia de Río Negro, se propuso hacer la tarta de manzana más larga del mundo; sino que lo abrís a los 20 días y resulta que en Mar del Plata, fabricaron un alfajor de 556 kilos que tiene pretensiones de alzarse con el título nobiliario de ser el más grande de su especie. Quien quiera oir, que oiga: cada país tiene los Récords Guiness que se merece.

 

¡Bi-en-ve-ni-da-a-ca-sa!

Ya los extrañaba. Pero siempre vuelven, como la mascota fiel. En este caso, el que regresa es un clásico, un 3CV de la robótica, una Cuopé Fuego de la hojatería teconológica. Asimo está de nuevo entre nosotros. Y, esta vez, mejorado. No, sin llantas de aleación, sín levantavidrios eléctrico, sin airbag. La máquina que era dominada por el hombre, poco a poco, se acerca a la profecía del final del reino humano. Y si eso pasa, otra que el 2012 maya. La empresa Honda anuncia que la nueva versión de su humanoide es capaz de correr más rápido que sus antecesores; que puede saltar en un ¿pie?, que puede servir bebidas y hasta pensar, si reducimos tan humano hacer a un puñado de operaciones lógico-matemáticas. Para los suspicaces que preguntan para qué podrían querer un Asimo, la empresa anuncia que, próximamente, parte de su tecnología servirá para "limpiar" la estropeada planta de Fukushima. Lo que no dicen desde Honda es que, a la par, están trabajando en la versión hogareña, destinada a mujeres como Alyse Bradley, quien harta de que su marido se la pasara tiqui-tiqui con la PlayStation, lo puso en venta en Utah.

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