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Escribo para que la muerte no tenga la última palabra
Odysseas Elytis

Escritos

Rep | Entrevista
por Javier Martínez

Rep. Dibujante. Nacido Miguel Repiso en el año 1961, en San Isidro, provincia de Buenos Aires, porque así lo indicó el destino laboral de sus padres. Rep sabe de desapegos, sustituciones y adaptaciones: una mudanza a poco de su nacimiento hizo de Boedo su lugar en el mundo. De allí en más, devendría una rica historia no exenta de accidentes cotidianos y cambios de marcha, de ponerle al cuerpo al trabajo desde niño y de su vocación como dibujante, de sorpresas y éxitos inesperados.

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Vuela, sí: Rafael Urretabizcaya
por Viviana Abnur

Un pajarito insiste y choca varias veces contra una ventana. Otros dos no se ponen de acuerdo y terminan a los picotazos. Palomas, gallinas, gaviotas, por los techos, por el cielo, cada tanto se cruzan con los humanos, los miran de reojo, desconfían. Así, “Informe sobre aves y otras cosas que vuelan”, de Rafael Urretabizcaya, sorprende por su lenguaje cotidiano y una más que generosa dosis de humor y ternura. Maestro, director de escuela, padre de seis hijos, habitante de la Patagonia, nació en 1963 en Dolores, provincia de Buenos Aires, para radicarse luego en San Martín de los Andes, lugar donde reside desde hace más de 17 años. Además de poesía, le gusta escribir cuentos, canciones y realizar adaptaciones para teatro de títeres. Publicó también “Te agarro a la salida” (Corregidor, 1998; beca de la Fundación Antorchas, 1997); “Aimé” (Editorial Mingaco, 2000; De La Grieta, 2004), novela escrita en coautoría con Wille Arrue; “Tita y Toto” (Nuevo Siglo, 1997), “Tierras de aventuras” (Editorial Desde la Gente), libro de cuentos compartido con Emilio Urruty y Silvia Iparraguirre, y “Carlito el carnicero” (De La Grieta, 2004).  

En este número, poemas de su último libro y de yapa, al pie de los poemas, una versión de Esos violentos en video, realizada por la gente de Efecto Tábano (http://www.efectotabano.com.ar/).

No se lo pierda, haga el intento, abra las alas y ¡a volar!

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El yo y el ello
por Lionel Klimkiewicz

En un breve texto de 1926, Borges escribió que existen dos clases de traducciones, una que practica la literalidad y otra que utiliza la perífrasis. La primera, según dice, corresponde a las mentalidades románticas, y la segunda a las clásicas. A estas últimas les interesa más la obra de arte que el artista, por lo que desdeñan los localismos, las rarezas y las contingencias; las otras, al interesarse más por el hombre y reverenciar lo subjetivo, se inclinan por la búsqueda de la literalidad. Como siempre, nos brinda un ejemplo lleno de ironía para dar a entender su idea: nos propone pensar que una traducción se puede realizar dentro del mismo idioma. Imagina entonces dos versiones del conocido verso del Martín Fierro: “Aquí me pongo a cantar– al compás de la vigüela”. Traducida con literalidad la versión sería: “En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra”; y con perífrasis “Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar”. Una demostración extrema pero contundente…

Se da el caso que en nuestro idioma, existen dos traducciones de la obra de Sigmund Freud. En Argentina, donde el psicoanálisis ha echado profundas raíces, siempre hubo argumentos a favor y en contra de la conveniencia de estudiar los textos freudianos con una u otra de ellas. Pero un acontecimiento de último momento hace que las cosas comiencen a ser de otra manera. La editorial Mármol Izquierdo ha publicado una nueva versión de “El Yo y el Ello”, escrito fundamental de la obra de Freud, con edición y comentarios de Juan Carlos Cosentino. Lo notable es que esta edición, además de ser bilingüe, contiene la traducción del texto publicado, pero también la del borrador y la copia en limpio del escrito. Se agregan también, entre otras cosas, notas introductorias a cada capítulo de cada versión, comentarios, tablas comparativas de párrafos, glosarios de términos, que enriquecen cada página del libro.

A este monumental trabajo, se le agrega la traducción, hasta hoy inédita, de anotaciones que Freud iba realizando a medida que escribía el borrador del texto y que están tituladas como “preguntas laterales, temas, fórmulas, análisis” que son de un valor inapreciable y nos invita a realizar “un ejercicio de lectura cuyo valor apunte a rehacer el instante inicial de la experiencia analítica”.

¿Para qué este libro? Podemos decir que con este texto, resultado de un trabajo que comenzó en el año 2004, se supera la sutil y patéticamente verdadera dicotomía  planteada por Borges. La que nos presenta J.C. Cosentino (junto con Susana Goldmann, quien se ocupó de la transcripción en alemán y la versión al castellano) no es una traducción ni clásica ni romántica, sino que propone un recorrido por la construcción del texto para, como dice el propio autor, presentar las formulaciones freudianas en estado naciente, ya que “el borrador lleva la marca de pensamientos urgidos por lo real del psicoanálisis”.

Es un texto para leer, investigar, trabajar, que invita a una relectura del inconsciente a partir de un momento en la obra de Freud que marca un antes y un después, al ser el nacimiento de “una disimetría entre lo reprimido–icc y ese material Icc que permanece no–reconocido”.
Por lo menos para “El Yo y el Ello”, con esta edición a cargo de Juan Carlos Cosentino se terminó con la pregunta “¿Strachey o Ballesteros?”.

Mármol–Izquierdo Ediciones | 2011



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Vida de los hombres infames
por Diego Singer

Un paisaje. Algo así como una imagen inhabitable, una postal en silencio. El lugar al que nunca se puede llegar para ser feliz. El lugar es solamente una imagen, no tiene fondo, ni vectores. No tiene voces. Es un paisaje en las alturas. A veces llegan ruidos que vienen de lejos, muy lejos, en el tiempo. Y entonces algo se quiebra, o se hace visible un defasaje entre la cronología y el silencio postal.

Todo lo que generalmente se conoce como “marginal” puede atribuirse a la vida de Jean Genet. Comenzando por eso que dicen es una marca indeleble en nuestro destino, las circunstancias en las que fuimos arrojados al mundo, lo que no pudimos elegir, aquello que nos marcó de entrada, el origen imborrable. Un origen desgraciado. Antes de cumplir un año Jean fue abandonado por su joven madre prostituta, la identidad de su padre nunca se supo. Vivió su infancia entre orfanatos y familias adoptivas, siempre bajo la sombra del crimen, cometía pequeños y medianos pillajes y robos. Construía una fama de niño incorregible que no cesaría de ir en aumento, a la que sumó la homosexualidad, el vagabundeo, el escándalo en el ejército, la prostitución y las reiteradas condenas por robo.

Habitó una diversidad de prisiones para mayores e institutos correccionales para pequeños delincuentes. Allí comenzó a escribir sus crónicas, poemas y relatos de una crudeza sin igual, como Diario del ladrón o El milagro de la rosa. Son una apología de la vida marginal, infame, desgraciada. Una recreación casi mítica de los individuos a los que la sociedad hace a un lado, castiga y demoniza. Podríamos suponer que estos individuos echados al margen son la desgracia hecha carne. Se los ha encerrado y estigmatizado. Pero para Jean Genet la óptica es radicalmente opuesta. “Porque nos dividimos –desde que nosotros lo quisimos, desde que osamos esa ruptura– entre no culpables (no digo inocentes), entre no culpables como lo sois vosotros, y los culpables que somos nosotros.” Se trata de una decisión que se toma para quebrar la lógica de la adaptación social, la normalización disciplinaria. Quien realiza este acto se posiciona como existente, es por este motivo que la figura de Jean Genet interesó tanto a Jean–Paul Sartre, que convenció a la famosa editorial Gallimard para que publicara sus obras completas, para las que escribió a modo de prólogo el extenso ensayo Saint Genet, comediante y mártir.  

Sabemos que para Sartre la existencia se juega en la elección que debemos hacer permanentemente en el desamparo en el que nos encontramos. Y eso es efectivamente lo que afirma haber hecho Genet: “Por lo que a mí respecta, he elegido: estaré del lado del crimen. Y ayudaré a los niños, no a volver a vuestras casas, vuestras fábricas, vuestros colegios, vuestras leyes y vuestros sacramentos, sino a violarlos.” Hay algo que está muy claro. La desgracia es la asimilación. Cuando existía el peligro de que Jean Genet fuera condenado a cadena perpetua por sucesivas reincidencias, Cocteau y Sartre escriben una carta abierta al Presidente de Francia, para solicitar su perdón. Lo logran y de ese modo “liberan” a Jean Genet. Esa fue su verdadera desgracia, al menos para el mito que había hecho de sí mismo. Y para las elecciones que reivindica en El niño criminal, un texto para ser leído en radio abierta, en un programa de entrevistas titulado “Carta blanca”, que supuestamente iba a dar la oportunidad de llegar al gran público radial a diversos intelectuales. Pero la audición de Genet fue censurada antes de realizarse. Él quería hacer hablar la voz de los marginales, volver a afirmar la elección de la ruptura y sobre todo, renunciar definitivamente a la desgracia de la adaptación social. “Se les concede a los jóvenes criminales una vida cercana a la vida más banal. Se le llama rehabilitación.” Vuelta a la normalidad, encauzamiento dentro de los cánones de la convivencia pacífica y sobre todo, previsible. Anulación del escándalo. Esto es lo que no quiere, lo que ahora no quiere Jean Genet.

Esto sería lo desgraciado, pero no simplemente por afirmación de un canon moral invertido. Tratamos aquí con el problema de la pérdida de la belleza. No hay nada en la vida intelectual francesa, nada en la vida monótona de los que no son perseguidos por la ley, nada en la vida respetable que haga explotar la poética de Genet. Sólo en el enfrentamiento, en la amenaza del criminal que carga con su acto y que quiere sus terribles consecuencias, sólo allí alcanza la voz. “Hablo en la oscuridad y en el vacío, pero, aunque sea tan sólo para mí, quiero otra vez insultar a los que insultan.”

Errata Naturae | 2009



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Foto: Eliana Graziano
Cancionistas del Río de la Plata – Después del rock: una música popular para el siglo XXI | Martín E. Graziano

por Alice M. Pollina

“Como periodista atravesé un proceso similar al de todos los músicos que figuran en el libro –cuenta Martín Graziano–. Venía de una formación afectiva vinculada al rock y, al comienzo de mi carrera, comencé a escribir sobre eso. El primer libro que escribí –junto con Sebastián Benedetti– fue Estación Imposible (Oliveri, 2007) sobre la historia de Expreso Imaginario. En esa revista se escribía sobre música, artes plásticas, literatura, ecología, y muchos más temas. El rock era un vehículo cultural, más que música. Pero después se convirtió en nada más que un mercado. No quiere decir que no hubiera música buena, pero había algo que ya no me representaba. Me interesaban muchas otras cosas que quedaban afuera”.

En Cancionistas del Río de la Plata, Graziano retrata una escena musical actual, formada por músicos, periodistas, fotógrafos, diseñadores, que coincidieron en espacio, tiempo en la búsqueda y creación de un sonido y una estética propios, que actuaron como vehículo hacia nuevas manifestaciones.

Así comenzaron a surgir artistas como Gabo Ferro, Pablo Dacal, Alvy Singer, Tomi Lebrero, Lisandro Aristimuño, Pablo Grinjot, Onda Vaga y actualmente se siguen sumando otros, como Sofía Viola.

“El primer disco de Gabo Ferro, Canciones que un hombre no debería cantar, sale el mismo verano que Cromañón y el día que se murió Pappo –cuenta el escritor–. Es muy significativo, paradigmático. Gabo era claramente un tipo que, viniendo del mercado del rock, se había saturado y despojado. Abandonó Porco, su grupo de hardcore, literalmente en medio de una presentación en el Hotel Bauen, y dejó la música por un tiempo. Hizo ese camino que, después me di cuenta, habían hecho casi todos. Salvo los uruguayos, que funcionan como referencia. León Gieco fue el que primero empezó a abrir ese espacio."

¿Por qué convocaste a Miguel Grinberg para el prólogo?
Entendía que el formato del libro tenía que ser como el de Como viene la mano. Porque la escena de los cancionistas se sigue desarrollando, entonces el libro no iba a hacer un retrato acabado sino una foto de un instante de esa escena. Cuando Miguel escribió ese libro, estaba en una situación similar y le dió la voz a los protagonistas. Me di cuenta de que tenía que hacer lo mismo, no debía ser algo ensayístico sino un trabajo de campo. Miguel había sido uno de los partícipes de la segunda edición de  Aquí, allá y en todas partes, donde se habían unido los pioneros del rock argentino con toda esta nueva generación, en el 2006. Eso fue cuando a Gabo y a Lisandro Aristimuño no les permitieron aparecer en el programa de televisión Volver Rock, después de haberlo grabado, porque decían que no era representativo del rock argentino. Como respuesta se organizó este festival. Ahí estaban Pipo Lernoud, Grinberg y toda esta nueva generación. Pablo Dacal leyó el manifiesto “Asesinato del rock” y Miguel, muy perspicaz y poco nostálgico, lo incluyó luego en la segunda edición de Cómo viene la mano, como corolario, nacimiento y muerte. Yo quise tomar esa posta y empezar la historia exactamente donde Grinberg la había dejado.

¿Cuáles son los puntos de contacto entre tu búsqueda como periodista de algo que te representara más que el rock y la de estos nuevos cancionistas?
Recuerdo que cuando llegaron los discos Recuerdos de Provincia y Confesión del Viento de Liliana Herrero, yo venía de escuchar Pescado Rabioso, Led Zeppelin y de obsesionarme con eso, y de conocer a fondo esa cultura. Pero con Herrero derivé a Yupanqui, Fandermole, Violeta Parra, Eduardo Mateo, Dolores Solá de la Chicana y el Cuchi Leguizamon. Entonces encontré una propuesta nueva, que hablaba de la lengua del pasado pero en presente, y empecé a escribir en esa dirección. Le hice una nota a Herrero, después al Chango Spasiuk, y así empecé un viaje que me llevó a conocer todo un mapa musical regional, desde el cual uno puede pararse y entender la música. Esta generación de cancionistas también empezó a mirar hacia adentro del continente. Y creo que además a rebelarse contra la dictadura de la publicidad, los medios masivos y la dictadura de las tecnologías. Para mí ese es el lugar donde hoy hay que pararse.

Gourmet Musical | 2011



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Marina Tsvietáieva: un 'do agudo' entre la vida y la muerte
por Carlos Skliar

Quizá fue en una tarde plomiza, con un viento herido aullando entre los bosques, cuando Marina Tsvietáieva –esa poetisa sin paz y sin remedio– tomó la decisión final de la soga en el cuello, que no es cualquier decisión.

Es cierto que la vida no puede leerse apenas a partir de la forma que asume la muerte, pero una muerte que se toma con las propias manos podría decir algo acerca de los últimos instantes de una existencia instalada en el centro del fuego. Una despedida anunciada, una disculpa casi sin voz: “A mí perdónenme –no pude más”, escribe a sus hermanas. “Perdóname, pero en adelante habría sido todo peor. Estoy gravemente enferma, esto ya no soy yo”, le escribe a su hijo Mur en lo que fuera la última de las cartas de Marina.

La escritora se suicidó el 31 de agosto de 1941 en Elábuga, esa última aldea de exilio y de frontera entre la vida y la muerte, rodeada –según relata su hijo– por la estupidez, la fealdad, la mugre, la desesperación. Sin embargo, ya había preanunciado su muerte desde hacía muchísimo tiempo. Por ejemplo en 1908, cuando expresa su deseo de suicidarse (¿metafóricamente?) durante la representación teatral de L'Aiglon. O el 13 de mayo de 1918  cuando escribe: 'Toma, cariño, mis harapos / que fueron un dulce cuerpo. Lo he destrozado, lo he gastado / sólo quedan las dos alas (…)”.  O también durante 1919, cuando sabe que ya ha dejado de escribir versos e intuye que pronto dejará de amar. Una existencia de hoguera, de extrema pasión y de aguda percepción, no puede sino estar expuesta al límite más voraz de lo cotidiano, a la rugosidad abrupta del tiempo, al borde mismo de una vida sentida y padecida como abismo inexorable sobre el que se pone de pié una y otra vez el amor y la escritura.

El amor (mejor dicho: el amar) y la poesía (mejor aún: el escribir) pueden ser las formas más nítidas que revelen su biografía. Si se ama y se escriben versos la vida continúa, la vida es ese durante de la duración del tiempo  porque allí se mueven el ritmo, la pasión y la hondura de la respiración humana. Pero si un buen o un mal día se deja de escribir y, enseguida, de amar ¿qué queda de la vida, qué hay en la vida?

En el caso de Marina quizá se trata de un escabroso y definitivo hartazgo existencial y de época: la humillación por no tener donde vivir ni donde apoyar sus pocas cosas; las angustiantes solicitudes, sin respuesta, para realizar cualquier trabajo; la lejana prisión de su siempre–marido Sérguei; el destierro incógnito de su hija Ariadna; la incomprensión ya definitiva acerca de los rumbos de la política soviética; el acecho mortífero de la ocupación nazi; en fin, toda una geografía apenas iluminada por la necesidad imperiosa de un cadalso propio.

A setenta años de su suicidio la memoria nítida sobre su escritura y sobre su vida parece haber llegado demasiado tarde para tanto amor y tanta escritura, ese  desconsuelo permanente y final que casi siempre acompaña a esos escritores casi no leídos en su propio tiempo.

El hecho de que hoy conozcamos su poesía, su prosa, su epistolario, en síntesis, que sepamos de algo parecido a su intimidad, no borra con una supuesta  familiaridad tanta soledad bestial, tanta intensidad ahogada, tanta voluntad de existencia y tanto desapego final. Así como tampoco oscurece o apacigua toda la tensión apabullante que transmite una vida puesta en una escena brutalmente real: como si la luz de este teatro hubiera iluminado malamente los fragmentos de su vida, como si el guión hubiera sido escrito por una pluma ensañada con más y más tragedia. Pero, también, con más y más lucidez: “¿Qué quería decir el poeta con estos veros? Pues justamente lo que dijo. No explico, encomio; no demuestro, muestro (…)”.

¿Qué escoger para un retrato de Marina? ¿A qué escena prestarle más atención? ¿A los sonidos y ritmos de una poesía nueva atada a la sangre de su corazón? ¿A la amorosidad de una grieta que se abría ante cada una y cualquiera de aquellos que deseaban habitar su vida? ¿A la desgarradora muerte por inanición de su otra hija, Irina? ¿A esa voz insistente que deseaba más que nada ser oída, ser leída, ser querida? ¿A los sucesivos exilios exteriores e interiores? ¿A esa sabiduría puntillosa y universal que asomaba en cada cortejo y cada consejo de su múltiple e inagotable correspondencia?  
De escritura intensa y larga, abundante, fecunda, sonora, Marina dejaba todo en el texto: “se volvía sorda y ciega a todo lo que no fuera su manuscrito”, relata su hija Ariadna.  Escribía bien temprano por la mañana, donde los únicos sonidos son los del cuerpo que se despierta y nace y, con ellos, la transparencia de la mirada y de la piel dispuesta a percibir el mundo, con la cabeza fresca y el estómago vacío. El mundo se percibe, nos dirá, no se conceptualiza.

En su poética hay, sobre todo, ritmo, palabra cantada, un alma de poeta que sólo puede estar al servicio de sí misma o de otro poeta. No es una poesía de novedad, sino de autenticidad. Por ello Marina no creía demasiado en las formas “salvo bajo la forma de un cascarón roto o de un difunto de tres días”. La poesía no es una forma, entonces, sino la fuerza de lo que está vivo o de lo que se puede y se deja revivir a través de la escritura. Y esa fuerza de lo vivo, más allá de las formas, no es otra cosa que la voz. En Marina la voz no se busca, no se investiga, no es un artificio sobre el cual acomodarse. Es una voz que se sigue a sí misma, se acompaña como el sonido de la sombra de la existencia. El carácter extremo de su voz llevó a Anna Ajmátova a decir que: “Marina comienza con frecuencia un poema con un do agudo”.  

Y será ese do agudo el que resonará más allá de su cuerpo y de su existencia. Será ese do agudo el que nos siga hablando y escribiendo. Solo la lectura salvará a Marina de otra soga al cuello: la de una nueva indiferencia, la de un tan poderoso como indigno silencio.

Brodsky, Joseph. Menos que uno. Ensayos escogidos. Madrid: Ediciones Siruela, 2007.
Efron, Ariadna. Marina Tsvetáieva, mi madre. Barcelona: Circe Ediciones, 2009.
Tsvietáieva, Marina. Cazador de Ratas. Buenos Aires: Paradiso Ediciones, 2007.
Tsvietáieva, Marina. Una dedicatoria. México: Editora Universidad Iberoamericana, 2007.
Tsvietáieva, Marina. Confesiones. Vivir en el fuego. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2008.






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Todos crecen menos Peter | Silvia Herreros de Tejada

James Barrie, creador de Peter Pan y toda la banda del País de Nunca Jamás, fue perseguido por la sombra de una duda. La misma que nubló la reputación moral del genial Lewis Carroll, el creador de Alicia en el País de las Maravillas: la pedofilia. Ese signo trágico, esa marca de Caín, suele ser una tentación muy grande para usar como cristal a través del cuál ver la obra. Muy afortunadamente para el curioso lector, ésta es apenas una de las tantas perspectivas desde las cuales Silvia Herreros de Tejada aborda el complejo entramado que, a su pesar o no, fue extendiéndose entre el escritor y su creación.

Todos crecen menos Peter está plagado de aciertos al momento de exponer una gran cantidad de datos y, sobre todo, el repaso exhaustivo de todas las versiones que Peter Pan tuvo en pluma de su propio creador y de otros que tomaron el personaje como propio, con la anuencia del legítimo creador. Desde el inicio, por ejemplo, cuando nos hace saber que Robert L. Stevenson le escribió a Barrie diciéndole que pensaba que era un genio; artificio con el cual deja sentada la dimensión que el dramaturgo escocés tenía en su propia época. A partir de esa anécdota, no habrá dudas respecto de la calidad de su escritura y, por lo tanto, el libro no se ocupará de ello, dándole lugar a lo mejor que tiene: tomar hilos, trazar líneas, volver sobre lo visto, superponer textos, confrontar versiones.

Herreros de Tejada no se queda en la enumeración académica ni en la catalogación de posibles lecturas. Avanza sobre esos terrenos tomando posición sin por ello dejar abierta otras interpretaciones, llegando a exponer sus dudas o a dejar sentadas las fantasías que se tejieron alrededor del mito de Peter Pan. Para darle solvencia al texto ancla en dos mecanismos que sostiene a lo largo de su libro: por un lado, recorrer los caminos paralelos, los cruces, las confluencias, los ramales del tránsito que, durante muchos años, Barrie y Pan trazaron; por otro, la tortuosa vida de Barrie, sus problemas con su propio crecimiento, las muertes cercanas, los niños a cargo.

El trayecto que el libro propone está delimitado por la enorme cantidad de versiones de la historia que se citan, se trabajan, se ponen en perspectiva de otras; por la articulación de varias lecturas ajenas, de época o no, de disciplinas y artes como la literatuta, el psicoanálisis, el cine, la crítica literaria, la mitología, la psicología jungiana, la filosofía, entre otras; por los personajes que pasan de secundar a Pan (Wendy y sus hermanos, Garfio, el cocodrilo, Nunca Jamás) a cobrar una dimensión muy particular en la mirada con lupa sobre los finos cruces entre la niñez, la adolescencia, el despertar sexual, la represión victoriana, los sueños y las pesadillas, los miedos, la vida y la muerte. Por eso es gratamente sorprendente cuando el desarrollo de la lectura del libro de Herreros de Tejada, va empujando los bordes de su propia propuesta y se anima a pasar de la supuesta inocencia del niño eterno a la sospecha (valga la coincidencia con lo sucedido con su autor) de que no es sino un fantasma, un niño muerto, puesto que es en ese extremo, en el tiempo que ya no discurre, en que la eternidad es posible. Quizás uno de sus mayores aciertos sea en la lectura de la relación entre Barrie – Peter Pan – Garfio como un triángulo a partir del cuál pensar al otro, al doble; no sólo en su función teatral, sino en función de la vida de un hombre que le abrió la ventana a un personaje que, al menos para muchos hasta este libro de Herreros de Tejada, trascendió la propia figura de su creador.

Lengua de Trapo | 2011



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El Protocolo de Weber| Nora Bossong


Las sociedades que bucean en las tripas de los momentos más nefastos de su historia, para desactivar sus efectos más nocivos, producen obras de arte que se entraman con ese desguace del tiempo y se prolongan, en lo cronológico, varias generaciones después de concluido el proceso histórico en el cual, siendo llaga, meten el dedo. El  insistente reflujo del nazismo –como objeto de destripe y en el afán de limpiar el presente del fantasma de cualquier forma de su retorno– es caldo de cultivo para muchas de estas miradas. Y la literatura, obviamente, no está al margen.

El protocolo de Weber, la muy rica e interesante novela de Nora Bossong, le aporta, a ese trabajo de desactivación del monstruo nazi, una perspectiva que, si no novedosa, al menos destaca del resto. Y no sólo porque el nazismo es abordado desde la perspectiva de la distancia cronológica y de la no pertenencia generacional a su ascensión, apogeo y derrumbe (Bossong nació en Bremen en 1982, 37 años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial y a pocos menos de un siglo del nacimiento de uno de los seres más execrables que parió la Historia, Adolf Hitler) sino porque los recursos literarios que emplea la alemana hacen que El protocolo... tenga un interés extra para quienes disfrutan de los trazos poéticos; de los textos construidos con precisión de relojería pero con ribetes ásperos, de una extraña terminación a medias, más efecto logrado que descuido; y de las estructuras narrativas que ponen en jaque al lector pero que no deshilachan el relato, sino que, por el contrario, le dan espesor y consistencia. Con esas virtudes arma una novela de cuya lectura se disfruta, aún a pesar de su tránsito muchas veces cansino y espiralado, de su marco histórico siniestro y de sus idas y vueltas al/desde el pasado, de su ajustado calce a las formas de la burocracia del régimen nazi.

El principio de realidad dice que Nora Bossong escribió esta novela a partir de unos documentos diplomáticos encontrados de casualidad; que la construyó a partir de esos retazos. Que con trazos ora frenéticos, ora parsimoniosos, arma un fresco de un tiempo ido (el nazismo) a la luz de un tiempo cercano (lo que sucede con los personajes una vez destrozado el régimen en el nacimiento de la Guerra Fría) desde la perspectiva de un presente que deja de serlo para convertirse en insoslayable efecto del devenir de aquel primer tiempo. Que hay un personaje anciano, también diplomático, que le hará de contrapunto y contralor de la verosimilitud a una relatora joven y alemana que encontró unos doumentos alrededor de los cuáles reconstruye la historia de Konrad Weber; relatora en cuya máscara se adivina a la propia escritora, en su afán de rellenar los huecos documentales con una traza argumental que permita hablar del corpus de una novela. Que, inevitablemente, esa pregnancia puede llevar a consistir la pregunta morbosa que suele hacérsele a los escritores: ¿cuánto de su propia vida hay en ese relato?, como si la presencia del hecho histórico rozara La Verdad. En esa búsqueda, entendiendo por tal el camino que un escritor recorre entre la idea de un escrito y el escrito candidato a ser libro, Bossong emplea una gran cantidad de artilugios que, no por artificiales (toda ficción lo es), estructuran un relato rico en capas de lectura. Y no sólo las que evidencian los saltos temporales que la narradora utiliza para darle forma a su (modo de ver la) historia; también incluye el juego de seducción con el lector al mostrar los pespuntes de la realidad; la duda como motor, la corrección biográfica, la sospecha, la coima, la traición, los enjuagues diplomáticos, lo indispensable de aprovechar La Oportunidad, por nefasta que fuere. Todo eso, con el valor agregado de permitirnos mirar al monstruo nazi desde sus tripas un poco menos sucias; perspectiva alejada del tormento, la tortura y la masacre in situ, aún embebida de todos esos dolores; de abrirle el telón a esos recovecos administrativos en los que la sangre se trocó por billetes y oro; en tiempos en los que la habilidad de Weber para no ser notado por los demás le hubiera venido de perlas a los millones de víctimas de una de las peores pestes políticas de las que se tenga memoria. Una novela que expone algunos de los mecanismos menos expuestos del nazismo y que a su vez, en Argentina, puede convertirse en un interesante espejo en el cual mirar a los ojos a la bestia oculta (y cómplice necesaria) de nuestras propias y sangrientas dictaduras.

Eterna Cadencia | 2011



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La melancólica muerte del Chico Ostra | Tim Burton


No deben existir, en la poesía moderna, personajes más desgraciados que los que transitan las pocas pero intensas páginas de este oscuro e hipnótico libro de Tim Burton. Un bestiario infantil que expone, con la rigurosidad de la palabra y el dibujo, la forma más descarnada de sus valores estéticos. Sólo basta con ver al Niño con Clavos en sus Ojos en su apabullante inmovilidad para saber que la travesía del libro es en las aguas del agotamiento del cuerpo y de la angustia, con picos de estimulante humor negro y vidas y muertes descarnadas. La poesía de Burton se urde con lo ingenuo, lo infantil y lo mórbido; y construye la narración apoyada en el impacto visual de los exquisitos dibujos en acuarelas; criaturas nacidas de cabeza y manos del propio señor Burton. Tal es la fuerza de este relato que sobrevive a la espantosa traducción de Francisco Segovia (botón de muestra: llegó a inventar un personaje, Paquito Serra, al cual coló en el original sólo a los fines de la rima). No se pregunta por qué, pero la editorial tuvo el tino de hacer de ésta una edición bilingüe, para beneplácito de quienes leen inglés.

La melancólica muerte del Chico Ostra propone una galería de personaje rayanos en lo abyecto y lo horroroso que, en su camino, alzan barreras para detener otros miedos, otros monstruos. Ellos, quienes con todo su agobio y desazón, exponen sus vidas como llagas, sin anestesia. La tristeza es el motor, el humor negro el combustible, de este cuento de hadas oscuro y siniestro. Niños excluidos, marginados; aberraciones estéticas; fallidos acontecimientos de sus padres arrojados a las zanjas de los más diversos órdenes de la vida; freaks librados a su propia (mala) suerte. Si uno recortara el universo en esos niños, lo normal dejaría de ser lo que es. Ese es el mundo que construye su autor: un mundo fantástico donde lo verosímil es capaz de contener la más afiebrada y aberrante imaginación; construcción que hace de Tim Burton un gran artista.

Anagrama | 1999



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