No seas pescado. La expresión no implica tener agallas o piel escamosa; tampoco nadar con habilidad o cambiar de condición al cambiar de medio, como el pez que deviene pescado. La expresión es una advertencia que nos alerta sobre el peligro de quedar atrapados en el anzuelo ajeno, en la obnubilación del engañado que cree ver alimento donde hay carnada. Mitad humano, mitad pescado (mitad engañador, mitad engañado), las sirenas subyugaban al viajero con su voz irresistible, lo atraían hacia la costa escarpada y lo hacían encallar con sus (en)cantos. Ningún humano podría resistirlo. La burla de Odiseo a ese final preanunciado fue posible gracias a su exuberante destreza, a su astucia y a su poder de improvisar: ordenó ser atado al palo mayor de su embarcación, taponarle los oídos a sus marineros y hacer navegar su barco cerca de la isla de las sirenas para poder escuchar sus voces olímpicas; aquellas que anuncian un mundo que no es tal; aquellas que prefiguran el accidente en el engaño.

Hace 30 años, la dictadura militar echaba mano a un golpe de efecto político, un último estertor antes de la decadencia definitiva: la recuperación de las islas Malvinas mediante la intervención militar en el archipiélago. Como la voz de las sirenas, el discurso nacionalista atrajo a una multitud con la promesa de insuflarles el orgullo de ser argentinos; multitud que días antes se enfrentaba con la fuerza represiva del régimen para intentar forzar su salida del poder. Pero la voz marcial no sólo atrajo a los propios: la amenaza de darle batalla al ejército inglés le dio consistencia al envío de tropas de uno de los ejércitos más poderosos del planeta. Ver en las imágenes de archivo las caras de felicidad por la recuperación territorial que no fue es leer la ingenuidad, la inexperiencia, la estúpida candidez de quien espera que el destino juegue a su favor las cartas de la felicidad, concepto equívoco y a todas luces imposible en una guerra.

La voz de la sirena dictatorial no dejaría de escupir fantasías: que no se animan a venir; que manden al principito; la primera batalla la ganamos nosotros; contra sus gurkhas, nuestros cuchilleros correntinos; estamos ganando la guerra; estamos ganando la guerra; estamos ganando la guerra... Como si la repetición pudiera torcer el rumbo de la historia; como si el mero enunciado insistente pudiera desarticular el desastre en ciernes. La multitud encandilada compraba noticias falsas; juntaba comida que nunca llegaría a las islas, ya que los encargados de mantener en alza el ánimo y la salud de la tropa vendían todo aquello que pirateaban a sus propios soldados; insistía en repetir el canto de las sirenas, en festejarlo, en sostener su inocuidad. Cuando la guerra que ganábamos encalló en las derrotas militares, la multitud supo que aquellos hijos que cedió en el fervor patriótico fueron sometidos a las más tremendas humillaciones por sus superiores; estaqueados, torturados, hambreados, humillados. Cuando la realidad argentina encalló en la orilla de la realidad más cruel, la de la guerra perdida, supimos que el pez por la boca muere. Por eso debería sonar la alarma de la historia ante los nuevos cantos de las viejas sirenas que sostenían aquel triunfo militar inexistente como hoy apelan a los recursos más espurios para defender, con la mezquindad a la que obliga el poder, la desigualdad social que supieron conseguir.