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La poesía es el decir menos tonto
Jacques Lacan

Escritos


Juan L. Ortíz ¬ Poemas


La influencia de Juanele en la poesía posterior a su paso por el mundo es tan silenciosa, notable, arrolladora e implacable como el mismísimo río Paraná, como su vida misma. Aquellos flujos de agua, con su flora exhuberante; la vida que lo rodeaba, niño y perro, aves, vientos; el devenir del tiempo como un imposible al cuál uno sólo puede asomarse a través de la talla de la poesía, son algunas de las materias con las que Juan Laurentino Ortiz trabajó sus extraordinarios poemas. Así como en su vida no necesitó de los brillos de la trascendencia editorial ni del éxito, en tanto contabilidad abultada de ejemplares vendidos, su poesía no necesitó de ser formalmente Su Hacer: empleado público, su escritura se ubicó en esas franjas de tiempo en las cuáles el poeta se dedicaba a contemplar. Porque la poesía, así entendida, no tiene medidas ni métricas precisas; y su voz tan personal abre un mundo único, una delicadeza que hace de las figuras literarias de la repetición no una letanía ni un mantra, sino el eco suave que apenas se escucha cuando es el sujeto el que pone en palabras un retazo brillante del mundo.

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Las fiestas de Jay Gatsby
por Jota G. Fisac

Fiesta es celebración, ya sea pública o meramente privada, con solemnidad nacional o sin ella, de carácter pagano o religioso. Y una celebración es un hecho social que con independencia del tamaño del grupo al que incumbe siempre lo identifica. De forma más o menos entreverada, una celebración tiene siempre un carácter ritual y simbólico: puede estar ligada a la estación del año, al ciclo de la luna, a ciertos acontecimientos concretos o irrepetibles, pero en el fondo de una fiesta siempre se rememora algo, se revive un tiempo mítico que rompe con el ordinario, y ello aunque sólo sea porque los días de fiesta son días de descanso y diversión, días para disfrutar y romper la rutina.

Las fiestas de Jay Gatsby, el personaje que Scott Fitzegarld inmortalizara en su novela El gran Gatsby (1925), no son una excepción a ese carácter ritual (a veces sagrado) que identifica las celebraciones con mayúscula. La alta sociedad del Nueva York de los años 20 se daba cita los sábados en la suntuosa mansión de Jay Gatsby en West Egg, Long Island, donde bebían y bailaban jazz hasta el amanecer. En sus jardines y salones, los invitados imaginaban a un anfitrión al que casi nadie conocía. Se especulaba sobre el origen de su magnífica fortuna: una fantástica herencia como descendiente del Kaiser alemán, el petróleo de Texas, oscuros negocios como contrabandista de alcohol… Se aseguraba que había estado en “Oggsford”. Algunos afirmaban que era un espía y hasta se decía que una vez había matado a un hombre. Y mientras sus anónimos invitados hablaban del anfitrión y se divertían en la fiesta, él los observaba desde los ventanales de los pisos superiores de la casa. Nunca asistía a sus fiestas; sólo se asomaba para ver quién había y luego desaparecía. No se mezclaba con la gente. Su soledad se aferraba a sí misma frente a esa multitud a la que en el fondo despreciaba. ¿Cuál era entonces la motivación de Gatsby para llenar su casa de gente desconocida y hacer sonar la música y correr el champán hasta el amanecer? Más que una manera de luchar contra su obstinada soledad, lo que Gatsby esperaba de sus fiestas era que le devolvieran a Daisy, el amor perdido a causa de la guerra y de la pobreza unos años atrás. Gastby quiere adueñarse del tiempo, recuperar el pasado. Sabe que Daisy vive al otro lado de la bahía. Desde su casa, Jay puede ver la luz verde de la señal marítima que anuncia el embarcadero, muy próximo a la casa donde ella vive con su marido Tom Buchanan. Pertenecen a la clase alta de la ciudad y Gatsby sabe que quizá un día se acerquen al otro lado de la bahía donde un hombre muy rico abre las puertas de su mansión cada sábado para que la gente se divierta. Y en la esperanza de poder recuperarla, Gatsby la busca cada sábado entre sus invitados desde la soledad de su despacho.

Las fiestas de la mansión de West Egg se transforman así en un ritual que persigue recuperar aquel tiempo ya perdido. Pero “todo tiempo es irredimible. / Lo que podía haber sido es una abstracción / que queda como perpetua posibilidad / sólo en un mundo de especulación.”. Y Gatsby, que seguramente no había leído a Elliot (y en ningún caso sus Cuatro cuartetos), insiste hasta conseguir un encuentro con ella, gracias a su vecino Nick Carraway, narrador de la novela y primo de Daisy. Durante esos días, semanas tal vez, el tiempo pasado parece haber sido recobrado, aunque Fitzgerald trata con maestría elíptica esas escenas (que sí están presentes en la versión cinematográfica, con guión de Francis Ford Coppola; algo tenía que aportar el excelso realizador). Pero ese retorno del tiempo pasado se confirma finalmente como una mera ilusión y la realidad más cruda pronto se encarga de demostrarlo. Los acontecimientos dramáticos que tienen lugar al desenlace de la novela destrozan por completo las fantasías de Gatsby, que de nuevo ve desvanecerse aquello que ya había perdido.

Cuenta Hemingway en Paris era una fiesta, que Scott Fitzgerald se enamoró perdidamente de Zelda y que tras una intensa y hermosa relación la perdió a causa de la guerra. Terminada ésta, Scott la recupera y la convierte en su mujer. El paralelismo con la historia de Gatsby es evidente, y pudiera parecer que mientras éste no pudo recuperar aquel tiempo perdido a pesar de aproximarse a él con todas sus armas, Scott Fitzgerald sí lo consiguiera, ya que Zelda fue su mujer durante muchos años, hasta que el alcohol y la locura la separaron definitivamente de él. Sin embargo, el resultado de esa lucha contra el tiempo que emprenden autor y personaje podría no ser tan distinto, según cuenta Hemingway en su delicioso libro sobre la vida en el París de los años 20. La relación de Scott y Zelda era una relación fusional; ella sentía envidia del trabajo de él y Scott tenía celos de cualquiera que se acercara a un metro de su joven y seductora mujer. Por eso siempre la acompañaba en sus correrías nocturnas, donde el alcohol lo gobernaba todo hasta la madrugada. Ello repercutía en el escritor, incapaz de desarrollar un trabajo con cierta continuidad. Solamente cuando Zelda fue llevada a un manicomio Scott volvió a escribir algo que mereciera la pena. ¿No es entonces esa relación mantenida en el tiempo una forma de fracaso similar a la que Gatsby encontró al tener que renunciar a su amor pasado? ¿No es la Zelda que se convierte en su mujer y complica la vida y la carrera de un escritor genial muy distinta a la joven Zelda de la que Fitzgerald se enamora muchos años antes? ¿No es el mismo irredimible tiempo pasado contra el que trataron infructuosamente de luchar autor y personaje?


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Andrade ¬ Alejandro García Schnetzer
por Javier Martínez

Las contratapas de los libros, a modo de un  adelanto del texto, muchas veces funcionan como señuelo, otras como una precisa información que luego es difícil eludir al momento de la lectura. Las palabras que Juan Gelman escribió sobre Andrade funcionan en ese último sentido: con su habitual precisión poética, pone de manifiesto, en un puñado de palabras, lo que la muy buena novela de Alejandro García Schnetzer no oculta pero tampoco exhibe; con el nada desdeñable agregado de que tuerce la estructura narrativa sin desarticular la sorpresa que el texto puede producir en el lector. Gelman destaca el protagonismo del lenguaje –y no la lengua–, de aquello que comparte con García Schnetzer como materia para construir su obra. Y no yerra en su lectura, aunque los ribetes y particularidades de la lengua con la que el autor forja su texto tienen una vital relevancia para lo que es narrado. El uso de términos que hoy han caído en desuso supone una yuxtaposición entre el presente recreado (un día del año 1940 en la ciudad de Buenos Aires) y lo que se ha extinguido, lo que se pierde en la mutación de la palabra, aquello que el paso del tiempo le adhiere simbólicamente a una generación en particular, un sello distintivo. Si el juego de la lengua actual pasa por la mixtura con otros idiomas, por el uso de significantes que se desmembran, la lectura de Andrade nos devuelve, a los que estamos más cerca de los 50 que de los 40, un léxico que usaban nuestros mayores, en algunos casos como resabios de la lengua de los suyos propios.

García Schnetzer nos presenta a Andrade en uno de sus días. Y aunque es un día cualquiera, en cierto sentido no lo es: que haya elegido un 29 de febrero, es otra capa para pensar la novela. El bisiesto es el año del ajuste del tiempo, aquel en el que, un día cada cuatro años, se concentran las 6 horas que le sobran a la Tierra para completar su trayecto del sol; es el fruto de la imperfección, del desbarajuste, para usar un término más adecuado a la esencia de la novela; es un día que no existe per se, un patchwork de tiempo; lo que retorna sistemáticamente para disimular la falla. Todo eso es, también, lo que Andrade propone como novela, tanto en sus idas y vueltas por el tiempo diacrónico, como por sus múltiples presencias, ausencias y abandonos de los que habla.

Pianista de una orquesta típica de tango devenido comprador de libros para una librería de viejo, Andrade es el hilo central que el autor usa para tejer una obra que narra pequeñas historias, el nexo que no coordina sino que, por acto y efecto, atrae a otros personajes hacia el ojo del lector: Villegas, el dueño de la librería; Galíndez, su ladero; su mujer muerta a la que no puede dejar ir. Con una cadencia en la que se entrecruzan el tango, la ciudad y sus límites, el azar, la distancia y las ausencias (las que marcan con su vacío el espacio del que las padece) danzan las palabras de García Schnetzer. Y en ese baile dibujan, con una precisión y un tempo ajustadísimo, una historia que va más allá de sí misma, de su extensión, de sus juegos literarios y de cualquier comparación posible. Quizá sea este, uno de los puntos más altos de Andrade: el de constituirse como una obra que no necesita de otras referencias aunque esté plagada de ellas y coquetee con la posibilidad de que el lector recurra a otros prismas literarios para abordarla.

Entropía ¬ 2012



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Galápagos ¬ Kurt Vonnegut
por Javier Martínez

En nuestro número anterior, en oportunidad de la reseña de Cuentos siniestros, de Kobo Abe, hacía mención a un cuento, El huevo de plomo, ubicado temporalmente en un futuro dentro de ochocientos mil años. Un tiro, sin duda, difícil para acertar en la construcción del verosímil. Por esas superposiciones de la literatura que uno no siempre elige, el siguiente libro fue Galápagos, la novela de Kurt Vonnegut. Un texto que tira un poco más allá la piedra del mundo futuro y narra el nacimiento del nuevo edén, nueva cuna de la Humanidad, a un millón de años de este presente. La voz del narrador es la de un obrero naval que muere, en un accidente de trabajo, en la construcción del Bahía de Darwin, versión última del arca de Noé. Es un fantasma, una voz ubicua y transtemporal, un testigo privilegiado de un millón de años de historia que narra a la nueva Humanidad a partir de su (azaroso) génesis. Lo que hoy llamamos historia, se reconstruye en la novela como una sucesión de detalles, efectos y casualidades que llevan a que ese futuro sea lo que es pero, fundamentalmente, a que exista un futuro posible. Cualquier alteración en el orden de esa serie, se nos advierte pero no se nos dice, hubiera culminado en un estallido final del mundo, cualquiera fuere su modo, cualquiera fuere su virulencia. Lo que en ese viaje se frustra, la distancia entre lo que fue y lo que debió ser, lo convierte en la travesía del último puñado de humanos, un hombre y nueve mujeres, hacia una isla casi desértica y hostil; isla en la que se refundará, a pesar de cada uno de ellos, la Humanidad; la que sucederá a aquella que se extinguirá por una crisis mundial de la que se saben pocos detalles; los suficientes como para saber a ciencia cierta que el resto de la Humanidad se perderá para siempre y que son esos los últimos humanos que sobrevivirán sobre la faz del mundo.

En la novela de Vonnegut la nueva Humanidad dista mucho de ser lo que conocemos como tal. Lo hombres cactus que luego volvían a mutar en humanos, en el cuento de Kobo Abe, le dan paso a otro eslabón de la cadena evolutiva en Galápagos; pone el acento en el movimiento que no se detiene, el continuo devenir y sus circunstancias. Ese, del cual el narrador es testigo privilegiado, y no otro es el futuro de los humanos. Un mundo en el que no es necesario un cerebro voluminoso; en el que al cuerpo le basta con dos aletas y la habilidad suficiente para nadar a gusto y placer en las aguas marinas y una boca que apenas sirve para defenderse pero que es muy útil a la hora de alimentarse. Un mundo que, un millón de años después, aún conserva algunas especies inmutables. Un reborde del pasado que se filtra todo el tiempo, una falla en la secuencia evolutiva. Un mundo que excluye cualquier preocupación por fuera del cuidarse de los voraces tiburones blancos, “depredadores naturales” de los humanos en la nueva Historia. Mostrar ese presente, en forma de memorias de quien las escribe, incorpóreo fantasma, hace necesario desmenuzar su origen; observar éste con un lente tal que haga visibles los pequeños detalles que desembocan en una realidad impensada un millón de años antes. Un mundo apacible, sin sobresaltos, sin gobiernos, sin moneda, sin economía, sin fronteras políticas. Si se hace el ejercicio de llevar un poco más allá a esa Humanidad anfibia, si se proyecta la línea entre el pasado más remoto de la Historia –esa de la que el hombre no fue testigo– la lógica evolutiva indica que sus siguientes pasos van en el sentido inverso del que tuvieron para llegar al hombre de nuestra actualidad: si de los seres unicelulares se mutó a pez; de pez a anfibio y así hasta la aparición del hombre sobre la Tierra, el futuro anfibio y la necesidad de ir perdiendo (masa encefálica, miembros capaces de manipular herramientas, construcciones, abstracciones, etc.) parece indicar que la Humanidad mutará en una colonia de seres unicelulares. Más allá de la trama, más allá de lo anecdótico, si esta lectura es una de las correctas posibles, Vonnegut le entrega al lector un recorte del Big Crunch, el movimiento inverso al Big Bang, la Gran Implosión que reduciría al Universo al tamaño del átomo primigenio. Y queda muy claro que esa Historia no es sin el trazo íntimo y cotidiano de quienes la viven; de aquellos que, construyendo su propia historia, la inscriben en el Tiempo. De todo esto habla el estadounidense, a través de su enviado, el fantasma de un sudamericano que será el escriba de una nueva historia oficial. Vonnegut limpia de un plumazo el futuro inmediato del hombre (bien o mal esta historia debe culminar) y lo reduce al punto tal de que la travesía de un Adán y sus múltiples Eva será ardua y dolorosa, sin más satisfacción que la fantasía de haber perpetuado la especie, aún fallida, aún anfibia, siempre desconocida en su próximo eslabón.

Ediciones Minotauro ¬ 2005



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