Editorial
Las fiestas existen desde tiempos inmemoriales. Y no es un dato menor, ya que si la memoria es una de las consecuencias del lenguaje, las fiestas acompañan íntimamente a esa estructuración del hombre. En Argentina, según los últimos relevamientos oficiales, existen casi 2700 fiestas populares que se celebran cada año, a un promedio de siete por día; la mayoría de ellas, de caracter religioso. Si convenimos que la religión es un modo de aproximarse a las leyes del funcionamiento de la vida (es decir, al ser concientes del imposible de detener a la muerte), quedan al descubierto las proyecciones que el hombre puede hacer de sí mismo más allá de la frontera de lo biológico: vida eterna en algún paraíso incorpóreo; almas que transitan la historia para limpiarse y elevarse; incluyendo la única posible de ser constatada: la trascendencia de un sujeto a través del tiempo en las obras de arte que produce. Podemos intuir, entonces, que las fiestas han sido, en su proceso de simbolización del mundo, un canal por el cual transportar algunas de las angustias que provoca la noción de la finitud de la vida y un modo de conjurarlas; un tamiz en el cual decantar los filos más salvajes del ser, los ligados exclusivamente a la supervivencia y el instinto, que el animal devenido hombre fue resignando en pos de la cultura y la sociedad. La estrecha relación entre religión, fiestas y desplazamientos simbólicos se puede encontrar en la presencia de la sangre y su reemplazo por el vino, alquimia que no sólo es producto de la religión católica, sino que se rastrea en las celebraciones nativas como la corpachada, celebración en la que se alimenta y da de beber a la Pachamama, sed que otrora era satisfecha con sangre y hoy con vino. Esos reemplazos que ubican tortas y otras comidas donde originalmente hubo carne, la abolición del canibalismo y la entrada en escena del rito, hicieron posible que la vida del hombre sobre la faz de la Tierra sea lo que hoy conocemos como tal. Modus vivendi que puede ser interpelado y cuestionado por las sociedades que no han hecho el mismo tránsito cultural y por los rasgos poco amables de algunas otras para con la corrección política de Occidente, vencedor ocasional de este tiempo que nos toca vivir. Modus vivendi que, dentro de su propia lógica, alberga la posibilidad cierta de la subversión que el sujeto es capaz de provocar a través del arte y su trato con el ideal de belleza. Modus vivendi que por sus grietas deja salir el bullicio alegre de cada una de nuestras celebraciones.
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