La verdad de Perogrullo que le adjudica a los niños la virtud de decir la verdad puede ser un buen puntapié para pensar los momentos de crecimiento, expansión y descubrimiento. Momentos en los cuáles se comienza a transitar un camino ficcionalmente verdadero, propio.

¿O no es, acaso, en la niñez, cuando se explora casi a tiempo completo, incluso desde la más absoluta inmovilidad? ¿No es en el tránsito de la infancia cuando las dimensiones de las cosas cambian de modo lento, imperceptible? Esa sorpresa de niños, esa capacidad de asombro que también nos dibuja una sonrisa cuando, ya crecidos, nos reencontramos con aquellas geografías que no eran tan extensas como entonces: ni aquel patio era tan grande, ni el árbol tan alto, ni la distancia entre las veredas tanta. Capacidad de asombro que se reinventa en otros encuentros.

Capacidad de aventurarse en la lengua, aprehenderla y capturar un fragmento del mundo, tirar del hilo simbólico, para urdir en el telar en que se tejen las tramas de la vida. Esa trama en la que están la mirada y la palabra de los otros. Porque es -también- en esa mirada en la que uno se ve crecer; son esas palabras con las que uno entra al mundo del decir.

En esos y otros nuevos caminos del aprender y aprehender estamos, donde la mirada y la palabra de ustedes, lectores nuestros, se encuentra también en y con esta aventura que, con orgullo, llamamos ESTO NO ES UNA REVISTA.