¿Es el vino la más literaria de todas las bebidas alcohólicas? Para responder a esta insólita cuestión debemos precisar primero qué queremos decir cuando decimos literaria, porque podemos estar mencionando cosas muy distintas. Para empezar, podemos referirnos a la frecuencia con la que las bebidas son protagonistas de las obras literarias. El inédito estudio que abordara esta cuestión mostraría que el vino, junto a la cerveza (dos de las bebidas más antiguas), mereció la atención de multitud de obras de según qué épocas y culturas. Desde la Biblia a los textos clásicos grecolatinos, pasando por otros best sellers de las literaturas medievales y modernas, las referencias al vino son numerosas, y en muchos casos significativas. Platón, tan preocupado siempre por la utilidad social, encuentra en el vino un instrumento de conocimiento eficaz para identificar a los individuos más dotados para el gobierno, los más intrépidos frente al enemigo, los valientes que muestran una mayor resistencia al miedo. En el libro I de las Leyes (636a-650b), texto de difícil interpretación, el ateniense explica a sus dialogantes (el cretense y el lacedemonio) que lamentablemente no existe una droga capaz de medir la resistencia al miedo de los candidatos, pero por fortuna el vino, que tiene el efecto contrario (generar en el individuo una gran confianza y seguridad) puede emplearse para medir precisamente lo contrario: la resistencia a la ausencia de miedo. También Aristóteles, quien como dice un amigo lo tocó todo, habla del vino como elemento de conocimiento. En su Problema XXX, donde el estagirita se pregunta por qué los hombres de excepción tienden a la melancolía, afirma que el vino (no la leche, la miel o el agua), tomado en abundancia, crea una gran diversidad de caracteres, como por ejemplo el colérico, el filantrópico, el compasivo, el audaz. El vino cambia la mirada sobre el mundo. Un gran filón para el escritor este vino aristotélico, al que también Baudelaire le dedicó grandes alabanzas como instrumento para la multiplicidad de la individualidad.
Pero si con literario nos estuviéramos refiriendo a las bebidas preferidas de los escritores (famosos) que bebieron (y no lo ocultaron), quizá el vino no pueda competir con la cerveza, el güisqui o el bourbon, incluso con la ginebra o el ron, como caldo emblemático de ciertas aventuras literarias durante los dos últimos siglos. Multitud de fotografías, declaraciones, confesiones, reportajes, dichos y leyendas nos presentan las bebidas preferidas de algunos escritores bebedores (el combustible que al parecer les ayudaba a desplegar sus ficciones). Malcom Lowry, que algo de mezcal debió beber, convirtió este licor en uno de los personajes principales de su core literario; la literatura de Hemingway es inseparable de la figura robusta y directa del autor bebiendo, por ejemplo, daiquiris; de Faulkner se dice que escribía sumergido en bourbon (que según esto sería una de las bebidas con mayores efectos psicodislépticos de entre todas las conocidas). Quién no ha visto fotografías de Dylan Thomas sentado en la mesa de un pub junto a una enorme jarra de cerveza, que también le gustaba a Joyce o a Stevenson. La cazalla, la absenta y otras formas de aguardiente fueron las bebidas de cabecera de los miembros de la bohemia y otras contraculturas; la generación perdida o los beat bebían de todo menos vino (es un decir, pero cuesta imaginar a Kerouac o a Scott Fitzgerald echando la tarde tranquilamente junto a una botella de cosechero). Al parecer, el vino no era la bebida icónica de grandes y famosos bebedores como Bukowski, Cheever, Carver, Tennessee Williams, Truman Capote, Rulfo, Bryce Echenique, Graham Greene, Joseph Roth, Wilde, Pessoa, Chandler, Steinbeck... Con una iconografía mucho más pobre, el vino estaría reservado a, por ejemplo, la generación del 50 en Madrid, que repostaba a base de chatos de vino en las tabernas de la ciudad; o a Julio Ramón Ribeyro, quien en esos textos sin territorio literario que reunió bajo el título de Prosas apátridas, deja buena cuenta de su gusto por los burdeos, los chiantis y otros caldos europeos.
Pero con literario también podríamos estar refiriéndonos al impacto que tendría sobre el texto (intensidad, tono, ritmo, brillo, etc.) el haber sido escrito bajo los efectos (o el hábito) del consumo de una u otra bebida. Alguien podría decir con razón que esta propuesta choca con la evidencia de que es el alcohol, más que el tipo de bebida que la contiene, el responsable del posible efecto del beber sobre el escribir. Pero también es verdad que cada bebida tiene su territorio, su encuadre, su tribu, sus ciudades, en resumen, su cultura, y eso es lo que en definitiva importa. Un brillante ejemplo, aunque referido exclusivamente a la música y al vino: en Los paraísos artificiales, Baudelaire cita a Hoffmann (que al parecer era un magnífico músico y a quien seguramente le gustaba el vino), quien establece una relación entre el tipo de vino que debería consumir un autor y la música que quiere componer: si lo que desea escribir es una ópera-cómica, debe elegir la alegría espumosa y ligera del champagne; si quiere componer música religiosa, debe inclinarse por la amargura embriagadora del vino del Rhin, si se trata de música heroica, la fogosidad seria y el arrebato del patriotismo del Borgoña. Sería interesante desplazar este artefacto a la literatura e imaginar el mapa de las texturas literarias propuestas por las distintas bebidas: las tomas lentas de la reminiscencia en los evocadores aromas del vino; las austeras historias en la amnesia del aguardiente; la escritura intensiva y caótica, pura acción, del güisqui o el bourbon; la oscura e inquietante soledad en las retorcidas literaturas del vodka; el afán visionario y melancólico de la ginebra, sola o en bebida larga; la escritura edematosa y dispersa de la cerveza; el ambiente festivo y húmedo del ron y sus cócteles derivados. O por qué no, emulando a Hoffmann, imaginar las bebidas más adecuadas para ciertos subgéneros narrativos: para el noir, la agresividad y el sentimiento negativo del bourbon o el güisqui; para la ciencia ficción, la ambigüedad afilada y cortante de los aguardientes; para la comedia, la ingenuidad y frescura del vino blanco; para el romance, el aire sexi del ron y sus derivados...