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La ambición suele llevar a los hombres a ejecutar los menesteres más viles: por eso para trepar se adopta la misma postura que para arrastrarse
Jonathan Swift

Blablablá

Oro por baratijas: Adeste fideles
por Alejandro Feijoó

La tarde se había hecho noche. Y en esa frontera breve, los faros de xenón agonizaron al gris. Pero el interior del coche filtra la realidad, y las ráfagas heladas se adivinan azules al chocar con la luz gastada de las farolas. La frescura de la tapicería, el ronroneo de un motor casi virgen, la armonía entre las formas flamantes y el ímpetu electrónico: el joven pudiente lleva mucha vida esperando tal momento; si tal es la envergadura en su entrepierna, la espiral de su entrecejo. Pisa el acelerador y el semáforo rojo queda atrás. La radio dicta imperativos. Y ni hay entusiasmo por la infracción.

El joven pudiente cruza la avenida como si él fuera un otro, como si el coche no se lo hubiera regalado su padre pudiente, aunque el mérito sea pasto de matices. Salvo la flecha del velocímetro, nada ocupa su sitio. Ni siquiera ese tiempo conocido como Navidad que, aun pasado, sigue obligando a la ciudad a lucir galas de olvido. El joven desvía la vista hacia el reloj empotrado en el salpicadero y decide que la mujer que lo espera puede seguir haciéndolo unos minutos más. Si el coche es nuevo y la sorpresa ahogará los reproches.

No hay boca seca ni estómago vacío: nada más que el deseo de adquirir y pertenecer, de ser de los que tienen y pueden al mismo tiempo; si lo simultáneo es en sí seña y mérito de la especie. El negocio deslumbra desde lejos, y la sucesión de colorines de la vidriera funciona cual flautista sobre familias dispersas que se encolumnan tras el reclamo del villancico. El joven pudiente se acerca, frena, llega por interpósito vehículo. Los sitios habilitados rebosan de coches no flamantes pero bien estacionados. Los códigos vigentes invitan a continuar la marcha. Pero el joven pudiente, que tiene y puede a la vez, inventa un sitio imposible. Y tras maniobras varias, apenas una hoja de muérdago cabría entre su coche y otro que es de menor entidad. Los intermitentes encendidos son, al tiempo, advertencia y testimonio, despliegue y estridencia.

Un bulto oscuro y helado asoma desde una manta sobre el suelo, al pie de la vidriera también intermitente: verde rojo verde rojo. Parece cosa muerta hasta que vocea la oferta: dos gorritos por cinco monedas. Las pompas símil nieve parecen despeluzadas, pero el gorro sigue siendo tal y el vendedor, un remedo de Santa, más cerca del trópico del que proviene que de la Laponia del mito. El joven pudiente bordea el bulto y por un momento le hace sombra: verde rojo sombra.

Dentro, las cosas ocupan un sitio, y hasta es posible adivinar cierto orden en medio del trasiego. Si el Adeste fideles hace canon con las cajas registradoras. Si el capricho de un niño es el ying de una parejita acaramelada que hace yang frente a los turrones. El joven pudiente deambula entre pasillos, y si bien le falta el coche bajo las piernas descubre que pisa más fuerte que antes del regalo. Se detiene ante revistas, se inclina sobre bombones y husmea en complementos: nada lo excita más que el contorno de su pecho. Hasta que el gorro navideño, a cinco monedas la unidad, capta su atención y picardía. Toma uno entre sus manos: la pompa símil nieve parece despeluzada, pero el gorro sigue siendo tal. Por un momento recuerda a la mujer a quien la sorpresa ahogaría los reproches por la tardanza, y la imagina empalada y con el gorro como atuendo único. Un estruendo interrumpe la fantasía, pero como todo ruido pasa rápido. Sin elegirlo, toma un gorro de Santa y se dirige hacia las cajas. Encantado de haberse conocido.

La cajera es moderadamente boba, en una relación que se adivina inversamente proporcional al volumen de su jornal. La condición de la asalariada demora el trámite simple de pagar con tarjeta. El joven pudiente guarda su identidad y sale del local flanqueado por chicles y caramelos. En la calle todo permanece igual que antes, salvo lo impalpable. El bulto oscuro continúa su reventa, y otra vez se hace verde rojo sombra. La lluvia flamante no molesta, aunque ya forma charcos sobre el pavimento y manchones en el hombro del joven. Junto a su coche hay un hueco que antes no había. Y a sus pies, cristales rotos de sus faros de xenón. El golpe debió de haber sido fuerte, pues a las astillas se suma parte de la carrocería abollada. Un rayón de otro color confirma la autoría, la vileza anónima. El joven alza el mentón, y aunque la rabia no es aún dolor, ya duele; al menos nubla. Su pelo comienza a chorrear.

Nadie demuestra haber visto nada, y la procesión continúa hacia el templo como si el mundo no lamentara un faro de xenón menos. Solo el bulto oscuro, erguido ahora sobre su manta, ha cambiado de matiz. De debajo de sus ropajes sale una mano, una única mano sin guante, y los dedos índice y pulgar se acercan sin tocarse, como si cupiera entre ello una hoja de muérdago. Y por primera vez en la historia sonríe, los dientes blancos verdes rojos.

El tipo
por Javier Martínez

La luz de la luna comenzó a sesgar la superficie del empedrado. Caminaba sin apuro pero apretaba el paso, las manos en los bolsillos del pantalón del ambo, la respiración contenida. Los olores de la ciudad eran un rompecabezas cuyas fichas no terminaba de acomodar. Un rastro penetrante de una quesería; el aceite hirviendo de la fritanga; una parrilla y el humo ascendiendo como una columna etérea, arrastrando consigo el aroma tentador de la carne vacuna asándose. Carne asándose. ¿Y su propia carne, qué? Había amado a esa mujer al punto de hacerla suya y sin embargo ella, la muy ingrata, lo había abandonado. Salió una mañana con el niño en brazos y no volvió nunca más. El la encontró. No era que la había buscado, sólo la encontró de casualidad, una mañana. La vio de lejos, si queremos ser exactos; colgada del brazo de un hombre que llevaba al niño de la mano. Qué grande estaba. Y, de repente, sus ojos volvieron a la mano del tipo en la cabeza de su hijo. Lo agarraba paternalmente de la parte de atrás del cuello, la palma de la mano descansando sobre la espalda del pequeño. Le hirvió la sangre. Desde ese día el tipo se convirtió en mucho menos que una obsesión, sí una preocupación pasajera, necesitaba saber de él. Qué hacía, dónde vivía, de qué trabajaba. El nombre era lo de menos. No tenía nada que ver con su nombre. Llamase como se llamase era el cretino que le devolvía una imagen salvaje de sí mismo, la imagen de la furia. Y eso que estaba acostumbrado a los momentos donde la adrenalina es un remolino, el cuerpo vibrante como el tensor de un arco, listo para la flecha. Sonrió para sus adentros con esa sonrisa a media, producto de un pico de presión que le dejó parte del rostro paralizado. Con sólo saber mover las fichas precisas, supo qué hacía, dónde vivía, de qué trabajaba. Y si no supo su nombre, fue porque no quiso. Lo que le importaba era que paraba en un bar en Valentín Alsina. Y hacia allá iba mientras la luz de la luna sesgaba los adoquines. Cruzó el puente sobre el riachuelo. Las luces de la calle se empequeñecieron, se atenuaron. El viento soplaba y hacía danzar los foquitos amarillentos a su antojo. Humedad. Una humedad de la hostia. El piso resbaloso, las zanjas, las ranas croando en la noche. El bar estaba en una calle mal iluminada. Se paró en una esquina y vio el movimiento. Casi inexistente. Poco más que una sarta de borrachos perdidos. No como él que sí sabía beber, porque sabía cuándo debe beber un hombre. Y ése era uno de esos momentos. Se acercó, molesto porque sus zapatos no podían esquivar la mugre del suelo. Se acodó en la barra. Nadie lo miró. Pidió una caña. Y luego otra. Y se detuvo en la tercera. Era el punto justo. Lo sabía su paladar. Uno de los borrachos se levantó con dificultad y descorrió el velo que ocultaba al tipo. Palpó el revólver en el bolsillo de su saco. Se dirigió camino al baño, porque era camino al baño que el otro estaba con los codos apoyados en la mesa mirando por a través del único vidrio del bar. Antes de llegar, se lustró los zapatos en las botamangas de los pantalones. Se detuvo frente a la mesa. La curiosidad, que mata al gato, llevó al hombre sentado a levantar su mirada hacia ese hombre petiso y trajeado que, con perlas de sudor en la frente, lo miraba como si quisiera perforarlo. ¿Por qué no se sacará el saco si tiene tanto calor?, se preguntó. El tipo de pié metió la mano en el bolsillo, sacó su revólver y, antes de que el otro pudiera reaccionar, le apoyó el caño en la frente. Nadie se movió. Rápido como un rayo, apretó el gatillo y el revólver hizo un ruido seco de recámara vacía. Así es la vida, se dijo, una ruleta rusa.

Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Ojo con la rodado 26
Los megacerebros de las universidades norteamericanas no dejan de asombrarnos con los fantásticos descubrimientos que, casi día a día, nos entregan con emoción. En este caso, los muchachos estudiosos de la Universidad de Boston concluyeron -aunque con las típicas dudas al respecto- que andar en bicicleta más de cinco horas semanales tiene como consecuencia para el género masculino doblar las posibilidades de una severa disminución en la cantidad y calidad de su esperma. Si bien aún quedan muchos estudios por hacer y muchas partidas presupuestarias para ejecutar, esta novedad tiene dos efectos importantes: pone en duda eso de que el ejercicio es bueno para la salud y reafirma lo que, en mi barrio, se decía de los que usaban, en su bicicleta, el viejo asiento banana.

 

Guante mata media
La fiebre navideña no tiene límites. Por eso no es de extrañar que, llegada la época de la compra de regalos, se hayan producido dos ventas que conmovieron el mercado: las subastas de unas medias de Napoleón y un guante del fallecido rey del pop, Michael Jackson. Si bien todo hacía prever un mayor éxito de ventas de parte del blanqueado músico negro, la diferencia fue abrumadora. Un par de medias que el petiso emperador francés usara en su exilio en la isla de Santa Elena cotizó poco más de cuarenta mil dólares, en una subasta realizada en París. Mientras tanto, en los Estados Unidos, uno de los guantes de Jackson se vendió en la friolera de trescientos treinta mil billetes estadounidenses. Si piensa en invertir en prendas usadas por famosos, aprenda la lección: más vale glamour en mano que emperador en patas.

 

¡Quiero a Groucho Marx en mi película!
Atentos a las novedades de los avances de la ciencia y la técnica, pronto se oirán aseveraciones similares a la que titula esta blableta. Gracias a otra de sus genialidades maquinolísticas y a su inagotable (y ya molesta) creatividad, George Lucas, el director y productor de tantos éxitos cinematográficos, está experimentando resucitar digitalmente a actores fenecidos. Pero el asunto no termina con hacer protagonizar a Orson Welles el papel del tío abuelo de Harrison Ford en la undécima película de la saga Jones. El asunto va más lejos y la próxima pareja romántica podría ser encarnada por una jovencísma Rita Hayworth y un apuesto Leonardo Di Caprio. Para desintoxicarnos de tanta tecnología, va un trailer de 1977 con las apariciones de los adorables cascajos R2D2 y C-3PO entre otras luminarias intergalácticas.