En los inicios de la historia de la filosofía occidental, Tales de Mileto comenzó a preguntarse sobre el universo y los inicios de la naturaleza. Nombró al agua como principio y esencia de todas las cosas, argumento que alguno de sus discípulos revistió con el devenir, lo que no tiene límite; el agua que corre como una representación de esos comienzos arcaicos. El movimiento por sí mismo, el vital elemento convertido en corriente que otros filósofos del otro lado del mundo recomiendan observar con paciencia para ver pasar el cadáver del enemigo.

El arroyo no es imponente como mar extenso. Ni misterioso como el océano profundo. Ni caudaloso y rico en peces como un ancho río. Sin embargo, aún en su estrechez, puede ser la llave que abra la puerta a un inmenso horizonte, a experiencias que modificarán, aún deviniendo olvidos, el modo de ver el mundo. Si no, pregúntenle a la pequeña niña que por primera vez se baña en uno, en una tarde soleada de verano. Para ella el arroyo será imponente en su geografía con altas casuarinas, pinos de aromas delicados, árboles para trepar. Será misterioso como el monte en el que internarse a vivir la aventura del ir un poco más allá. Será rico en peces nuevos como la mojarra plateada que se sacude prendida en el anzuelo del extremo de la tanza. Apertura de un mundo que se captura con el cuerpo y con la palabra. Aventura en un mundo que se abre, desde una brecha angosta, líquida, semoviente, única.