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¿El placer? Estuvo. Pero no era.
Emile Cioran

Blablablá

Oro por baratijas: Un día perfecto para el pez tigre
por Alejandro Feijóo

 

El sol cae en picado sobre la calle muerta. La sombra de las rejas, los arbustos, la propia Silvia, apenas se contornean a esa hora sobre la calle. No hay más movimiento que el de las formas vacilantes que desprende el asfalto al crepitar. Ajena al infierno, Silvia interpreta una pieza posando sus dedos sobre las teclas de un piano dibujado con tiza sobre las baldosas calientes. La niña se encuentra frente a su casa, ni lejos ni cerca de la puerta; el calor nubla las distancias; las cortinas amarillas siguen inmóviles tras la ventana, al final del camino de piedra. Silvia las mira sin mirar, atenta a la señal de su madre cuando termine de hacer las cosas de mayores que la obligan a jugar en la calle a esta hora de locos. No, cuando ella salga a buscarla no le enseñará la canción que suena en las baldosas.
La sombra del abrigo mancha las teclas, pisa los dedos de la chica.
—Me gusta. ¿Qué canción es?
La voz del hombre suena solemne pero apagada. Ella responde sin pasión.
—Llamaré a mi madre.
—Bonito título, Silvia. ¿Ella también toca el piano?
—¿Cómo sabes…?
—Muchas veces. La he oído tocar muchas veces.
—Que me llamo Silvia… Yo no sé tu nombre.
—Porque soy artista. Es mi trabajo.
—Mi mamá ya no toca más —Silvia pasa las yemas entizadas por el bordillo, los contornos de las teclas empiezan a confundirse—. ¿No tienes calor?
—Un poco sí —admite el hombre, las manos apretadas en los bolsillos—. Pero hoy es un día importante. Hoy voy a verlo después de mucho tiempo. Debemos ponernos al día y eso lleva su tiempo.
—¿Y adónde vas?
—Al río.
—¿Vives en el río?
—No, voy hacia allí. Te he dicho que me espera el pez tigre.
Silvia cree ver algún movimiento en la casa pero las cortinas son columnas.
—Yo lo he visto en la tele.
—Es imposible. Él no sale en los programas. Estás equivocada.
—¿Es el que ruge como un tigre?
—No. No es él. Lo siento. ¿Te gustaría conocerlo?
—No puedo. Mi madre me ha dicho que no hiciera ruido.
—Deja el piano entonces. Se escucha por todas partes. Despertarás a tu madre, a su amigo, a toda la calle. El hombre comienza a alejarse.
—Debo darme prisa o aquello se llenará de gente.
Calle abajo su cuerpo parece inclinarse más hacia un lado, como acostumbrado a la cojera. Sin dejar de andar vuelve la cabeza.
—Adiós entonces —dice.
Frente a él la calle se estrecha; la pizarra de los techos se convierte en teja y los terrenos se hacen pastizales. Con la vista al frente escucha los pasitos que se acercan, levantando arena.
—Vamos, debemos darnos prisa —dice el hombre sin mirarla.
—Es ella la que quiere. A mí no me gusta tocar el piano.

La mujer se agita con los ojos todavía cerrados. Tiene el pelo pegado a la cara, el sueño en la boca seca. La oscuridad es amarilla, como las cortinas. Se ha dormido unos minutos, no más, pero el hotel aparece nítido, las dos señoras peinadas, la gran lámpara del techo. Parecía de otra época el sueño, como antiguo. Había mucha gente, ella estaba allí y no encontraba el teléfono; estaba allí con su madre y dos señoras peinadas, sin poder llamar.
El sudor de la sábana le da frío. Sin moverse busca algo. La camisa de él, almidonada, raspa como una lija.

Silvia juega a hacer morisquetas; busca tocarse la nariz con la lengua. El hombre habla poco.
—¿Por qué caminas raro? —le pregunta ella con los labios brillantes.
—No es raro. Es rápido. Además me encanta mirarme los pies.
—¿Eres artista de la tele?
—En la televisión no hay artistas.
—¿Y entonces por qué no te gustan los perros?
—Déjame pensar, por favor. Si quieres venir tienes que concentrarte.
Las casas han quedado atrás, la calle se hizo camino. Delante de ellos, una loma rala y la bajada final sobre la que ya no brilla el sol.
Silvia se pone a pensar también pero enseguida recuerda algo importante.
—Yo sé pescar.
—Nosotros no vamos a pescar.
—Mi padre pescaba.
—El pez tigre no se pesca.
—¿No se pescan?
—No se pesca. Es uno. El pez tigre está solo.
—Habías dicho que eran seis.
—¿Que eran seis qué?
—Los peces mágicos.
—Yo no he dicho nada de eso.
—Sí lo has dicho.
—Será por el abrigo. Este calor.
El hombre aprieta las manos en los bolsillos. La soga parece resbaladiza. Sonríe, por primera vez en meses. Se seca el sudor antes de hablar.
—Hoy es un día perfecto para el pez tigre.
—…
—Bah, en realidad cualquier día puede serlo.
—¿Falta mucho?
—¿A qué te refieres?
—No quiero caminar más.
—Ya llegamos. Cada vez falta menos, mi vida.
—Quiero volver.
—Tranquila. No te sientas mal por divertirte.
El sollozo le tuerce la boca. Pero es la orden del hombre lo que le ahoga el llanto.
—Tú no te sueltes.

La mujer se levanta con cuidado de no despertarlo. Su camisa blanca es enorme y le cubre por completo las manos. Se acerca a la ventana y abre las cortinas apenas para espiar. La luz le astilla la vista. Tarda en definir los contornos del camino de piedra, las rejas y la calle vacía de su hija. Quizá haya dormido más que uno o dos minutos. Quizá el placer indujera un sueño así, lleno de cosas vacías. Quizá debiera despertarlo y decirle que se marche. Quizá debiera llamar a Silvia, merendar juntas como hacían antes.
Otea desde el vano de la puerta y baja los escalones. Las piedras del camino hierven bajo las chanclas. Un poco de puntillas alcanza a divisar el piano dibujado sobre las baldosas; el juego favorito de Silvia. Aunque las teclas borroneadas más bien parecen las rayas de un animal.

 

Leer Un día perfecto para el pez plátano, de J. D. Salinger

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No tienen prisa las palabras en llegar
por Carlos Skliar

 

Hay veces que el lenguaje obedece y otras que no. Generalmente no. La piedra, por ejemplo, es una palabra que no te entiende. Un gato es, ante todo, una gramática de rebelión. La luna, obedece claramente. Un deseo -que es la punta más rugosa del lenguaje- supone, a partes iguales, desobediencia y desorden.


Viajar. Trazar un círculo completo. Repleto de fugas incapaces.



Despertarse. El estremecimiento diario para intentar que éste no sea uno de esos últimos días.



Lo que se escribe, se deja. Dejar quiere decir abandonar, apartar. Y también ofrecer, dar. Dejo una silla para que te sientes a mi lado o para que te sientes si quisieras o dejo una silla para perderla o perderte de vista. Escribir, al contrario que sentarse, es una silla que tiene, al menos, cuatro posibilidades.



Sobre la tierra hay trayectos, travesías y disparates. Un animal de pelo revuelto hace su trayecto. La mujer que te ha dicho que no pone en orden su travesía. Los disparates hacen el resto. Muchos de los disparates, sobran. Otros, valen mucho la pena. Por ejemplo: sobra el disparate cuando ocurre que alguien muere y aún no había terminado de escribir su frase. Y vale la pena el disparate, cuando ese hombre que muere no muere ni le da tanta importancia a su frase.



El extranjero. Aquel a quien los sonidos de la calle le alcanzan un poco más tarde.



El abuelo le cuenta a su nieto, por enésima vez, aquella historia en la cual casi se convierte en cura. El niño vuelve a escucharla como si fuera por primera vez y por primera vez se da cuenta que esa historia no tiene tanto que ver con su abuelo, sino con su propia existencia. Y llora. Su más que probable inexistencia lo angustia. Hasta que comprende poco a poco que si su abuelo no hubiera sido su abuelo, esta historia tampoco tendría ningún sentido.



El perro espera pacientemente a su dueño. No deja de mirar la puerta que los separa. Para el perro el mundo es sólo esa puerta y una infinita ausencia detrás. Su dueño: una imagen borrosa que pronto, quizá, será caricia.



Por una ínfima hendija se filtra una luz aparente y muy tenue. Como cuando alguien sonríe y todo alrededor parece ser descubierto. La luz es la sonrisa con la que toda oscuridad presume de ser fuego.



Un instante está hecho de moléculas sueltas y de versos que miles de personas intentan escribir. Una hora que pasa puede ser la imposible corrección de las palabras precedentes. ¿Es el verso el que mueve las moléculas? Si uno se encuentra con alguien a quien ama, lo mejor es abolir todas las medidas y dejar que otros escriban sus poemas.


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Ni pío
por Jorge Alonso

 

Salí a buscar unos rayos de sol en este extraño invierno de Barcelona, crucé la bufanda cerca del pecho y me hundí la boina hasta las orejas. Ya en la caminata saqué del bolsillo el cable blanco de los auriculares, que siempre se enreda no importa el esmero que me tome en guardarlos. Quizá sea el espíritu libre de la música que no entiende de izquierdas o derechas. La voz de Leonard Cohen, caía como las hojas del otoño pero esta vez no lograba conectarme con su música: percibí en el auricular izquierdo una interferencia, una chispa que incomodaba mi paseo. Intenté soplando dentro, lo sacudí pero nada. No se por qué intente usarlos al revés, con la L en mi oreja derecha y la R en la izquierda y para mi sorpresa la chispa no solo no desapareció sino que permaneció del lado izquierdo. No era el auricular lo que se había alterado, sino la parte izquierda de mi cuerpo. Mi ojo izquierdo veía las hojas muertas mientras que al derecho le parecían doradas, mi mano zurda tenía frío y se fruncía en un puño mientras la otra marcaba el ritmo de la canción con el índice paralelo al suelo. Hasta el caminar difería, mientras mi costado oscuro se arrastraba, mi parte derecha tiraba hacia adelante como un niño ansioso por llegar al kiosco.

Cuando era chico y me quedaba solo jugando en casa, luego de armar dos ejércitos de soldaditos idénticos, iba cambiando de bando para hacer la lucha lo más simétrica posible, no era raro que los conflictos derivaran todos en tregua cuando me llamaran a comer.

Volví a casa y me senté en el balcón a meditar sobre esto pero el sol de la tarde me acunó hasta entrar en una tibia somnolencia. Como una caricia subliminal se fue metiendo en mi pereza el canto de un pájaro, un trino, después otro, y pronto la música le agregó dimensión a mi modorra. Unos rayos de sol calentando el pecho y el canto del pajarito, trajeron la primavera en plena ola de frío siberiana y pronto llegué a ese punto donde uno entiende que no necesita más para estar bien. Pero ese vértice de sabiduría es más estrecho que la punta de una aguja y siempre pierdo el equilibrio y caigo. De un lado o del otro.

En una cabeceada me espabilé y enderecé el cuello que sonó como un xilofón de madera. Para mi sorpresa el pájaro seguía cantando alegre, como si no se hubiera dado cuenta de que ya me había despertado. Lo busqué con los ojos por el contrafrente de edificios, hasta que me topé con una pequeña jaula cubierta de óxido. No alcancé a ver al intérprete pero di por sentado que vivía allí. Y esa imagen fue suficiente para que el debate de hemisferios se desatara sin campana de largada. Mi parte derecha seguía gozando del pío pío sin preocuparle el espíritu de la melodía, mientras desde la mitad izquierda del recinto una voz de torno estipulaba que es inaceptable disfrutar de la queja de un animal encerrado contra su voluntad.

Ojalá pudiera dar mi opinión en estos dilemas, darle la voz a un ganador, pero nunca estoy seguro y el debate se alarga hasta que me saco los auriculares y subo fuerte el volumen de la vida para no escuchar por un rato.

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Las blabletas del mes
por El Conejo Editor

 

Sting o no Sting, esa es la cuestión

La noticia es abrumadora. Uno no termina de acostumbrarse a ser un eslabón en la cadena evolutiva (¿o acaso creen que somos el final de la cadena?) que vienen unos simples seres inferiores a demostrarnos que son casi como nosotros. No se trata de los simpáticos chimpancés y sus cualidades antropomórficas. Tampoco de los cantarines delfines y su súper inteligencia flipperiana. Tampoco el perro de mi vecina al que, según sostiene, sólo le falta hablar. Un seleccionado de la flor y nata de la comunidad entomológica ha publicado en la prestigiosa revista Science que las trabajadoras abejas no sólo son un dechado de virtudes laborales sino que, además, tienen personalidad. ¿Cómo llegaron a esa conclusión? Encontraron, en el cerebro de los simpáticas apis mellifera, una serie de patrones genéticos que dan cuenta de ello. Lo más interesante del asunto es que el capo a cargo de la investigación se llama Gene Robinson.

 

¡A vender que se acaba el mundo!

El 2012 viene con el estigma maya de ser el último año del calendario, lo que motiva toda serie de predicciones respecto del (hasta ahora) postergado fin del mundo. Sin embargo, los desalmados capitalistas de siempre (incluso el enano capitalista que llevamos dentro) han decidido liquidar los bienes terrenales antes de la hecatombe. Así las cosas, quien ande con la billetera pletórica de dinero podrá adquirir, entre otros bienes, la casa donde Truman Capote escribió Desayuno en Tiffany's; alguna que otra guitarra de la colección personal de quien fuera padre del mentado instrumento, el señor Les Paul, a 97 años de su natalicio (dado que los 100 nunca se cumplirán); o ropa y pertenencias de grandes luminarias de Hollywood como Chaplin, Greta Garbo, Marilyn Monroe, Fred Astaire, Charlton Heston y muchos más que la empresa Julien's Auction Gallery subastará hasta fines de mes. Consultado por este cronista, uno de los altos directivos de la empresa de subastas confesó: "Fin del mundo o no, la subasta era necesaria. En poco tiempo más ya nadie recordará estos nombres y no le vamos a embocar las cosas a nadie". Hecho el fin del mundo, hecha la subasta.

 

De Rusia con amor

Maria Kozhevnikova fue elegida como la mujer más sexy de Rusia en 2011, poco antes de que se presentara (y ganara, claro) en las elecciones a diputados por el partido de Vladimir Putin, un tipo notoriamente menos sensible que Richard Nixon. De su exuberante belleza y del apropiado mote de bomba sexy dieron cuenta los primos conejos de la revista Playboy quienes la contaron entre sus playmates. La desnudez de la flamante diputada armó un revuelo de inesperadas dimensiones en la clase política del gran país del norte. Escándalo que sólo fue opacado por un notición de aquellos: la fuga del hogar de Dorofei, el gato del presidente ruso Dimitri Medvedev. La noticia del felino prófugo convulsionó a la ya convulsionada ex capital de la URSS, al punto tal que el propio Medvedev salió a desmentir la noticia: "Con respecto al caso del gato, fuentes cercanas a Dorofei han dado a conocer que nunca fue a ningún lugar. Muchas gracias a todos por su preocupación". Según una malintencionada versión, ante la desmentida del presidente, el primer ministro Putin le sonrió pícaramente y le dijo, en clara alusión a la flamante diputada: "Yo tampoco tengo nada de qué preocuparme. Mi gato también está donde tiene que estar".

 

Si Thomas no navegues

En el mes de enero James Thomas, bailarín de alma y vocación, se subió al crucero Costa Concordia que naufragó en las aguas del mar Tirreno. Para suerte de la familia Thomas, el joven danzarín pudo salir con vida de semejante tragedia. Pero como los Thomas no ganan para disgustos, Rebecca, hermana de James y bailarina de alma y vocación, fue una de las 1000 personas que quedaron a la deriva a bordo del crucero Costa Allegre. Si está a punto de encarar un viaje en uno de estas mega embarcaciones, asegúrese de que ninguno de los hermanos Thomas está en la lista del ballet estable del crucero.

 

Bonus track

Mientras buscaba en mi bitácora noticias sobre las que escribir, me topé con la foto de "la sirena árabe", un pez manta al que los antiguos confundían con los parientes submarinos de la princesa pergeñada por Andersen y que los tripulantes de un pesquero ruso atraparon en sus redes y filmaron con un celular antes de cocinarlo y comerlo. Para que tengan una idea, es como un tiburón en cuya cabeza luce un par de ojos, algo similar a una nariz y una boca que, vodka y océano mediante, bien podría confundirse con el mitológico animal de voz prodigiosa. Para exorcizar tanta fealdad y charlatanería, recupero para los lectores el video de la canción "Bajo del mar", producto de la habilidad animada de los estudios Disney y que fue el número musical central (y uno de los mejores que han producido) de la película La Sirenita.

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