Contenido

Newsletter

Las novedades de
ESTO NO
ES UNA REVISTA
están a un click de distancia
de tu casilla de correo

Contactos

Escribinos un mail
Seguinos en Facebook
Seguinos en Twitter


Nuestras
Ediciones


 

La palabra une la huella visible con la cosa invisible
Italo Calvino

Escritos

Jesús Carrillo | Entrevista
por Andrea Barone & Javier Martínez

En nuestra visita al Museo Reina Sofía entrevistamos a Jesús Carrillo, actual Jefe de programas, con quién recorrimos la historia del museo en el contexto político y cultural de la España pos franquista; los criterios de colección del museo; la exhibición de las obras y los cambios en la narración que éstas producen; las perspectivas para los artistas jóvenes y la inclusión del arte digital en las colecciones museísticas. Formado como Historiador del Arte, Carrillo es un hombre locuaz, apasionado de la actividad a la que se dedica y generoso al momento de exponer sus ideas y pareceres. ESTO NO ES UNA REVISTA tiene el agrado de hacerles llegar las palabras de quien es el responsable de aquello que se ve en las salas de uno de los museos más importantes de España, no sólo por su envergadura, sino por el criterio con el que formaron su colección desde y más allá de su joya más preciada: el Guernica de Pablo Picasso.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter

Sobre la captura
por Diego Singer

A mi abuelo Mario,
quien me instruyó en el arte de la pesca con caña.

Pues la verdad es la siguiente: ¡el mundo es tan extraño! Comenzando por esa división arbitraria, por ese corte violento que aplica a la cáscara del mundo y que lo secciona en continentes aéreos, acuáticos y terrestres. Hay quien dice que los dioses son los culpables de estas separaciones tajantes, pero no estamos aquí para buscar culpables. Lo que hay no tiene culpa alguna, lo que hay es inocente, inclusive en su génesis. Y lo que hay es hetero-génesis: los continentes difieren tanto que cruzar los límites, muy a menudo, es un modo de tramitar la propia muerte. Las vitalidades aéreas se ahogan en el medio acuático y se vuelven lentas y pesadas en tierra. De aquí la importancia del arte de la navegación, que es capaz de atravesar, con sus particularidades, los tres mundos. Pero no es de este arte del que queremos hablar en esta oportunidad, sino del arte de la pesca. Porque en el primer caso hay trayectos, velocidades, orientaciones. Y en el último hay muerte, trampas y capturas.

Como quien no quiere la cosa, fue Platón uno de los primeros en encarar sistemáticamente la cuestión. En uno de sus diálogos de vejez titulado El sofista realizó una famosa definición de la pesca con caña, que pretendía servir como modelo de definición de la actividad del sofista, harto más elusiva que la de la pesca con caña. Teeteto acuerda con el Extranjero en que la pesca con caña es una técnica adquisitiva (no se trata de producir algo, sino de apropiarse de aquello que ya fue producido). Luego argumentan que podemos adquirir cosas por dos caminos: "el intercambio mutuo voluntario mediante regalos, pagos y mercancías; pero lo restante, que se refiere a todo lo apresado por acciones o por razonamientos, ¿no sería propio de la técnica de la captura?" De aquí que la pesca con caña sea un tipo particular de técnica de captura, una forma de caza flotante con anzuelos.

Nos interesa demorarnos en la distinción entre las dos maneras de adquirir: el intercambio y la captura. En el primer caso estamos insertos en la lógica del mercado. Quien así adquiere el pescado se puede llamar cocinero, pero no pescador. Se trata de la compra-venta, de la transacción entre voluntades libres y no nos engañemos, no hay tal cosa como la libre voluntad del pez. Del otro lado de la división está la captura que a su vez se bifurca en "cuanto se hace abiertamente: es la lucha. Y, por el otro, todo lo que se hace a escondidas: es la caza." ¿Qué encontramos en la captura? Pensemos en la forma de captura de esclavos, es una lucha abierta en la que el ganador apresa al perdedor. Pero la caza (y la pesca, que pertenece a su familia) se hace a escondidas. En desigualdad de condiciones, preferentemente sin que el pez se entere de que queremos pescarlo. En este sentido (y más aún si tenemos en cuenta señuelos, trampas, carnadas que esconden anzuelos), la pesca es un arte del engaño. De ahí la intención platónica de asociar sofistas y pescadores.

Y ahora bien podemos desarticular algunas oposiciones. ¿Hay algo así como el puro intercambio de voluntades libres? ¿Hay transacción mercantil que no sea a la vez una forma de captura? ¿Hay compra-venta sin anzuelo, trampa, sin publicidad? La perdición de los intercambios entre voluntades libres es inevitable si no se sabe encarnar la mojarra viva. Y la captura, ¿no puede dejar de ser simplemente el opuesto de lo voluntario? Quizás lo único que se pueda capturar sea una voluntad. Y seguramente la lucha abierta y la seducción encubierta no sean tampoco excluyentes.

El arte de la pesca con caña es lucha violenta y desigual. Y para capturar en la desigualdad es imprescindible la seducción de una voluntad. Claro, si entendemos "voluntad" no como la elección libre y racional de un humano, sino como el decir "sí" del pez a la seducción que (con la línea, la carnada y el momento adecuado) el pescador despliega. Adquirir y seducir una voluntad, un querer. Adquirir y capturar un cuerpo, el lugar desde donde ese querer se despliega. He ahí el arte del pescador.


Compartir en Facebook      Compartir en Twitter

Pescado / Impúdico
por Andrea Barone

Cuántos y cuántas, variedades de ocasiones, memorables momentos en los que los sujetos son pescados, in fraganti, con las manos en la masa. Algún otro sanciona, marca un te pesqué, incluso luego en ausencia, memorias que se conmemoran a veces, y otras tantas posibles se olvida, pudiendo ir más allá de esas marcas. Pero en el más acá de estas marcas, aunque parezca una obviedad, para ser pescados los sujetos tuvieron que estar previamente sumergidos, nadando en mares de velos y vestiduras estructurantes, ornamentos, atuendos, prohibiciones y pudor. Baño de lenguaje y restricciones pulsionales, síntomas, diversidades, particularidades de entrada a la cultura. 

Pero en esta época y en muchos momentos, más que pescados curioseando, investigando, metiendo narices, oídos o lo que fuere donde supuestamente no corresponde, hay demasiadas ocasiones en las que los sujetos son brutalmente metidos en escenas impúdicas, sin velos; una obscenidad que desgarra, que devasta, que viola intimidades, que amenaza, entre otras cosas, la posibilidad misma de la constitución del pudor y por lo tanto –aunque ya en otros juegos–, del armado de lo erótico para cada quién. Como si no fuese atinado en muchas ocasiones el sustraerse, no ver, e incluso el morir de vergüenza, incluso aunque sea síntoma, y aunque lo quieran medicalizar.

Ahora, en demasiadas ocasiones, hay un exceso en lo que se muestra, en lo que se dice, en las situaciones que se descubren, en lo que queda sin velos, un exceso que está demás.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter

La escritura del Yo
por Jota G. Fisac

La autobiografía es el relato que el yo hace de su propia vida. Solamente un escritor escribe una autobiografía, y ello quiere decir que de la misma manera que ese escritor no puede evitar que la vida que está viviendo se filtre es sus ficciones, tampoco puede impedir que los personajes de sus novelas y la forma en la que enfrentan los conflictos contaminen su relato autobiográfico. Preguntarse qué engaño es considerado de peor gusto, si atribuir a otros lo que es de uno y llamarlo ficción o inventar historias que se presentan como propias, me parece innecesario frente a la cuestión: ¿qué le queda al escritor que no quiere ser un memorialista, ni un diarista, ni tiene la necesidad de realizar una confesión, sino que solamente quiere escribir su propia biografía? Probablemente lo que le queda es la forma y el estilo, porque esas cuestiones formales, siempre atractivas, son especialmente importantes en la escritura autobiográfica, ya que añaden a la autoreferencialidad de la narración propiamente dicha (referida a un tiempo pasado), la del sujeto que escribe (en tiempo presente).

Dos de los episodios autobiográficos más originales de la literatura contemporánea los han escrito Thomas Bernhard y John M. Coetzee. El escritor austriaco dejó cinco novelas cortas de reconocido corte autobiográfico (reunidas en el volumen Relatos autobiográficos, Anagrama 2009) que presentan un magnífico contrapunto al narrador de muchas de sus novelas. Coetzee nos ha dejado tres volúmenes que recorren episodios de su infancia, su juventud y su madurez. Ambos autores cuestionan abiertamente el relato autobiográfico en su forma convencional (la que se muestra como una representación realista de los hechos sucedidos en el pasado y narrados desde el tiempo presente) y señalan la imposibilidad del mismo, pero la forma en la que lo hacen es distinta en uno y otro caso. Bernhard señala, junto a los hechos que relata en primera persona, la inevitable incertidumbre de su veracidad: la imposibilidad de contarse uno mismo. Por su parte, el escritor sudafricano le da una nueva vuelta de tuerca al estilo de la autobiografía, al asumir por completo que uno nunca sabe quién es, y que son los otros los que nos dicen quiénes somos. En Verano (Mondadori, 2010), último libro hasta el momento de la serie, el escritor J.M. Coetzee ha muerto y un joven inglés está preparando su biografía, para lo cual se entrevista con cinco personas que tuvieron relación con el difunto escritor. En una de esas entrevistas, Sophie, compañera de Coetzee en la Universidad de Ciudad del Cabo, le pregunta al biógrafo por qué no le han bastado, para escribir el libro, las notas, los diarios y la correspondencia que Coetzee dejó tras su muerte. Su respuesta es toda una declaración de intenciones: "Como documentos son valiosos, desde luego, pero si quiere usted saber la verdad tendrá que buscarla detrás de las ficciones que elaboran y oírla de quienes le conocieron personalmente".

Pero hay más coincidencias entre estos dos enfoques autobiográficos, como la que tiene que ver con la forma en la que se montan los relatos. Lejos de la creencia de que un relato funcionará (convencerá) en la medida en que la relación entre unos hechos y otros vaya dotándolo de un sentido, ambos autores apuestan por la fuerza de las imágenes, por el abordaje del todo desde (sólo) algunas de sus partes, dejando a la ausencia, al silencio, a la elipsis, un papel de primer orden. Cada uno de los cinco libros de Thomas Bernhard está construido sobre una o dos imágenes. En El sótano, uno de los más brillantes de la serie, el narrador, un estudiante de bachillerato de 16 años, al bajar desde su casa una mañana y llegar al cruce que le señala la dirección del colegio, escoge la otra dirección, "la dirección opuesta", que lo llevará al más marginal de los barrios de la ciudad donde en vez de las aulas le espera el almacén en el que empezará a trabajar como aprendiz. En El aliento, un joven de dieciocho años nos relata los meses que rodean a su ingreso en el hospital por un problema pulmonar y cómo, recluido ya en "la habitación de morir", decide que ese es precisamente el momento de empezar a vivir. En Verano, las cinco entrevistas que el biógrafo realiza son cinco imágenes que nos remiten al difunto escritor J.M. Coetzee desde diversas perspectivas: Julia, que tuvo una relación efímera y superficial con el escritor, nos presenta a un amante mecánico y carente de todo atractivo; Margot, su prima y amiga íntima, con la que pasa una noche en la pickup averiada en medio de ninguna parte, pone sobre la mesa el conflicto del origen blanco en Sudáfrica; su colega Sophie nos sorprende, en un encomiable juego de autocrítica por parte del autor, con las dudas sobre el valor literario de la obra del desaparecido escritor J.M. Coetzee.

Y esos relatos concentrados en pequeños acontecimientos que no forman parte de una cadena organizada, sino que se muestran desnudos ante nuestra mirada, son extraordinariamente informativos, al evitar el sentido manipulado (ficticio) que suele darse a la narración cuando se construye sin fisuras. Pero eso sí, una cosa bien distinta será preguntarnos por los protagonistas de esas narraciones: quién es el narrador en primera persona de los libros autobiográficos de Bernhard y quién el difunto escritor J.M. Coetzee. Porque de antemano sabemos que la verdad de los autores, más que en sus libros reconocidamente autobiográficos, cuyos relatos eluden por completo la verificación, está en sus otros libros, los que en conjunto conforman su verdad literaria.


Compartir en Facebook      Compartir en Twitter

Los cuentos siniestros | Kobo Abe
por Javier Martínez

El sello editorial Eterna Cadencia acierta un pleno en su apuesta de acercarle al público hispanoparlante el libro "Los cuentos siniestros", reunión (más que compilación) de textos escritos por el japonés Kobo Abe entre las décadas del '50 y el '60. La publicación, traducción directa del japonés a cargo de Ryukichi Terao, abre el juego a un par de necesidades para abordar la transmisión de la lectura de este puñado de cuentos fantásticos, en el amplio sentido del término y siendo lo fantástico, a su modo, el material con el que están modelados los textos reunidos.

La primera necesidad es la de ubicar a Kobo Abe dentro de la tradición literaria japonesa; entendiendo como tal no sólo la proximidad al gregarismo cultural nipón, a una línea de inclusión imperial o a la esencia literaria del haiku, sino a las torsiones que otros escritores japoneses han impreso en la literatura del sol naciente. Como textos de posguerra, atravesados por esa cicatriz indisimulable que dejaron las devastaciones de Hiroshima y Nagasaki, es imposible no reconocer, en la construcción narrativa y simbólica los hilos que Occidente entramó tanto por mérito artístico como por el exterminio nuclear en la cultura japonesa. La ruptura del discurso social y la intrusión del individuo como pivote necesario para leer una "nueva" realidad es un movimiento nada casual en ese contexto histórico; tampoco lo son la inclusión de las vicisitudes del sujeto y su devenir, ni la pertenencia y la identidad más como duda y motor que como certeza. La pregunta sobre qué es la literatura japonesa (y qué papel juegan textos como los de Abe en ella) no es sino una pregunta sobre qué es el extranjero en Occidente y hacer con ese distinto, cómo abordarlo, si es posible comprenderlo; es decir, resumirlo, absorberlo, digerirlo. En definitiva, Lo Japonés no deja de ser, en su tajantes diferencias con la cultura occidental, una constante presencia que nos interpela sobre quién es ese otro; o, lisa y llanamente, sobre quién es el otro. Los textos de Abe, su estructura narrativa, su uso de la lengua y del imaginario, sus incursiones en el género fantástico, sus usos cercanos al policial negro, mundos ficcionales que permiten algo del orden de la comprensión, le dan una chance a esa (casi desesperada) búsqueda de un modo de nombrarlo que funcione como calmante para tanta pregunta. Quizás por ello la editorial Candaya introdujo la novela "Idéntico al ser humano" con una exclamación en letras rojas: "¡Kobo Abe, el Kafka japonés!". La traza de sus escritos con la literatura del (en muchos puntos tan extraño como el japonés) escritor checoslovaco, opera como un punto de anclaje (innecesario) para internarse en ese imaginario ajeno y tranquiliza en tanto parece ubicar (mero reflejo distorsivo) al otro en las antípodas geográficas y simbólicas. Pero, como toda ilusión, dura lo que el ensueño: Abe no es Kafka y la literatura japonesa, por más Murakamis que produzca su mercado, nunca será aquella que suponemos familiar.

Otra de las cuestiones, precisamente ligada a lo familiar, tiene que ver con la necesidad de entender el por qué del título de esta reunión y encontrar en él una clave de lectura. Para eso, una vez más, parece necesario echar mano de otro referente de la cultura occidental, tan cuestionador del rasero simbólico como Kafka: Sigmund Freud y su definición de lo siniestro. Probablemente más sobre la superficie de su conceptualización que en sus profundidades, lo siniestro como lo reprimido y opaco de lo familiar, de lo cotidiano, calza como posible acercamiento a lo que los cuentos de Abe le muestran y le ocultan al lector. Esa línea de interpretación es la que toma Anna-Kazumi Sthal en sus precisas palabras de presentación en la contratapa del libro y de las cuales se puede hacer uso con cierta facilidad: "Lo siniestro en el universo de Kobo Abe merodea en lo cotidiano, observa desde atrás del lugar común, o del progreso prometedor, como al acecho. Es un siniestro incorpóreo, ubicuo. Abe somete los valores corrientes a una mirada satírica y perspicaz que expone la lógica siniestra que subyace en ellos". La pregunta cae de madura: ¿es necesario leer los cuentos reunidos bajo ese título en perspectiva de lo siniestro? Los textos de Abe, por sí mismos, constituyen un discurso potente sobre la realidad a la que aluden y el sesgo que le imprime el título no es sino una de las tantas perspectivas desde la cual es posible leerlo.

El despliegue de situaciones extremas que el japonés expone como llagas, tiene la virtud de constituir un verosímil aún en cuentos como "El huevo de plomo", un texto de ciencia ficción que aborda lo que le sucede a un hombre de nuestra era que hiberna en el mencionado huevo durante ochocientos mil años. El desarrollo de ese redescubrimiento del mundo, la mirada ácida sobre la evolución de las especies, el juego de espejos en los que el hombre se mira una y otra vez, es un claro ejemplo de la precisión con la que Abe puso su mirada en el Japón de posguerra y, por ende, en el resto mundo. Un perro detestable, capaz de matar a mordiscones, que es heredado por un hombre cuando su mujer lo abandona; un muerto que aparece sin explicaciones en el departamento de un hombre tan común como cualquiera que se precie de tal; un boxeador que se juega el todo por el todo contra su rival y "reflexiona" a medida que boxea; un delegado que enfrenta el interrogatorio de un jurado de caníbales; son los emisarios/personajes de este exquisito libro cuyo corpus parece rotar sobre el eje de sus preguntas sobre el extranjero, sobre el otro, sobre aquel tan lejano y desconocido como el más próximo de nuestros semejantes.

Eterna Cadencia | 2011


Compartir en Facebook      Compartir en Twitter

Tiburona
por Lionel Klimkiewicz

Hace muchos años tuve la oportunidad de leer en un clásico libro de psicoanálisis escrito por Oscar Masotta un epígrafe que decía: la mujer es más recóndita que el camino por donde en el agua pasa el pez. Sin duda es una comparación muy sorprendente en tanto la relación de superioridad de los términos comparados da mucho que pensar, teniendo en cuenta lo irrepresentable de la senda que cualquier ser que se desplace por el agua puede dejar. La frase nos dice que en la mujer hay algo de incognoscible, innombrable, de indecible, mediante una comparación de gran eficacia expresiva producida, entre otras cosas, por la gran distancia existente entre los elementos utilizados en su construcción.

Esa frase de aquel libro la recordé hace poco al leer Los Cantos De Maldoror escritos por el Conde de Lautreamont. En alguna parte del segundo Canto, Maldoror es testigo de cómo tres tiburones machos se enfrentan a una hembra hambrienta, a la cual el protagonista salva intercediendo en la lucha en medio del mar. Lautreamont, amante de las metáforas, las comparaciones y las imágenes, compone una "figura femenina" mediante una representación bestial, que se presenta entre lo bello y lo terrorífico, en el límite de lo soportable, que vale la pena compartir aquí:

"…Se encuentran frente a frente, el nadador y la hembra de tiburón, salvada por él. Se miran a los ojos durante algunos minutos; y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Giran en redondo, nadando, sin perderse de vista, y se dicen para sí mismos: "me he engañado hasta ahora; he aquí alguien más malvado." Entonces, de común acuerdo, entre dos aguas, se deslizaron el uno hacia el otro con mutua admiración; la hembra de tiburón abría el agua con sus aletas, Maldoror la sacudía con sus brazos, y reteniendo ambos la respiración, con una veneración profunda, cada uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Llegados a tres metros de distancia, sin hacer ningún esfuerzo, cayeron bruscamente uno sobre otro, como dos amantes, y se abrazaron con dignidad y reconocimiento, con tanta ternura y tanto cariño como lo harían un hermano y una hermana. Los deseos carnales no tardaron en seguir a esta demostración de amistad. Dos muslos nerviosos se adherían estrechamente a la piel viscosa del monstruo, como dos sanguijuelas; y los brazos y las aletas se entrelazaban alrededor del cuerpo del objeto amado al que rodeaban con amor, mientras que sus gargantas y sus pechos no formaban más que una masa sórdida con exhalaciones de algas marinas; en medio de la tempestad que continuaba castigando, a la luz de los relámpagos; teniendo por lecho nupcial la ola espumosa, transportados por una corriente submarina como en una cuna, rodando sobre sí mismos hacia las desconocidas profundidades del abismo, se unieron en un acoplamiento largo, casto y repugnante…"


Compartir en Facebook      Compartir en Twitter


A besos, por tu sangre: Vicente Luy
por Viviana Abnur

"Empiezo por la más obvia, ¿qué es poesía?
En teoría, la única ciencia que se ocupa del problema"

Así dice Vicente Luy, argentino, cordobés, nacido el 3 de mayo de 1961 y recientemente fallecido en la ciudad de Salta.

Lo escuché leer una sola vez, y me llamó la atención ese hombre delgado, nieto del poeta español Juan Larrea, que estaba como petrificado a la silla, balbuceando los poemas de La sexualidad de Gabriela Sabatini. Lo crucé a la salida del baño. Me dio su libro. Nervioso. Amable. Sin embargo, poeta provocador escriben, aunque nada más alejado de mi recuerdo de aquella noche. Sólo sé que su libro me impactó y que vivió atormentado.

Nos deja: Caricatura de un enfermo de amor, La vida en Córdoba, Aviones, No le pidas peras a Cuper, La sexualidad de Gabriela Sabatini.

¿Qué sentí mientras esperaba dormirme?
Que ni estaba más lúcido ni más en contacto.
El desinterés cósmico; eso sentí.

Compartir en Facebook      Compartir en Twitter

El gran pez
por Javier Martínez

¿Qué diferencia hay entre el océano navegado por Melville y el navegado por Hemingway? Desde la misma historia del mundo, podría decirse ninguna. Desde la propia vida de ambos escritores, la cosa toma otro color. Y la obra que ambos produjeron, va en saga con esa perspectiva que tiene que ver más con el mundo entendido como la fracción de tiempo que el hombre vive sobre la faz de la Tierra y cuyos mares surca en pos de trabajo, aventuras, viajes, que como el lugar físico que nos precederá y sucederá hasta que la historia diga lo contrario.

Nacidos ambos en Estados Unidos, las vidas de Melville y Hemingway tienen, como las olas del mar y la playa, momentos de cercanías y lejanías. Que ambos hayan escrito novelas icónicas cuyos protagonistas van a la pesca y caza de enormes ejemplares marinos, más que una coincidencia es un punto de partida para pensar el mundo que cada uno vivió. Nunca solapadas sus existencias (Melville murió en 1891 y Hemingway nació en 1899), tanto el cachalote que Ahab persigue en Moby Dick como el enorme pez vela que atrapa Santiago en El viejo y el mar son, a su modo, una síntesis, una metáfora y una alegoría de sus tiempos.

Melville fue un hombre que transitó los mares en varias oportunidades, comenzando sus travesías marítimas a los 19 años de edad. En una de sus vueltas al mar, en 1841, se embarcó en un barco ballenero el cual abandonó, año y medio después, en una isla de la polinesia francesa; donde convivió con una tribu de caníbales y desde donde escapó en un barco mercante que lo dejó en Tahití, donde fue llevado a la cárcel. Estos viajes son la materia prima de sus escritos. Primero, con forma de novela de aventuras y de acercamiento a los lectores de un mundo exótico y lejano; luego, más precisamente a partir de Moby Dick, proponiendo una lectura más profunda donde se debate los conceptos de el bien y el mal, los devenires de la vida, las puestas en marcha de los mecanismos más ocultos del ser humano. Es decir: transforma su propia geografía simbólica y todos los mares del mundo (representados en el largo recorrido del Pequod y la ubicuidad de la ballena blanca) no son sino el territorio íntimo de cada quien, donde la venganza, la sumisión, la voracidad, la premeditación, lo animal, se encarnan en lo que cada quien sabe (o no, pero intuye) de sí. Quizás el enojo de los lectores de su época, que lo condenaron al margen del éxito y el reconocimiento que se había ganado hasta entonces, estuviera entroncado con esa exposición del mal (y de las posibilidades del mal en el propio lector) y con el abandono de las aventuras que siempre son vividas por un Otro. Desde otra perspectiva, Moby Dick es una novela cuya decantación produce un efecto dual: el de la identificación con el sobreviviente Ishmael, noble, parco, desencantado; y la seguridad de que algo de la terquedad, la sed de venganza, lo avasallante y el egoísmo de Ahab roza nuestras almas aventureras.

A los 19 años de edad, Ernest Hemingway cruzó el océano con destino a la guerra. No enlistado como soldado presto a combatir en el frente de batalla, sino como cronista de guerra, como testigo privilegiado de la Primera Guerra Mundial, como otros tantos escritores, alguno de los cuáles se encontraría, ya herido en el frente y con una rodilla rota, en la París de los años 20. Volvió a cruzar el océano para la Segunda Guerra Mundial, donde cubrió el desembarco de Normandía y en la cuál mató a unos cuántos enemigos, según sus propios dichos. Y, luego, se instaló en Cuba, donde vivió dos décadas. De ese barro está hecha su novela El viejo y el mar. Lo que se hace con la vida, incluso con la pobreza, el cansancio, la vejez y el infortunio, es lo que se resume en Santiago, un viejo pescador que, a pesar de la sequedad de sus capturas, insiste con salir al mar a buscar ese pez que lo redima del fracaso, ese pez que le devuelva la dignidad de pescador, de hombre, al fin y al cabo; un pez que le permita seguir siendo sostenido, por su ex joven compañero, como el mejor pescador de todos. Lo cual se cumple a medias, claro, ya que si bien el viejo Santiago se las apaña para capturar al pez vela más grande del que tuviera recuerdos y atarlo a la vera de su bote, un cardumen de tiburones se dará la gran panzada con el símbolo del éxito. El que lo vacíen de carne no le quita entidad a esa pesca, todo lo contrario, le da la consistencia simbólica del hombre que ha logrado aquello que los demás nunca pensaron que conseguiría.

Si los océanos y sus vicisitudes fueran las metáforas con las que se escribieron ambos relatos, el mundo contemporáneo de Melville estaba más preocupado por el descubrimiento del ancho mundo, aquello que sólo los viajes extensos en espacio y tiempo podían ayudar a descubrir; un mundo que estaba asistiendo a las primeras transformaciones tecnológicas, como lo certifica la primera exposición internacional de Londres, realizada el mismo año de la publicación de Moby Dick. Un mundo donde, a pesar del acatamiento a las enloquecidas (y enloquecedoras) órdenes del líder, se construía en base al esfuerzo común, a la necesidad del trabajo donde lo colectivo (la tripulación) era baza fundamental. Luego de las dos guerras mundiales, el mundo contemporáneo de Hemingway se resume en la transformación como producto del esfuerzo individual para sortear la exclusión a la que el sujeto puede ser sometido socialmente (es decir, expulsado de cualquier posibilidad económica, sea monetaria o no) y, de algún modo, dibuja los contornos más amargos del self-made man pregonado por los norteamericanos, vencedores de esas siniestras guerras que pasaron por la pluma de Hemingway.


Compartir en Facebook      Compartir en Twitter