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El arte es el movimiento perpetuo de la ilusión.
Bob Dylan

Sonoridades

Abraçaço ¬ Caetano Veloso
Universal ¬ 2012
por Alejandro Feijóo

Érase una vez un músico de 70 años de edad y casi tantos otros de carrera, con medio centenar de discos a sus espaldas, que seguía regalándonos un material nuevo que resultaba al mismo tiempo novedoso. Un señor que, apoyándose en una trayectoria categóricamente influyente, inscrita en el bronce de la música popular contemporánea, paseaba por la senectud reinventando sus señas de identidad tropicales, ora electrificándolas, ora dulcificándolas, subvirtiendo su poesía en conceptos más precisos y a la vez más llanos y también más profundos. Y además de todo eso (e incluso de hacernos bailar) es él quien se acerca a darnos un abrazo que –para colmo– trae sufijo aumentativo.

Desde el título fraternal hasta la canción privada que lo cierra, el último trabajo de Caetano Veloso conforma una búsqueda constante que atraviesa capas sonoras de electricidad, canción-protesta a la vieja usanza, aristas líricas delicadamente tensas y una lija melancólica que nos permite engañarnos y sonreír con los pinchazos de las espinas. Quien lo escuche difícilmente se sorprenda con Abraçaço, siempre que haya observado de cerca la carrera reciente del artista bahiano y no se haya encadenado a esas cosas tan hermosas que sonaban tres o cuatro decenios atrás. De ser asá y no así, probablemente le sobren la distorsión o los arreglos asimétricos que le han permitido construir el transrock, ese género híbrido desde el nombre, cofundado con el trío BandaÇê que lo acompaña desde aquel (2006) que más tarde procreó en Zii & Zie (2009). Este Abraçaço, pues, viene o vendría a cerrar esta suerte de trilogía que tiene a su hijo Moreno Veloso en la bendición, perdón, en la producción, aunque con una impronta menos roquera que las dos entregas anteriores, pues donde antes la guitarra se hacía novedad y derrapaba, ahora se enfrenta a una hibridación ya consolidada.

Si se le hace un corte transversal, Abraçaço se hace fuerte alrededor una columna vertebral conformada por tres canciones. En Estou triste la melancolía es extrema, conducida por una letra tan simple como contundente en la que no hay obsesión por la ascendencia de la tristeza: solo la constatación de su presencia; es decir, no hay razón por la cual “o lugar mais frio do Rio é o meu cuarto”, simplemente lo es. Um Comunista es otro de los hitos de la placa. Se trata de una composición larga en homenaje al comunista brasileño Carlos Marighella. La correspondencia con temas como Base de Guantánamo (Zii & Zie) o Haití (Tropicália 2, 1993) es bastante evidente, al igual que la concreción de versos como “Foi aprendendo a ler / Olhando mundo à volta / E prestando atenção / No que não estava a vista / Assim nasce um comunista”, los cuales encierran más peso específico que muchos manuales doctrinarios. Por último, la canción que da título al disco ofrece el superabrazo como antídoto contra todos los males de la tecnificación y la soledad, aunque el chisporroteo de la guitarra nos obligue a permanecer en guardia: no en vano “o acaso é o grão-senhor”.

En el forjado de estos pilares se suceden las sorpresas de sabores comunes. El funk contagioso de A bossa nova e foda abre el disco con un torrente eléctrico que es algo más que una declaración de principios sobre la bossa y que abarca alusiones al minotauro, el jazz y a luchadores contemporáneos. En un margen similar se inscriben O impèrio da lei, la festiva canción que pide castigo para el que mata y (más) para quien manda matar; la eléctrica Parabéns y su coro cacofónico, y Funk melódico, otro tema dual, cuya fuerte propuesta rítmica se siembra alrededor de una percusión racial, coronada en un estribillo melodioso suelto entre fraseos de rap. El discoalberga también entre sus brazos temas como Quero ser justo, una canción que carga con el eco de los registros más clásicos de Veloso –un aire a tema de Cores, Nomes (1982) o Uns (1983)– y que, por hacer gala de esa atemporalidad, puede resultar una de las composiciones menos sólidas de Abraçaço. Y mientras Vinco nos trae la dulzura teñida de melancolía blusera y Gayana es una nana de doble despedida, Quando o galo canto resulta acústica y sensual: una guitarra acústica, el trovador recitando sobre el silencio, un amanecer y dos amantes que no pueden despegarse el uno del otro. Un acto tan simple como recibir este regalo de un músico de 70 años de edad y casi tantos otros de abrazos.

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Breves: Clinton, el bueno
por Javier Martínez

Nacido en Carolina del Norte, en 1941, George Clinton ha sido uno de los músicos más influyentes de la década del '70. Con sus proyectos colectivos, abrió un abanico de posibilidades para el funk, desde la propuesta experimental de Funkadelic hasta el sonido más digerible de Parliament, ambas bandas compuestas por los mismos músicos comandados por el bueno de George. Tal fue el grado de expansión de la onda musical de Clinton y los suyos que el sonido que los hizo únicos dio lugar al término P-Funk, el cual se ha convertido en todo un concepto. Hasta que el 1981, Clinton decide clausurar las experiencias grupales y se lanza a sacar discos solitas. Con cualquiera de sus disfraces, sean los lujosos que fueron sello distintivo de su tránsito en los escenarios, sean los de las complejidades sonoras al momento de componer para cualquiera de sus proyectos, construyó un sonido propio, con una amplia riqueza de texturas, tramas y cruces, cuyo efecto en los pies sigue siendo el mismo: irrefrenables ganas de bailar.

 

Editado en 1982 por el sello Capitol, Computer Games es el primer disco solista de George Clinton. Con su característica potencia, explota en el disco la mejor proporción de los elementos musicales de Funkadelic y Parliament y los tamiza con los sonidos que por entonces estaban a la vanguardia de la música dance. Con esos ingredientes modeló un disco que lo volvió a ubicar en altos niveles de popularidad y que influyó, como pocos en el imaginario de las nuevas generaciones de músicos negros que fueron los pilares del hip-hop. Prueba de ello son los samples de Atomic Dog que MC Hammer, Ice Cube, Snoop Doggy Dogg, Dr. Dre, 2Pac Shakur, Public Enemy y Redman, entre otros, hicieron suyos.

 

Cuando el sello Westbound editó, en 1971, el LP Maggot Brain, no podían adivinar que sería el último que registraría la formación original de Funkadelic. Agregándole nuevos ingredientes al ambicioso (y por momentos majestuoso) proyecto musical de Clinton, el bueno, embebió en su P-Funk los sonidos del gospel, la psicodelia y el soul. Con guitarras que rozan lo más hardcore del rock, el tema que da inicio al disco homónimo, se ha proyectado sobre años posteriores en las versiones que le dedicaron Pearl Jam, Santana y John Frusciante.



Considerado el mejor de los discos de Parliament, Mothership Connection, editado por Casablanca en 1975, es un álbum conceptual sobre la mitología P-Funk, el colectivo de personajes encarnados por las bandas lideradas por George Clinton. Netamente influido por la estética trekkie y usando el espacio exterior cómo metáfora para el destino de la comunidad negra estadounidense, se convirtió en el primer disco de oro de una banda que, desde este disco en más, incorporó a Maceo Parker y a Fred Wesley, legendario trombonista de James Brown.



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Jugando con Aute
por Pablo Cerezal


No hace mucho conocí a un tipo que mostraba cierta intriga hacia una canción por la que yo siento verdadera pasión. Para ser sinceros, es un breve interludio musical que puede conducir a todo un desvarío filosófico o, por el contrario, al más vacuo de los desprecios. Emprendía esta publicación su número 25, dedicado a “La gallina”, y ante la posibilidad de inaugurarme como articulista, le recomendé al editor la canción a la que me refiero, La gallina de los huevos de oro, que forma parte del artefacto que engendró, allá por 1994, ese creador renacentista llamado Luis Eduardo Aute. Al poco tiempo recibí su respuesta, aceptando leer esta nota y, entre dientes, dijo algo de un exabrupto.

Es en el conjunto de canciones que conforman el libro-disco Animal uno donde se inscribe la cancioncilla de marras. Y digo cancioncilla, sin ánimo despectivo, porque más que canción, como el resto de registros sonoros de Animal uno, podemos hablar de fugaz experimento, breve salmodio, melódica broma o simple juego de palabras musicado. Porque no se trata de un álbum musical al uso sino de un artefacto en que el poeta de Manila comienza a dar rienda suelta, libre de los decimonónicos corsés de la industria discográfica, a las más preciadas de sus pasiones: el erotismo, la ironía, lo sagrado, lo pictórico, la palabra... el juego. Porque la música, como la poesía, como todas las artes que de tales se precien, será puro juego o no será.

Contiene por tanto, el álbum, pequeños extractos melódicos de no más de 1 minuto y 30 segundos (honrosa excepción la de “Ánimo, animal”, con sus desafiantes 4 minutos y 43 segundos) y 5 o 6 frases, a lo sumo. Pero... ¿y el libro? El volumen, de delicado diseño que lo convierte en objeto cercano a la obra de arte, contiene infinidad de pequeños poemas que, dada su peculiar característica lúdica (no sólo en lo textual sino también en lo visual), el autor decidió llamar “poemigas”, de nuevo jugando con la palabra para definirnos esas migas de poesía esparcidas sobre esta ornamentada mesa en que habrá de celebrarse un verdadero festín de los sentidos. Efectivamente, son retazos, retales, extractos que bajo el disfraz del juego de palabras nos invitan a naufragar en una marea de perspicaz puerilidad e infantil filosofía, de moribunda vida e imperecedera muerte, de abominable amor y acaramelado odio. Como colofón, una serie de dibujos, cuajados de erótica poesía, realizados con bolígrafo y llamados por tanto, por el autor, “boligrafías”. Puro juego, ya digo, aunque él lo expresa mejor en una de sus “poemigas”: El jugo del ego es el juego.

Y es ahí, en el interior de este artístico artefacto que venimos describiendo, donde se encuentra ubicada La gallina de los huevos de oro, que puede ser considerada un compendio, en 1 minuto y 32 segundos, de las fabulaciones a que las viejas fábulas que modelaron nuestra infancia (y despedazaron, de antemano, nuestro presente) nos empujaron a más de uno, o como un anatema llamado a desmantelar las intrincadas falacias de la religión, o como una advertencia de que más valdría no jugar con fuego si pretendemos mantener intacta nuestra piel y nuestra psique o, al fin, como un exabrupto, principalmente por la frase que canturrea, en impostado falsete, Luis Eduardo Aute al final de la canción. Por ello, me explicó mi flamante editor, desechó la idea de utilizar esta tonada como leit motiv para la publicación en honor a “la gallina”.

A mí, simplemente, tal frase me hace sonreír, y consigue que aplique mayor sentido a las precedentes, convirtiéndolas en un guiño del autor hacia mis ganas de jugar cuando escucho música, cuando leo poesía... jugar y no ser dirigido hacia un sentido único como lo haría guiado por un mesías, un profeta o el dirigente de una secta (que, al caso, son las mismas cosas). Sinceramente, me aburre ese mentiroso proceder con que crean sus obras tantos y tantos de los que hoy día dan en autoproclamarse artistas: músicos que te indican la ropa que has de usar para ser más rebelde, escritores que te imponen su mercantil modo de pensar para que gustes de sus frases vacías, cineastas que marean tu sentido motriz a base de estallidos y dimensiones terciarias para que sientas la pura emoción, y en ese plan...

Por eso considero a Luis Eduardo Aute un creador renacentista, como los que antaño se entregaban, indisciplinados, a las diferentes disciplinas del Arte logrando ser verdaderamente excelsos en cada una de ellas. Porque, como aquéllos, Aute demuestra que nada hay más serio que el juego. Porque el juego nos hace niños, y la más creativa de las miradas es aquella con que el niño comienza a descubrir la vida.

Por cierto, lo olvidaba, la canción dice así:

Le dijo el Rey Midas a Cristo:
–Si te dejas tocar por mí,
transubstanciaré tu cuerpo
en panes de oro.
Y Cristo le respondió:
–¡Tócate mejor los huevos,
so gallina!

Y, rizando el rizo del juego, Aute volvió a grabarla en 2009, para el tercer volumen de su inmortal Auterretratos, añadiendo estas palabras, musitadas al final de lo ya compuesto:

... y se los comió.

Tal vez debería conversar con el editor de la revista sobre lo que él considera un exabrupto. Porque ahora dudo: ¿se refería a la exclamación final de la canción original o al susurro añadido en la canción revisitada?

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Fourth Corner ¬ Trixie Whitley
Strong Blood Records ¬ 2013
por Alejandro Feijóo


Este cronista vivía en la inopia en lo que se refería al conocimiento de Trixie Whitley hasta que Daniel Lanois convocó a la cantante para su último proyecto, Black Dub. El descubrimiento produjo un torrente unidireccional de pasión que incluyó pedidos mentales de matrimonio que fueron sabiamente ignorados por esta artista estadounidense nacida en Bélgica. Habiéndose conformado quien escribe con el hallazgo sonoro, se lo ve volver una y otra vez a aquel disco mientras intenta reinyectarse el efecto electronarcótico descrito en ESTO NO ES UNA REVISTA números atrás. La noticia de la publicación de su primera placa como solista se convirtió, apenas iniciado febrero, en una de las noticias de 2013.

Whitley vive en la música desde las hélices de su ADN. Hija del cantante y compositor Chris Whitley, su infancia y juventud fueron un trasiego de giras, trasnoches y estudios de grabación que funcionaron como preludio iniciático y trampolín de su precoz implicación artística. Baterista y bailarina, entre otras categorías, la carrera de su yo musical comenzó tras la muerte de su padre en 2005. Sus fabulosas condiciones musicales –que no su apellido– la llevaron a codearse con críos de la talla de Marc Ribot, Robert Plant o Meshell Ndegeocello, quien colaboró en la grabación de su primer EP. El salto al larga duración era cuestión de dejar tejer al tiempo, como demuestra la publicación reciente de este Fourth Corner.

Para quien no la conoce, diremos que la voz de Trixie confirma la existencia del infierno en la tierra. Sus descensos hasta esas profundidades conmueven hasta al lirio más mustio. La sensación de estar asistiendo a algo grande resulta permanente así como constante es la pregunta de hasta dónde puede llegar con un registro cuyos ecos remiten tanto al jazz vocal más elevado como al flamenco menos canónico (y, por qué no, a la Janis Joplin más emburrada). Todo ello se encuentra presente en Fourth Corner, aunque el cronista reconoce su dificultad para encajar tanta voz en tan poca canción.

Sí, el intimismo de Morelia promueve una introspección que se sacude por las distorsiones de Hotel No Name. Sí, Irene y su base de Bristol invitan al balanceo mientras Breathe You In My Dreams se viste de blues que no quiere llegar al top ten. Sí, I Need Your Love tiene la tibieza cercana de un corte de promoción mientras Oh, The Joy cierra el disco como en el living de casa. Pero en su (sana) búsqueda de estilo compositivo propio, Trixie derrocha tanto talento vocal que su primer disco queda largo de mangas y corto de sisa. En cierto sentido, todos los discos buenos que le quedan por grabar se encuentran contenidos en Fourth Corner, el cual no acaba de mostrarse firme en su escucha global. Ella no lo sabe, pero la esperaremos el tiempo que haga falta.

 

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Sunken Condos ¬ Donald Fagen
Reprise ¬ 2012

Los mayas habían previsto el fin del mundo para el año 2012. Quizás por eso, Donald Fagen terminó de pulir un disco desde cuyo título, reforzado por su arte de tapa, introduce un revival que va desde el mítico Diluvio Universal a la Atlántida, ese gran fracaso de la civilización ubicado en medio de un mar de dudas. Como en aquella oportunidad, el mundo no tuvo su anunciado fin, ni los progresos científicos quedaron tapados por las aguas; y no por repetirse la falla predictiva pierde consistencia Sunken Condos. Todo lo contrario: al volver una y otra vez sobre él –algo así como un vicio, una fuerza que lleva al oyente a volver a prestarle la oreja–, la nueva aventura solista con la que uno de los fundadores de Steely Dan vuelve al ruedo, 6 años después de Morph the Cat, deja entrever que, en su propia impronta finmundista, lleva las semillas de una resurrección que no es tal. Porque no hay quien vuelva de la muerte anunciada sino mucho más que eso: hay amague, jugarreta, porque se sabe que el mundo es un carrusel que alguna vez se detendrá pero que, mientras tanto, ofrecerá todo lo que tenga para dar. En sintonía con el desbarajuste que provoca la ausencia de lo predestinado, los hilos FM pop con los que Fagen reviste su sonido dejan filtrar los embates del funk, el jazz y el blues que, vuelta a vuelta, comienzan a aparecer con otro peso específico; logrando a lo largo del tiempo, desestructurar la escucha y proponer otras aguas, ya no de diluvio, para navegar.

Fino, límpido, ajustado, sobrio, son algunos de los adjetivos que podrían ser el mascarón de proa de cualquier reseña que se adentre en los entramados de Sunken Condos. Y en su simulación del "más de lo mismo", abre los espacios para que la novedad se recueste sobre los almohadones mullidos de la tradición, la trayectoria, la historia personal de uno de los músicos más personales que los años 80's dejaron como mojones en el tiempo.

 

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The People Watcher ¬ James Elliot
JEM Records ¬ 2012


Bristol fue, sin lugar a dudas, el epicentro de uno de los desprendimientos más interesantes de esa bolsa de gatos (mal) llamada música electrónica: el trip-hop. Movimiento cuyo motor fue el ya clásico Blue Lines de Massive Attack y que abrió la brecha por la que se colaron los sonidos de Portishead, Zero 7, UNKLE, Faithless, Morcheeba y una extensa lista que se extiende más allá de sus fronteras. Los años fueron pasando y el trip-hop fue manteniendo la fidelidad de sus seguidores y consiguiendo una robustez que pocas astillas del tronco musical pop logran per se. Como en todo proceso histórico, algo de la potencia inicial se fue diluyendo en pos de la consolidación. Si consideramos que la esencia de la vanguardia desparrama semillas, no es descabellado que, casi un cuarto de siglo después de su explosión mainstream, dé nuevos frutos. Si The People Watcher es prueba de ello, James Elliot es su artífice y la vocalista Deanne Parker su mensajera. Haciendo gala de lo mejor del trip-hop, tamizado con ese nuevo tag que es el nü-jazz, este EP llega como bocanada de aire fresco, punto de referencia y piedra fundacional de un posible camino musical que puede depararle muy buenos sonidos, temas consistentes y grandes alegrías a los que hacen del trip-hop uno de los sonidos principales de sus discotecas.

Sin desestimar los loops y patrones musicales; haciendo base en bajos, parches, guitarras, cuerdas y sonidos varios cuyo origen (analógico o electrónico) poco importa; sumando la voz femenina como instrumento; extrapolando luces en oscuridades; saliendo al mundo desde el terreno de la música independiente más radical; The People Watcher parece haber sido concebido tal cual suena mucho antes de su manufactura. Una jugada arriesgada de la que la dupla Eliiot & Parker no sólo sale airosa sino que provoca ganas de que el EP pase a las ligas de los LP hechos y derechos. Si a eso se le suma la perspectiva de un buen y saludable futuro para el trip-hop, que parecía adormecido por el peso de su expansión, los cuatro tracks que componen el disco son, más que diamante en bruto, una viva muestra de que la vigencia se construye cincelando novedades.

 

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Video sorpresa

La historia del bajo eléctrico hubiera sido muy otra si el mundo no hubiera sido transitado por Jaco Pastorius. Como en muchos de los grandes saltos estéticos de la música contemporánea ligada al rock, la revolución de este instrumento de cuatro cuerdas la produjo un músico autodidacta. Hasta el salto a la fama de Pastorius, el bajo eléctrico no era más que un instrumento de soporte. Pero el gran Jaco tomó el bajo por el asta y pateó el tablero: le sacó los trastes para hacer un inusual bajo fretless y se puso al frente de la banda, logrando lo que hoy no es sino parte natural de un show musical: líneas de bajo que marcan melódicamente una composición y la manufactura de solos que estaban reservados, hasta entonces, a otros instrumentos. En un recorrido en el que acompañó y fue acompañado por músicos de la talla de Pat Metheny, Joe Zawinul, Joni Mitchell, Al Di Meola, Wayne Shorter y Herbie Hancock, 20 años de su vida le bastaron para ser una marca indeleble en la historia musical; hasta la paliza fatal que le propinara un patovica de un bar en el que Pastorius provocó desmanes en un avanzado estado de embriaguez; y que, pocos días más tarde, le costó la vida.

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