Pablito V. era un fúlmine. Entraba a un boliche y se cortaba la luz. Iba a esquiar e inexorablemente la nieve se derretía frente a sus ojos. Todas sus vacaciones a la orilla del mar eran una abundancia de lluvias y olas de frío polar.

Julio H. era un fúlmine de balcones voltear. No había conocido que no le diera la mano mientras, con la otra en el bolsillo de su pantalón, conjuraba la yeta tocando el lado izquierdo de sus zonas íntimas.

Lucio L. era un fúlmine de esos que rompen lo que tocan, que voltean paredes con solo pintarlas; uno de esos a los que la vida le deparó un rosario de desgracias cotidianas que, mal miradas, fueron fuentes inagotables de estruendosas carcajadas.

A Carlos M. hasta ha dado miedo el sólo hecho de nombrarlo.

Todos y cada uno de ellos, atravesados por la mala suerte. Al modo del Jettatore de Gregorio de Laferrere, fueron por la vida llevando (y soportando) el estigma de no poder correrse de ese destino trágico, del corset ajustado de la desdicha, de la exclusión, de las voces traperas, de los murmullos a espaldas donde cuernitos con los dedos hacia el piso y otros menesteres anti-mufa fueron ejercidos incontable cantidad de veces.

Es cierto que las malas rachas del azar pueden poner a cualquiera contra las cuerdas. Y que una sucesión de eventos desafortunados pueden hacer que el enano conspirativo que todos llevamos dentro (vecino de aquel otrora famoso enano fascista) comience a preguntarnos acerca de los beneficios de seguir sosteniendo una relación con aquel/la que empieza a estigmatizar. Pero también es cierto que el destino, tantas veces ligado como condena a una vida signada por la "mala suerte", puede ser torcido en favor de una vida digna. Que no excluirá, por cierto, pozos, tropiezos, causas ni azares. Y que se hará, sin dudas, rompiendo hechizos; haciendo saltar la banca de los sueños, los proyectos y las concreciones; apostando a la buena fortuna; apropiándose del futuro.