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Es tan difícil no gustarle a nadie.
Osvaldo Lamborghini

Escritos

Rafael Spregelburd ¬ Entrevista
por Javier Martínez

Conversar con Rafael Spregelburd es entrar en una zona de diálogo que atrapa: la charla se extiende en el tiempo y por los cuatro costados, yendo y viniendo por cuestiones que dejan su huella en los caminos del teatro, las producciones independientes, el cine, la crítica, la función del dramaturgo, la del actor y la del director. Cuestiones sobre las que nuestro entrevistado pregunta y se pregunta, responde y conjetura; trazando con mucha claridad el camino que ha transitado y los efectos que ha tenido sobre su propia obra.

La enumeración, sin entrar en detalles, de los galardones obtenidos por Spregelburd constituyen un a priori del cuál es difil sustraerse: multipremiado dramaturgo, tanto en Argentina como en el extranjero; con una gran cantidad de obras traducidas y montadas en Europa y América; traductor de autores de la talla de Harold Pinter y Sarah Kane... Nacido en Buenos Aires, en 1970, le bastaron unos cuántos jóvenes años de trayectoria para constituirse en un referente de la actual escena teatral argentina; un respetado actor y un creador con más de cincuenta obras en su haber.

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Poemas culinarios
por Los editores

Desde los púlpitos soviéticos, la bocha lustrosa de Lenin temblaba de emoción al declarar la violencia como la partera de la historia. Lo que en realidad significaba el intenso de Vladimir era que en la cocina de la humanidad bullían los guisos de las bayonetas condimentados por la clase social que protagonizaría el porvenir. Las cosas después se fueron torciendo, sería inútil negarlo, y los humos de la antítesis hoy ennegrecen aquello que irremediablemente acabará por no llegar nunca.

Es probable o seguro que algunos de los poetas que leerán a continuación abrazaran o hayan abrazado el leninismo. Es igual. Lo importante es que en la cocina de sus poesías refulgen los verbos precisos, los adjetivos cortados en juliana, las sinécdoques a la maryland. Pues cuando un poeta dedica temáticamente sus creaciones a la comida y su proceso de elaboración está en realidad duplicando la metáfora: la cocina está en el poema que a su vez se cocina en la palabra. Doble sazón de lo inasible, doble arquetipo de la papila gustativa.

Quienes esto editamos no sabemos mucho de fogones ni de deslumbramientos verbales, aunque nos gusta creer que nos arreglamos bastante bien en ambas materias. Tampoco somos gente violenta, aunque algunas canas tengamos por haber dejado de gritar. Por ello, con la llaneza del comensal convidado en mesa ajena, los invitamos a compartir estos versos heterogéneos en tiempo y forma, pero comúnmente construidos desde el relamerse y su posterior asombro. Si Lenin hubiera sabido que la partera de la historia cabía en un cucharón, por ahí hubiera conservado algo de su cabellera.

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Música ¬ Yukio Mishima
por Lionel Klimkiewicz

Hace unos meses, buscando un libro en internet, me topé con una novela Música de Yukio Mishima. Como no la conocía, decidí comprarla, ya que –pensé– un libro dedicado a la música escrito por él merecía ser leído. Semanas después, cuando el ejemplar cayó en mis manos, la sorpresa fue mayor al abrirlo: me encontré con el inesperado subtítulo “Una interpretación psicoanalítica de un caso de frigidez femenina”. Entonces, se instaló en mí la cuota necesaria de incertidumbre requerida para comenzar a leerlo y lo hice sin perder tiempo. 

A las pocas páginas, me di cuenta de que continuar requería sacarse esos tontos prejuicios que todos llevamos dentro. Imagínense: el protagonista es un psicoanalista de los que comúnmente se conocen en la jerga “psi” como posfreudianos, seguidor además del daseinanalyse, que no duda en citar a Freud, a Stekel y a Rogers y que, por encima de todo, es japonés, con todo su bagaje cultural de sincretismo religioso a cuestas. Vale como ejemplo la primera visita que le realiza Reiko, la que será la otra protagonista de la novela. Ella consulta porque, según dice, “no puede escuchar la música”, ante lo cual el Dr. Shiomi no duda en prender una radio para comprobar si es cierto… 

Pero en realidad, esta escena casi grotesca da pie al inicio de una historia llena de ironía e inteligencia, cuya trama se va armando tan bien que no se ve empañada por el “caso clínico” implícito en ella. Un argumento construido con diversas escenas en las que la sexualidad, la vida, la muerte y lo femenino se conjugan con sutileza, hasta llevar a la novela a su punto máximo, que se produce cuando… Esperen un segundo… Creo que para explicar lo que quiero decir debo dar un rodeo. Es que en esos días de inicio de la lectura, por diversas recomendaciones y comentarios (casi todas venidas del “ambiente psi”, justamente) me dispuse a ver la película Shame, la que a los pocos minutos de comenzada uno se da cuenta de que es el típico film que hace al deleite interpretativo de algunos psicólogos, sociólogos, psicoanalistas, filósofos, y otros “ólogos”: que el neurótico obsesivo esto y aquello, que la sociedad de consumo tal cosa, que el amor y el capitalismo tal otra… Quería llegar con este rodeo a una cuestión que, tal vez, permita comparar este film con la novela de Mishima: me refiero al tema del vínculo incestuoso. En Shame el asunto es abordado con temor y patetismo, velando con tibias escenas de jueguitos perversos, violencia y promiscuidad lo que en realidad no se anima a decir respecto del vínculo verdadero entre la sexualidad, el erotismo y la muerte. Mishima, en cambio, lo logra con destreza, llevando la trama al punto de llegar a plantear la delgada frontera entre lo repulsivo y lo fascinante, lo desasosegante y lo numinoso, lo horroroso y lo sagrado, sin necesidad de caer en lo obsceno –algo nada fácil de lograr– creando un argumento con la astucia suficiente para que permita pensar si acaso lo que se ubica en esa frontera se puede llamar “música”.

Se puede decir además que la novela de Mishima está presentada como “un caso clínico”, pero pensarla así sería caer en la trampa que, con fina ironía, propone el autor, ya que todos sus personajes y circunstancias están para justificar su idea final, osada y profunda, y que a diferencia del film en cuestión –en donde casi todas sus escenas sirven para justificar un personaje– puede lograr un abordaje original de un tema muy complejo.

Entre lo oído, lo visto y lo leído, Música intenta arrancar una original nota desde la disonancia de la vida humana.

Alianza Editorial - Colección Mishima ¬ 2010



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La cocina de un encuentro de trabajo sobre diferencias entre psicoanálisis y psicoterapias
por Andrea Barone

El próximo 24 de noviembre, en el X encuentro de Conversación Analítica, nos daremos cita estudiantes, practicantes del psicoanálisis, analistas y curiosos a los que les interese participar, para nuevamente conversar. En esta ocasión, sobre las diferencias entre Psicoanálisis y Psicoterapias, tema fundamental y fundamentalmente importante en el lugar en que vivimos, dado que por lo general hay una mescolanza que termina siendo un pastiche impasable y bastante iatrogénico.

Cada encuentro de Conversación Analítica se va cocinando en un trabajo que se despliega desde cada mes de marzo, mes a mes; y voy a presentarles algunas de las cuestiones que en esa cocina se pusieron en juego. Parte de las diferencias que se han trabajado es que la psicoterapia es una práctica que categoriza, clasifica a los sujetos según una norma, una normalidad supuesta para todos y sostenida como una verdad, intachable, que se soporta en un cierto autoritarismo y en la puesta en juego del discurso del amo; borrando las diferencias entre los sujetos, uniformándolos en un todos igualitario; universalizándolos. Eludiendo lo que cuestione la omnipotencia y omnipresencia de la norma y signando estos “desvíos” como una enfermedad.

Es en este sentido que en las psicoterapias se “acoge” una palabra, siendo un modo de no acoger ni dar lugar a la palabra de un sujeto; borrando cualquier diferenciación y particularidad; empujando a los sujetos a una adaptación, en lo posible absoluta, a la norma, a lo validado como verdad; exigiendo un imposible. No hay ahí quien escuche a un sujeto; hay oídos para no oír, dado que la palabra no es escuchada en el sentido del psicoanálisis, sino que sólo es usada para clasificar lo inadecuado, adaptar y masificar.

El psicoanálisis aloja a cada sujeto, uno por uno, en su particularidad y su singularidad. Le da lugar a su palabra, a las palabras que lo han atravesado y marcado y que también han tallado o tallan su cuerpo; dichas o calladas, palabras que emocionan, conmueven, lastiman; palabras que enamoran, generan odios, agujerean o son inolvidables; y también dando lugar a los puntos en los que cada sujeto no tiene palabras para decir, para nombrar.

Soportando y sosteniendo la diferencia –no apuntando al todos iguales, ni a adaptar a una normalidad–, el psicoanálisis invalida el ir tras ideales imposibles y mortificantes que son maquinarias de impotentizar. Acogiendo y trabajando con la particularidad y singularidad de cada uno –lo que no es de lo común a todos; lo que, por más parecido, es experimentado y sentido de un modo particular–, y con el saber hacer de un analista –saber ubicar y trabajar con un síntoma, una inhibición o la angustia; saber respecto a criterios diagnósticos, diferenciaciones de las patologías del acto, etcétera–y con su precisión del desde donde y hacia donde opera en la praxis, es que se hace posible que, por la vía de un análisis, cada quien pueda experimentar efectos beneficiosos.

Aunque partiendo de que no somos seres instintuales, ni animales (aunque ese sea un modo de nombrar algo de la brutalidad de algún hablante ser), aunque partiendo de ese inicio irremediable, mucho se puede remediar en un análisis. Hay de lo terapéutico, de lo beneficioso en un análisis en un sentido serio, que hace serie, y no en el sentido de lo que el discurso corriente señala como tal, sea el ir a yoga, charlar con amigos o cocinar. Respetando lo válido y valioso que eso para cada quién pueda conllevar, en un análisis el sujeto puede aliviarse de síntomas, padeceres, dolores, angustias; hacer nuevos arreglos con lo que tiene y lo que no tiene para andar bastante mejor; arreglos propios, un hacer de cada uno, para una vida más satisfactoria. Usando una metáfora culinaria: armar su propio menú, mezclar olores, sabores, partes, partidas y porciones, para el poder disfrutar.

Como Remy en la película Ratattouille, que pudo ir más allá y no quedó bajo la norma, sino que pudo operar, con su olfato y paladar, su pasión por cocinar. Siendo costoso en varios momentos, insistió, no se dejó normativizar, provocando, entre otras cosas, que un exigente crítico pueda evocar un sabor de infancia. Inventó su arreglo propio, fundamental para su vida, para su vitalidad.

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Crímenes ¬ Ferdinand von Schirach
por Emilio Peral

Sigan el dinero o el esperma, todos los asesinatos se explican por una cosa o por otra, advierte el Comisario Dalger en “Legítima Defensa”, uno de los nueve relatos que componen Crímenes. Oriundo de Münich, Ferdinand von Schirach ficciona sus experiencias como abogado penalista, utilizando un lenguaje donde los matices se multiplican. 

Cada relato duele y genera una relación de empatía entre lector y protagonista. Son historias de asesinos, traficantes de droga, asaltantes de bancos y prostitutas. Existen confesiones y ardides para zafar de la pena. Cada relato hace penetrar a quien lee en un mundo distinto y lo atrapa desde los primeros párrafos para no soltarlo hasta el punto final. 

Nadie sale indemne luego de leer “La espina”, cuento en tono trágico como el resto, pero que contiene, además, una denuncia del trabajo rutinario y sus consecuencias. En“Fähner”, el autor nos muestra a un médico exitoso que se convierte, de a poco, en una versión alemana y reducida de nuestro nativo Dr. Barreda y se pregunta por el sentido del castigo al delincuente, adoptando una posición alejada de las teorías tradicionales. Sugiere su discurso un acercamiento a posturas más garantistas. 

Ferdinand von Schirach habla, en definitiva, del ser humano, de sus fracasos y grandezas y, por cierto, lo hace muy bien.

Salamandra ¬ 2011



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La razón del gourmet ¬ Michel Onfray
por Diego Singer

La vida es un manantial de placer:
mas para aquel en el cual habla un estómago indigestado,
padre de la tribulación, para ése todas las fuentes están envenenadas.

Así habló Zaratustra
Friedrich Nietzsche

Hablemos de jerarquías. La sensación, nos han enseñado, también tiene un ordenamiento propio. En primer lugar, el dominio tiránico de la visión; su primacía es absoluta respecto a los otros cuatro sentidos, porque la vista es la que nos proporcionaría mayores conocimientos. Comprobamos a diario esta lección aristotélica: por eso, iluminar y clarificar es, en nuestra cultura, conocer. Por eso la contemplación es equiparable a un acto de pensamiento, de allí proviene también la palabra “teoría”, del griego theorein, contemplar. Como prueba histórica de la bienaventuranza que la vista debía traer a la felicidad individual, tenemos al Iluminismo del siglo XVIII. Luego, por supuesto, está el oído: a través de él recibimos la palabra y la música. Y lejos, muy lejos, encontramos el tacto, el gusto y el olfato, los sentidos más cercanos a la tierra, aquellos que quedan asociados a nuestro pasado cuadrúpedo en el que olfatear, gustar y tocar nos proporcionaba nuestra relación más inmediata con el mundo. Seamos claros entonces: la vista y el oído son los sentidos celestiales: ellos ya contienen la astronomía y la música (las matemáticas). Muy otro es el destino terrenal del olfato, el gusto y el tacto: allí nos aguarda lo más bajo: el sexo, el alimento y el acecho de la presa. Comprender esta jerarquización de los sentidos es uno de los mejores caminos para introducirse en una de las principales disputas filosóficas: la de las filosofías aéreas, trascendentes, divinas (desde Platón hasta Kant) y las filosofías terrestres, inmanentes, mortales (desde Diógenes de Sínope hasta Nietzsche).

Michel Onfray ha optado, por supuesto por las filosofías terrestres. Lo ha mostrado en su Contrahistoria de la filosofía, en su manifiesto hedonista titulado La potencia de existir y a lo largo de toda su obra. Afirmar la primacía de la vida es jerarquizar lo bajo, aquello a primera vista tan grosero que sólo algunos filósofos materialistas como Epicuro se animaban a defender: el placer. Por eso no debe sorprendernos que después de haber publicado El vientre de los filósofos. Crítica de la razón dietética (1989), vuelva sobre el placer de la alimentación unos años más tarde en La razón del gourmet: “El gusto pone demasiado en escena al cuerpo: masticación, deglución, digestión, excreción, habla en exceso de hasta qué punto el hombre es todo materia”.

El trabajo del libro es doble: por un lado se intentan mostrar las maneras en las que la prosaica nutrición devino en refinada gastronomía. Por otro lado, es un homenaje a quienes llevaron a cabo estos cambios. Encontramos varios capítulos dedicados a las bebidas espirituosas: el vino, el champagne, la utilización de los alimentos como estimulantes de estados y excitaciones que, en lugar de mantener la razón en su lugar reinante, busca llevarla a sus límites. Es una gran oda a Dionisos. Y a la vez, se juega permanentemente la cercanía de la muerte. Nuestra propia muerte está cerca si nos faltan la bebida y la comida. A diferencia de otras formas del refinamiento, la cocina evidencia muy rápidamente la necesidad vital que pretende encubrir. Por otra parte, los alimentos que consumimos están en estado de descomposición: el arte del gourmet consiste en el delicado equilibrio de los tiempos que permiten llevar a la preparación. “La cocina es un arte del tiempo y de su dominio: Hefaistos, el amo del fuego, es pariente de Cronos, el padre del tiempo. Cocer o asar sólo tiene sentido en la perspectiva de un cocer bien o un asar bien, es decir, del tiempo que se requiere, ni más, ni menos”. El arte de preparar los alimentos tiene entonces el problema del tiempo siempre como su reverso. Para alimentarse hay que matar, para no seguir muriendo hay que matar. Y luego, aderezar bien a las víctimas, rociarlas con jugos, sales y hierbas aromáticas. Las filosofías celestiales no conocen las artes de la vida, quieren detener el tiempo para siempre y despiertan reminiscencias de alimentos congelados, no saben degustar la frescura de la muerte.

Ediciones de la Flor ¬ 1999



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El entenado ¬ Juan José Saer
por Javier Martínez

Un joven español se suma a una de las embarcaciones que parten desde su tierra natal hacia las Indias, modo en que se alude a nuestro continente antes de que Américo Vespucio rompiera la virginidad geográfica de los europeos, al dar cuenta de que las tierras que había allí no eran sino un continente al que, a modo de bautismo, comenzaron a llamar Nuevo Mundo. Como en tantos de esos viajes, los viajeros se adentran en paisajes novedosos, en espesuras que los dejan sin habla. Y como en tantas otras expediciones, la vanguardia llegaba en bote a la tierra que de inmediato comenzaban a apropiarse. Ahí, en uno de esos botes, va el protagonista de esta historia. La quincena de hombres enlatados que lo acompañan tienen como destino la muerte a manos de los colastiné, los auténticos habitantes de esa zona que hoy se sitúa en la provincia de Santa Fe, Argentina. Todos mueren menos él, quien –al modo del Ishmael de Moby Dick– será el testigo necesario. Lo que verá, en sus primeras horas allí, es cómo sus desgraciados compañeros de ruta son trozados y luego cocinados en una suerte de parrillas, carne extranjera que será el plato central de un banquete orgiástico que incluye varios desmanes (a los ojos occidentales) entre los que se destacan la ingesta fabulosa de bebidas espirituosas; sexo a granel y sin distinciones de género, edad ni parentesco; muertes súbitas y asesinatos involuntarios y no punibles; bailes y furores y excesos. El resultado de esos días es una tribu que permanece en posición horizontal hasta que las nubes de la orgía le ceden paso a la transparencia de una vida que, a ojos vista del primer contacto con los colastiné, el protagonista nunca podría imaginar: una vida sin mayores sobresaltos, plagada de respetos y buenos modales, una organización social y del trabajo que funciona con el combustible de la rutina, días de una abundancia de generosidades y cuidados hacia él. En esa calma inesperada comienzan a tallarse las primeras preguntas del entenado. ¿Por qué sobrevivió al ataque? ¿Por qué él? ¿Por qué no lo dejan ir? ¿Por qué no lo matan? Un año, el primero de la decena que convivirá con la tribu, tardó en comprender que aquello que había vivido se repetiría con una frecuencia anual. Ni la segunda vez, ni las siguientes, los elegidos para el banquete serían españoles sino miembros de tribus vecinas. Y su sorpresa, al ver que el nativo que sobrevivió al año siguiente que él era liberado, trocó en la comprensión de la finalidad del sobreviviente: ser testigos de esas fiestas descomunales; como emisarios de los colastiné, llevarían las noticias de lo que hacían con los extranjeros que capturaban en los alrededores de sus dominios: comidos o agasajados.

Diez años tardaron los españoles en volver a esas orillas. Diez años en los que el protagonista se incorporó al ritmo de esa sociedad; diez años en los que aprendió a vivir en una espesa calma que, año a año, culminaba o empezaba –o ambas cosas o ninguna– en una desbocada celebración del exceso. El entenado comenzaba a serlo: poco a poco perdió –sin percatarse– su lengua materna; otra lengua, inaccesible, lo alojaba: los colastiné lo llamaban def-ghi, significante que nunca logró traducir. Y junto con esa pérdida llegaron revelaciones profundas donde las palabras no dichas se convertían en el mismo acto de la revelación: la marca de la barbarie le daba paso a construcciones simbólicas. Los emisarios no llevaban un mensaje intimidatorio porque los colastiné no buscaban infligir miedo, llevaban un mensaje de una cultura en ciernes: no somos salvajes que comen cruda la carne de nuestra especie, la cocinamos antes de comerla, sólo los salvajes comen cruda la carne de nuestra especie. Y, en ese sentido, más que incorporar las virtudes y las fuerzas de los extranjeros en cada bocado de su carne, el banquete colastiné era un acto de contrición; la celebración de un más allá y, por lo tanto, de la posibilidad de un futuro. Y en la construcción de ese mañana se yergue la comprensión del tiempo, de la finitud de la vida; incorporación a las tramas del lenguaje que hacen posible el narrar una historia. Por eso, cuando después de una década en esas tierras que pronto serían parte de un nuevo mundo, fue puesto en un bote y enviado río abajo, comprendió que pronto vería a sus pares, españoles otra vez; comprensión que se desvaneció con la imposibilidad de articular palabra en su idioma materno y que se hizo añicos cuando la nave que lo había rescatado (y por lo que debía estar agradecido) navegaba por el río plagado de cadáveres de aquellos que, como los colastiné, no eran sino quienes defendían, en la medida de sus posibilidades, sus tierras ante la invasión extranjera. Es en ese momento en que una de las preguntas bisagra de la novela se hace carne: ¿esta masacre –y la falta de palabras para describirla y denunciarla– es la civilización?

Las derivaciones de esa pregunta le reabrirán la lengua española, puesto que será en ese idioma en el que podrá narrar lo vivido y dar cuenta de los excesos de la (supuesta) civilización, de (la virulencia de) la Conquista. Relato que queda capturado por un cura pero que, cosas de la vida, terminará escapándose por todos los costados: el propio protagonista escribirá, a pedido de un anciano, una obra de teatro de su experiencia en las costas santafesinas, obra en la que se representará a sí mismo. Doble trampa del lenguaje que retuerce la construcción del relato para hacer ficción sobre la ficción autobiográfica de la imposible reconstrucción fiel del pasado. La pluma tantas veces exquisita del santafesino Juan José Saer acompaña y abre el sentido de la novela, una y otra vez, puesto que una y otra vez se repite el núcleo argumental y lo descompone con el prisma de voces y capas de lo que se narra. Prisma narrativo que abre las bandas cromáticas de la palabra para contar una historia y dejar en el lector no sólo la satisfacción de la lectura de una novela exquisita, sino los hilos de posibles preguntas sobre las cuestiones más profundas y más abstractas de la propia existencia.

Folios ¬ 1983



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El silencio del río – Los zumitas
por Agustina Szerman Buján

Los libros tienen tapa y contratapa. Cualquier libro. Novela decimonónica o manual de Química del 5º año bachillerato. En este caso no... Bueno, sí y no. Abrís el libro, das vuelta la primera página y el texto termina antes de llegar a la última. Porque la contratapa, en verdad, es  tapa y si das vuelta el libro podés empezar a leer de nuevo. De un lado, un pueblo de la Mesopotamia asiática; del otro, el delta argentino del río Paraná. El libro es “Los zumitas” y “El silencio del río”, textos independientes entre sí que conforman un solo libro, que integra la Colección Doble Mano de Ediciones Outsider. Como se dice en el interior de la tapa (o contratapa, según cómo se lo mire) “Federico Jeanmaire introduce a Juan Martín Guastavino”: son el uno el respaldo del otro. La conformación y las costumbres de un pueblo ¿ficticio? encuentran su final en las palabras de un isleño y viceversa. Rodolfo, empleado en el call center de la fábrica de fideos Bracamonte, va de la pensión en Barracas a la casa familiar en una isla del Tigre. Varias veces. Repasa su infancia hasta llegar al presente adulto. Va del cuadro firmado por B. Alonso, que contemplaba en todos los desayunos de su infancia, al momento en que conoce a Marta y a Pupè, personajes transitorios de su ahora en la Capital Federal, distintos de la madre, la Laly, el Carlos y el  Mario. Cuenta su historia; historia de vida trunca que se corta en la firma B. Alonso. Un cuadro del pasado del pasado de la casa, previo a la llegada del Mario con el Carlos; un pasado en el que había padre. La expectativa sobre la autoría del cuadro hace avanzar el relato. B. Alonso es misterio, es mudez (elegida) por la madre, es conexión con el padre que dejó de volver y no volvió más. El cuadro, al igual que su espectador más fiel, pasó de la pared de la sala en la casa materna a la pared del cuarto de la pensión y vuelve nuevamente a su punto de origen. El laconismo que lo merodea, en vez de ser un callejón sin salida, es motor de búsqueda y narración acompañada de una soledad que es presencia por default.

Con calma, desde el delta a la ciudad, del silencio a la escritura, este personaje narrador intenta dilucidar qué es recuerdo y qué no de sus experiencias en la infancia y en el delta. Sin lograr quedarse ni de un lado ni del otro, la expectativa por la identidad del responsable del cuadro une transversalmente sus recuerdos y su relato. 

Ediciones Outsider ¬ 2010



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La luz de Mario Luzi
por Rodolfo Alonso

Si alguna vez intuí, como prueba de fuego con respecto a una gran poesía, la dificultad para traducirla a otra lengua, diferente de aquella en la que había logrado encarnar como ser vivo de lenguaje, soberbia y orgánicamente autónomo, la del límpido, entrañable italiano Mario Luzi (nacido nada menos que en Florencia, el mismo año en que se desencadenaba la Primera Guerra Mundial, y fallecido allí mismo en 2005) resulta en forma explícita un paradigma, un testimonio viviente, una evidencia.

La sobria, voluptuosa musicalidad de estos versos perfectos no se agota sin embargo en sí misma. Sonido y sentido, esa carne viva de lenguaje, obviamente intransferible, con ser bellamente modulada, nunca deja de transferirnos, de contagiarnos al mismo tiempo la presencia de un yo y un mundo hondamente aprehendidos.

¿Por qué no animarnos todavía a seguir llamando clásicos a estos modernos poemas, transidos y cantados, donde el oído atiende directamente al corazón de la belleza en el dominio de una humanísima experiencia humana, en la tensión efímera y eterna del tiempo y la memoria de nuestra condición, ineludible, volátil e indeleble?

Toda traducción, toda palabra acaso, no dejará nunca de ser, para mí y temblorosamente, al mismo tiempo un sincero homenaje y una intención frustrada; digna y patéticamente aproximativa.

 

 

Tres poemas de Mario Luzi
Traducción de Rodolfo Alonso

 

MARFIL

Habla el ciprés equinoccial, oscuro
y montuoso el macho cabrío exulta,
dentro de rojas fuentes lavan lentas
las yeguas de los besos a sus crines.
Desde las tenues selvas a ciudades
excelsas inmensos chocan ríos
largamente, se mueven en un sueño
afectuosas velas hacia Olimpia.
Correrán las intensas vías de Oriente
oreadas muchachas y en mercados
salobres mirarán el mundo alegres.
¿Pero dónde alcanzaré yo a mi vida
ahora que el tembloroso amor ha muerto?
Al horizonte lo violaban rosas,
vacilantes ciudades en el cielo
rociadas por jardines tormentosos,
en el aire su voz era una roca
infecunda de flores y desierta.

 

AVORIO

Parla il cipresso equinoziale, oscuro
e montuoso exulta il capriolo,
dentro le fonti rosse le criniere
dai baci adagio lavan le cavalle.
Giú da foreste vaporose immensi
alle eccelse città battono i fiumi
lungamente, si muovono in un sogno
affettuose vele verso Olimpia.
Correranno le intense vie d’Oriente
ventilate fanciulle e dai mercati
salmastri guarderanno ilari il mondo.
Ma dove attingerò io la mia vita
ora che il tremebondo amore è morto?
Violavano le rose l’orizzonte,
Esitanti città stavano in cielo
asperse di giardini tormentosi,
la sua voce nell’aria era una roccia
deserta e incolmabile di fiori.

 

DIANA, DESPERTAR

El viento libre luce entre los humos
de la llanura, el monte ríe raro
iluminándose, surgen relumbres
del agua, ¿hay mensaje más caro?

Hora es de levantarse, de vivir
puramente. Ya vuela en los espejos
un sonreír, un temblor en los vidrios,
vuelve un sonido a confundir los oídos.

Y tú acudes alegre y contradices
de inmediato a la muerte. Así cuando
se abre una puerta desbordan felices
los colores, la sombra va de vuelta

a disolverse. Nacen rientes imágenes,
en la sangre se filtra, ciego vuelve,
el espíritu del sol, nos llevan céfiros
consigo: a existir, a extinguirse en un día.

DIANA, RISVEGLIO

Il vento sparso luccica tra i fumi
della pianura, il monte ride raro
illuminadosi, escono barlumi
dall’acqua, quale messaggio più caro?

È tempo di levarsi su, di vivere
puramente. Ecco vola negli specchi
un sorriso, sui vetri aperti un brivido,
torna un suono a confondere gli orecchi.

E tu ilare acorri e contraddici
in un tratto la morte. Cosí quando
s’apre una porta irrompono felici
i colori, esce il buio di rimando

a dissolversi. Nascono liete immagini,
filtra nel sangue, cieco nel ritorno,
lo spirito ldel sole, aure ci traggono
con sé: a esistere, a estiguerci in un giorno.

MARINA

Qué exhaustas aguas contra la frágil costa,
qué oleada gris contra los postes. E islas
más allá y bancos donde un incierto afán
se separa del día que nos deja.

Qué dispersas lluvias navegas, qué luces.
¿Cuáles? Ignora si no finge el pensar,
si no recuerda niega: allá viví,
consciente aquí del tiempo de otro modo.

Qué memoria heredamos, qué imágenes,
qué edades no vividas, qué existencias
fuera de la alegría y del dolor
luchan en la marea con los muelles

o en el mar que florece y se despide.
Regresas tú, te acoges a esta orilla
y en el cielo que zarpa chirría un pino
de pájaros que vuelven, corazón.

MARINA

Che acque affaticate contro la fioca riva,
che flutti grigi contro i pali. Ed isole
più oltre e banchi ove un affanno incerto
si separa dal giorno che va via.

Che sparse piogge navighi, che luci
Quali? il pensiero se non finge ignora,
se non ricorda nega: là fui vivo,
qui avvisato del tempo in altra guisa.

Che memorie, che immagini abbiamo ereditate,
che età non mai vissute, che esistenze
fuori della letizia e del dolore
lottano alla marea presso gli approdi

o al largo che fiorisce e dice addio.
Rientri tu, ripari a questa proda
en el cielo che salpa un pino stride
d’uccelli che rimpatriano, mio cuore.

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