Editorial
En el principio fueron la carne cruda, los dientes afilados y el desgarro, la manada, la caza. Junto con el descubrimiento del fuego, el hombre dio un vuelco fundamental: al poder dominarlo, capturó la posibilidad de la construcción simbólica que lo transformaría en la Humanidad, que lo convertiría en concepto, en animal cultural. El fuego, hoy uno de los elementos soldados sin fisuras a nuestra percepción del mundo, fue el motor que propició muchos cambios. Entre ellos, la transformación del alimento. Pasar de lo crudo a lo cocido no fue un acto menor; supuso implementar la logística necesaria para el cuidado del fuego, la fabricación de herramientas para cocer sin quemarse, una mejor calidad de vida: lo microscópico que mataba pasó a ser matado por el fuego; la conservación de la comida ya no fue la misma; el hombre marcó, a/con fuego, el comienzo de su nueva Era. El abandono definitivo del canibalismo había empezado y el concepto de lo extranjero comenzaría a tener otro carácter, un carácter radicalmente cultural, de suplantación simbólica en panes y vinos.
Como era de esperar, con el paso del tiempo, la transformación práctica del alimento continuó su marcha y el refinamiento del métier de la cocción tuvo fue un camino de ida: la aparición de la figura del cocinero consolidó la abstracción del olvido de las crudezas primitivas; y su especificidad en el Ser Chef de nuestros días, la tentación de alzar al oficio de cocinar al status de arte culinario: ya no se trata sólo de satisfacer la necesidad básica de la alimentación, sino de ofrecer un todo que incluye aromas, colores, texturas, sabores, temperaturas y consistencias varias. Un interesante ejemplo de estas espirales de sentido puede atisbarse en La última cena, el famoso cuadro de Leonardo da Vinci, mural en el cuál el florentino retrata una de las comidas más significativas de la cultura cristiana y cuyo autor es uno de los grandes anónimos de la historia, el cocinero desconocido; pintada por uno de los más excelsos genios de la Humanidad que, entre sus tantísimas ocupaciones, contaba a la cocina como uno de los pilares de su vida: cocinero al servicio de Ludovico el Moro y dueño de un restaurante en sociedad con su amigo Sandro Boticelli, al que llamaron La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo, ambos ámbitos en los que expuso algunas de las propuestas gastronómicas más osadas de su época y que delinearon los emplatados y sabores que, siglos más tarde, harían de los cocineros verdaderas estrellas. Así, el rol del cocinero, pasó de ser un mero encuentro con una posibilidad de transformación, a expresar, armando su propio discurso estético, la identidad de las distintas sociedades que conviven sobre la faz de la Tierra, a base de sabores peculiares y propios que, como bandera de pertenencia, se hacen únicos en cada rincón del mundo.
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